Jeanne Kalogridis - En el tiempo de las Hogueras

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Carcasona, 1357. En los tiempos del papa Inocencio VI, en el sur de Francia, reina la peste y la Inquisición. La abadesa Marie Françoise va a ser juzgada bajo los cargos de herejía y brujería por haber realizado sanaciones mágicas y haber atentado contra el Papa. Para unos santa y para otros bruja.
El monje escriba Michel es el encargado de obtener su confesión antes de que sea condenada a la hoguera. Sin embargo, a medida que la abadesa avanza en su relato, Michel se va sumergiendo en un mundo mágico donde se enfrenta al bien y al mal, y en su corazón irá creciendo la imagen de una mujer santa, valiente y noble.

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La comadrona se inclinó y cogió a su nieta, con cuidado de no rozar el brazo de la madre. La niña se removió con los ojos cerrados pero no emitió el menor sonido. Ana Magdalena, sonriente, la levantó, lenta y cautelosamente.

Catherine se agitó de pronto y gimió en sueños. La comadrona se quedó inmóvil, todavía inclinada sobre la joven, con el bebé alzado.

Al cabo de unos segundos, Catherine se calmó y volvió a roncar. Ana Magdalena emitió un suspiro inaudible y, con el bebé en brazos, salió descalza a la noche.

Diana, protégenos esta noche, rezó cuando sintió la hierba mojada bajo sus pies callosos. Mientras andaba, un súbito brillo iluminó su camino, de forma que pudo ver cada flor silvestre, cada brizna de hierba, hasta la yegua marrón que olfateaba el aire. Alzó la vista y vio que la luna surgía de entre las nubes, ribeteada de una tenue niebla que proyectaba destellos rosa y azul. Al punto se sintió embargada por un sentimiento de amor y destino tan intenso que el momento se le antojó eterno. Había nacido para esto, no había hecho nada en su vida antes de esto, ni haría nada después, salvo avanzar por la hierba y las flores silvestres con aquella niña entre sus brazos.

Levantó el bebé dormido y le besó la frente, imposiblemente tierna. La niña arrugó el ceño como un monito perplejo y su abuela rió por lo bajo… Pero enmudeció al instante cuando oyó el aullido cercano de los lobos, en el corazón del olivar, el lugar al que la Diosa dirigía sus pasos. Se detuvo un segundo, ni uno más, y vio en la oscuridad el destello verde de unos feroces ojos, los ojos de Catherine durante los escasos momentos en que había sido poseída, los ojos del Enemigo.

El miedo se agitó en su interior, pero lo domeñó.

– Seáis de este mundo o no -dijo a los lobos-, marchaos en nombre de la Diosa, y manteneos a una distancia prudente.

Empezó a moverse de nuevo con rapidez y determinación. Los aullidos y los ojos desaparecieron al punto.

La mujer y la niña no encontraron ni un alma hasta llegar a la linde del bosquecillo de olivos sagrado plantado por los romanos, donde árboles antiquísimos extendían sus ramas plateadas hacia el cielo. Ana Magdalena pasó bajo la primera rama protectora. Al instante, las gruesas ramas cubiertas de hojas apagaron la luz de la luna, solo dejando filtrar finos rayos aquí y allá que iluminaban pequeños parches de hierba y tierra que olía a humedad. A la comadrona le resultaba indiferente. A lo largo de los años había acudido a ese lugar muchas veces (al principio atraída por el instinto y las fases lunares, después por la camaradería), y conocía muy bien el camino.

Los árboles de la periferia habían sido despojados en fecha muy reciente de su fruto, pero cuando se acercó al aislado centro vio los árboles cargados de frutos, dejados en honor de la Reina del Cielo. Ana Magdalena sintió bajo los pies las aceitunas maduras e hinchadas, y aspiró la fragancia que liberaban cuando las aplastaba. Mañana habría acusadoras huellas de un negro purpúreo que debería esconder a Catherine.

Llegó por fin al pequeño claro, donde la réplica de tamaño natural de la Madre se erguía disfrazada de María. Tallada en madera, la estatua era muy antigua. La nariz estaba podrida en parte y se negaba a conservar la pintura que cada fiesta de mayo se restauraba con fervor. Había arañazos y marcas en los pies, como si algún animal los hubiera mordisqueado. Una guirnalda de romero reciente, adornada con gotas de lluvia centelleantes, había sido colocada sobre la coronilla de su velo azul claro, pero la lluvia había destrozado la delicada guirnalda de flores silvestres que rodeaba su cuello. Ana Magdalena avanzó con reverencia. Con la mano libre quitó las hojas de olivo pegoteadas a los hombros de la Diosa y repuso la guirnalda como mejor pudo.

Después, con cuidado de no perder el equilibrio, se arrodilló en la tierra mojada.

– La bona Dea -susurró-. Ella es Vuestra, y juro por mi espíritu que siempre lo será. Guiadme para que sea su maestra, y protegednos de las fuerzas que quieren alejarla de Vos.

Dejó a la niña sobre el lecho de hojas de olivo y flores mojadas, a los pies de la estatua. Extrajo el puñal del cinto y, con la delicadeza de una pluma, trazó el símbolo de Diana sobre la frente de la niña. Luego agachó la cabeza y formuló en su mente la siguiente pregunta: «¿Alejo a la niña de sus padres o nos quedamos todos juntos?».

No hubo respuesta. Ana Magdalena repitió la pregunta, sin resultado, lo cual significaba que no había respuesta definitiva. Fuera cual fuese el camino elegido, el resultado sería el mismo. Reflexionó un rato con los ojos cerrados, hasta que se le ocurrió una petición más concreta.

– Enseñadme la magia más potente para que pueda protegerla.

La Madre contestó: Te enseñaré tu elección.

Y la Visión acudió a Ana Magdalena con presteza e intensidad, más intensidad que en toda su vida, incluso cuando la forzaba con hierbas o placer.

De pronto ya no estaba en el bosque, sino sentada en una bonita casa, provista de una chimenea y dos habitaciones, taburetes y un hogar amplio repleto de leña y un fuego chisporroteante. A su lado se sentaba una joven encantadora: Sibilla, que estaba dando de mamar a una niña. Y a los pies de Ana Magdalena, un niño jugaba con una muñeca de madera. El corazón de la mujer se henchió de felicidad. Eran sus nietos…

Al punto se produjo una explosión, como el ruido del vidrio al romperse, un sonido que Ana Magdalena había oído una sola vez en su vida, cuando estaba a punto de desposarse ante el altar y alguien arrojó una enorme piedra contra el vitral de la catedral y los añicos volaron por el aire. En aquel momento, lo había considerado un mal presagio, y se encogió al lado del novio y el sacerdote. Ya entonces la trataban abiertamente de strega en la aldea, y había tenido que ir a la ciudad para encontrar a un cura que no la conociera. Ella y su nuevo marido se habían trasladado a otro pueblo al poco tiempo.

Un mal presagio, incluso ahora lo presentía, hasta que abrió los ojos y descubrió que estaba en el bosque, y que los grandes olivos ardían.

En verdad, las llamas parecían sobrenaturalmente brillantes, y una serpiente ondulante reptaba entre las ramas hacia Ana Magdalena… y la preciosa niña. Avanzó de rodillas hacia el bebé, pero el fuego saltó hacia delante, descendió por los troncos de los árboles y alcanzó las hojas y flores mojadas, corrió con la misma velocidad que alcanza el viento entre el grano, y creó una muralla entre la mujer y el bebé.

Ana Magdalena extendió las manos hacia las llamas (estaba segura de que eran mágicas, porque pese a su brillo no consumían nada), pero las retiró con un agudo grito de dolor, y se contempló con estupor la palma roja y cubierta de ampollas.

– ¡Sibilla! -gritó, pues ya no le importaba despertar a alguien, y se puso en pie. Al instante, el fuego alcanzó mayor altura y adoptó un tono opaco, de forma que no pudo ver a la niña, la cual no emitía el menor sonido. Ana Magdalena no podía ver otra cosa que los enormes árboles, en llamas pero incólumes, como la zarza de Moisés.

El terror la embargó, tanto por ella misma como por la niña. El calor alcanzó tal intensidad que sintió la piel de su cara, brazos y piernas cubierta de ampollas. Pese al miedo y el dolor que la consumían, escudriñó la oscuridad al otro lado del fuego, y vio aquellos relucientes ojos verdes que la miraban.

Eran de lobo, pero de una inteligencia muy superior a la de un animal, engastados en una forma todavía más siniestra: humana, alta y malévola. Al verlos, oyó en su mente el ruido del cristal al romperse.

El Mal siempre había estado presente. Ella había crecido consciente de su presencia, de que su vida era una lucha constante contra el Mal.

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