Nuharoo y yo vivíamos casi recluidas en nuestros aposentos. Ni siquiera se me permitía llevar a Tung Chih a visitar las aguas termales. Cada vez que daba un paso, el eunuco jefe Shim me seguía. Tenía que encontrar el modo de explicar al príncipe Kung el cariz que estaban adquiriendo las cosas.
Tras recibir el decreto, el príncipe Kung retiró su solicitud; no le quedaba más remedio. Si se empeñaba en venir, Su Shun tendría derecho a castigarle por desobedecer la voluntad del emperador.
No obstante, me decepcionó que el príncipe Kung se rindiera tan fácilmente. No sabría hasta más tarde que Kung exploraba otros caminos. Al igual que yo, consideraba a Su Shun un peligro. Muchos otros -hombres del clan, leales imperialistas, reformadores, eruditos y estudiantes- que preferían ver el poder en manos del príncipe Kung, de mentalidad liberal, y no en las de Su Shun, compartían y apoyaban sus opiniones.
Tung Chih mostraba poco interés cuando yo le explicaba historias de sus antepasados. Solo deseaba acabar una lección para correr a los brazos de Nuharoo, lo cual me ponía muy celosa. Tras la muerte de su padre, me estaba convirtiendo en una madre más dura. Tung Chih no sabía leer un mapa de China, ni siquiera recordaba los nombres de la mayoría de las provincias. Ya era un gobernante, pero su principal interés consistía en comer bayas bañadas en azúcar y juguetear. No tenía ni idea de cómo era el mundo real y no le interesaba aprender. ¿Por qué iba a interesarle cuando constantemente se le hacía sentir como si estuviera en la cima del universo?
De puertas afuera, yo promocionaba a mi hijo de seis años como si se tratase de un genio capaz de sacar a la nación de las aguas turbulentas en que se encontraba. Tenía que hacerlo para sobrevivir; cuanta más gente confiara en el emperador, más se estabilizaría la sociedad. La esperanza era nuestra moneda de cambio. Sin embargo, de puertas adentro, yo alentaba a Tung Chih a superarse. Necesitaba gobernar por sí mismo lo antes posible, porque el poder de Su Shun no haría más que crecer.
Intenté enseñarle cómo conceder una audiencia, cómo escuchar, qué tipo de preguntas formular y, lo más importante, cómo tomar decisiones basadas en opiniones críticas e ideas colectivas.
– Debes aprender de tus consejeros y ministros -le advertí-, porque tú no eres…
– Quien yo creo que soy -me interrumpió Tung Chih-. A tus ojos, soy tan bueno como un pedo con cola.
No sabía si reírme o abofetearle, pero no hice ni lo uno ni lo otro.
– ¿Por qué nunca dices «Sí, majestad» como todos los demás? -me preguntó mi hijo.
Noté que había dejado de llamarme «madre». Cuando tenía que dirigirse a mí, me llamaba Huag-ah-pa , un nombre formal que significaba «madre imperial»; no obstante llamaba a Nuharoo «madre», en un tono lleno de cariño y afecto.
Como Tung Chih había aceptado mis reglas, yo tendría que tragarme el insulto, porque lo único que deseaba es que fuera un buen gobernante. Podía interpretar mis intenciones como quisiera; no hería mis sentimientos. Aun cuando al principio me odiase, estaba segura de que en el futuro me lo agradecería.
Pero subestimé el poder del entorno. Tung Chih era como un pedazo de arcilla que debía ser moldeado y cocido antes de poder tocarlo. Sacaba malas notas en los exámenes y tenía problemas de concentración. Cuando el tutor lo encerró dentro de la biblioteca, envió a sus eunucos a pedir ayuda a Nuharoo, que acudió en su rescate. En lugar de castigar al alumno, castigaron al tutor. Como toda respuesta a mis protestas, Nuharoo me recordó mi estatus inferior.
An-te-hai era el único que advertía que lo que ocurría no tenía nada que ver con el hecho de ser madre.
– Se trata del emperador de China, no de vuestro hijo, mi señora -me explicó-. Os enfrentáis a toda la cultura de la Ciudad Prohibida.
Odiaba la idea de engañar a mi hijo, pero si fracasaba la sinceridad, ¿qué otra opción me quedaba?
Cuando Tung Chih me trajo sus deberes inacabados, dejé de regañarlo. Sin alterar la voz, le dije que mientras se hubiera esforzado al máximo, estaría bien para mí. Se sintió aliviado y menos obligado a mentir. Poco a poco, Tung Chih empezó a querer pasar voluntariamente más tiempo conmigo. Yo jugaba a «la audiencia», «la sala de la corte» y «las batallas» con él. Delicada y silenciosamente, intentaba influirle, pero en cuanto detectaba mis verdaderas intenciones, salía huyendo.
– Hay gente que intenta tomar el pelo al hijo del cielo -sentenció Tung Chih una vez en mitad de un juego.
Nuharoo y el tutor principal Chih Ming querían que Tung Chih aprendiese el «lenguaje de emperador». También diseñaron las lecciones para que Tung Chih se centrase en la retórica china, en la antigua poesía Tan y en los versos de Sung, «para que pudiera hablar de una forma elegante». Cuando me opuse a la idea y quise añadir ciencias, matemáticas y estrategia militar básica, se molestaron.
– Se considera prestigioso dominar el lenguaje -explicaba el maestro Chih Ming con pasión-. Solo un emperador puede permitírselo y esa es la cuestión.
– ¿Por qué quieres privar a nuestro hijo? -me preguntó Nuharoo-. ¿Acaso no ha sufrido Tung Chih, como hijo del cielo, suficientes privaciones?
– Es una pérdida de tiempo aprender un lenguaje que no podrá usar para comunicarse -argumenté-. ¡Tung Chih debe conocer de inmediato la verdad sobre China! No me preocupa lo bien que se vista, coma o diga Zhen en lugar de yo. -Sugerí que las cartas y borradores de los tratados que enviaba el príncipe Kung debían ser los libros de texto de Tung Chih-. Las tropas extranjeras no dejarán China por voluntad propia; Tung Chih tendrá que expulsarlas.
– Es una idea terrible hacer eso a un niño. -Nuharoo negó con la cabeza, haciendo sonar todas las campanillas de adorno de su cabello-. Tung Chih estará tan asustado que no querrá gobernar.
– Estamos aquí para apoyarlo -me quejé-. Trabajaremos con él y así aprenderá el arte de la guerra luchando en la guerra.
Nuharoo me miró con dureza.
– Yehonala, ¿no me estarás pidiendo que desobedezca las reglas e ignore las enseñanzas de nuestros antepasados, verdad?
Me destrozaba el corazón ver cómo enseñaban a mi hijo a malinterpretar la realidad; era incapaz de distinguir la realidad de la fantasía. Las ideas falsas que le metían en su cerebrito lo hacían vulnerable; creía que podía decir al cielo cuándo tenía que llover y al sol cuándo debía brillar.
En contra del consejo del maestro Chih Ming, la repetida interferencia de Nuharoo y el propio interés de Tung Chih, impuse mi criterio a mi hijo, y aquello hizo que se alejara de mí. Yo lo consideraba de la mayor importancia. En nuestros juegos de «corte» Tung Chih hacía de emperador y yo de su malvado ministro; yo imitaba a Su Shun sin emplear su nombre, incluso adoptaba su acento norteño. Quería enseñarle a no dejarse intimidar por el enemigo.
Al acabar las lecciones, nunca me decía «gracias» ni «adiós». Cuando abría los brazos y le decía «te quiero, hijo», Tung Chih me apartaba.
La ceremonia que señalaba el ascenso oficial de Tung Chih al trono empezó cuando el cuerpo de Hsien Feng se depositó en el ataúd. En la corte se dictó un decreto proclamando la nueva era y se esperaba que Tung Chih emitiera otro decreto en honor a sus madres. Como de costumbre, recibimos un montón de tributos y regalos inútiles.
Era consciente de que Su Shun había preparado aquel honor. Pero me impidieron conocer su contenido hasta que se anunciara el decreto, de modo que me sentía tensa y nerviosa, aunque no podía hacer nada.
Cuando se anunció el decreto, Nuharoo fue honrada como «la emperatriz de la Gran Benevolencia Tzu An» y yo como la «emperatriz de la Santa Amabilidad Tzu Hsi». Para cualquiera que supiera chino, la diferencia era evidente: «gran benevolencia» era más poderoso que «santa amabilidad». Tal vez nos honrasen a ambas como emperatrices del mismo rango, pero a la nación se le transmitía el mensaje de que mi situación no era la misma que la de Nuharoo.
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