Jeanne Kalogridis - En el tiempo de las Hogueras

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Carcasona, 1357. En los tiempos del papa Inocencio VI, en el sur de Francia, reina la peste y la Inquisición. La abadesa Marie Françoise va a ser juzgada bajo los cargos de herejía y brujería por haber realizado sanaciones mágicas y haber atentado contra el Papa. Para unos santa y para otros bruja.
El monje escriba Michel es el encargado de obtener su confesión antes de que sea condenada a la hoguera. Sin embargo, a medida que la abadesa avanza en su relato, Michel se va sumergiendo en un mundo mágico donde se enfrenta al bien y al mal, y en su corazón irá creciendo la imagen de una mujer santa, valiente y noble.

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7

Esta es la historia de mi nacimiento, con el nombre de Sybille, tal como la Diosa me lo reveló. Durante los años siguientes, mi niñez fue normal, pero en 1340, el inquisidor Pierre Gui, hermano del más conocido Bernard, vino a nuestra ciudad, y con él llegó un presagio y mi primera experiencia de la Visión.

Lo cuento tal como me sobrevino, porque solo recuerdo un aspecto, y de eso hablaré más tarde…

TOLOSA Junio de 1340

8

Intramuros de la ciudad de Tolosa, la plaza pública que se abría ante la catedral, solo construida en parte, estaba abarrotada de gente y reinaba un ambiente festivo. Más gente, decidió Ana Magdalena, de la que había visto nunca congregada en un lugar. Desde donde estaba sentada, veía un centenar de carretas procedentes de los pueblos que rodeaban la ciudad, cada una atestada de aldeanos con sus hijos. Delante de las filas de carretas, cientos de personas se congregaban ante una berma en la que se habían erigido postes para las hogueras. Docenas de guardias rodeaban la berma y el patíbulo levantado detrás.

Y solo se trataba de los campesinos. La catedral y la plaza estaban llenas de nobles sentados en palcos de justas. Para diversión de los aldeanos, después de dos semanas anormalmente calurosas, Tolosa había despertado un día de mediados de junio veinte grados más fresco de lo que cabía prever. Observaron con alborozo que los nobles temblaban a la sombra cada vez que se levantaba una brisa fría, mientras los campesinos se refocilaban al sol. Algunos susurraban que el extraño tiempo era obra de brujería, pero la mayoría se limitaba a señalar a los nobles temblorosos y a reír.

Al menos, parte de la diversión se debía a los nobles y a su atuendo: los hombres con blusas, calzas y gorras con plumas en tonos amarillo, azafrán y rojo intenso, las damas con vestidos de seda rubí, esmeralda y zafiro, adornadas con coronas y diademas de oro que sujetaban velos agitados por la brisa. Catherine, emocionada, al lado de Ana Magdalena, le daba codazos para llamar su atención sobre una u otra dama, o hacer comentarios sobre un nuevo color de tinte, un corpiño peculiar o un tocado más complicado.

En la parte posterior de una amplia carreta sembrada de paja, dos familias (la de Pietro y su vecino Georges, con su esposa Therèse y sus cuatro hijos, de edades comprendidas entre los tres meses y los cinco años) disfrutaban de un día de fiesta. Todos los campesinos habían sido dispensados de ir a trabajar y todas las personas que ocupaban la carreta de Georges se lo estaban pasando en grande, excepto una. Ana Magdalena se obligaba a sonreír y asentir, a beber de la jarra común de cerveza y a comer pan con queso y mostaza recién hecha con aparente satisfacción. Pero su corazón estaba transido de dolor.

Solo una cosa aliviaba su tristeza: su nieta Sybille, el vivo retrato de la salud, que en aquel momento correteaba alrededor de la carreta con los hijos mayores de Therèse, un torbellino de piernecitas robustas, mejillas rojas y una sola trenza que volaba a su espalda.

– Sybille -llamó Catherine-. Ya es hora de que vengas a comer algo.

No tuvo que repetirlo. La niña se acercó obediente a un costado de la carreta.

A pesar de sus cuatro años, casi cinco, Sybille era una niña serena, una adulta encerrada en el cuerpo de una cría. Había heredado la tranquilidad de su padre, pero no así la angustia y el mal genio de Catherine. De hecho, durante el año anterior, había hablado sin las dificultades propias de los niños, y parecía mucho mayor que Marc, el hijo de Therèse, el cual le llevaba seis meses, pero su voz era todavía aguda y atiplada.

Cuando la niña cumplió seis meses, Pietro hizo valer su autoridad y dijo a las dos mujeres: «No se llama Marie, ni se llama Sibilla, sino Sybille, Catherine, un bonito nombre francés, el nombre de mi abuela, y para ti también, mamá, se llama Sybille, porque no es italiana, sino francesa. Y si os oigo discutir a las dos alguna vez, os tiraré al río Garona y educaré a la niña yo mismo».

Las mujeres habían llevado a cabo un esfuerzo notable por utilizar el mismo nombre. En cualquier caso, el nombre perduró, si bien en ocasiones Catherine revelaba cuál era el nombre que consideraba verdadero en su fuero interno y la llamaba Marie, al igual que Ana Magdalena se equivocaba a veces y la llamaba Sibilla, llevada por su afecto.

Desde la noche del nacimiento de la niña, Ana Magdalena intentaba cumplir las instrucciones que la Diosa le había dado en el olivar: alejar todo miedo de su corazón y, mediante la magia, también del de Catherine, con el fin de proteger a la niña. Las tres mujeres habían vivido en tanta armonía durante los últimos años que Ana Magdalena casi había olvidado el Mal que amenazaba a su nieta y que había infundido tantas suspicacias en su nuera.

Pietro izó la niña a la carreta. Sybille se precipitó a los brazos de su abuela, para regocijo de esta. Daba la impresión de que siempre había querido más a su abuela, lo cual complacía a la anciana, que quería a la niña con toda su alma, más aún que a sus propios hijos, por los cuales habría dado la vida. Catherine las observó con una leve sonrisa, sin dar muestras de celos.

Sybille se sentó en el regazo de su abuela, con cuidado, sin dejarse caer de golpe como hacían casi todos los niños, le rodeó el cuello y la besó.

– ¿Por qué estás triste, Noni?

Ana Magdalena la miró sorprendida, pero no hubo tiempo de contestar. Un murmullo se elevó de la muchedumbre. La anciana alzó la vista y su corazón se aceleró. Vio a un grupo de soldados en la berma. Ocho altos postes estaban hincados firmemente en la tierra.

Ayúdame a soportarlo, bona Dea…

Apretó los labios contra el pelo de Sybille, y aspiró el aroma de la niña sudorosa.

Pasaron susurros entre la multitud como una brisa, y a lo lejos una procesión salió de la catedral. Un grupo de prisioneros, escoltados por un contingente innecesariamente numeroso de guardias.

Seis mujeres y dos hombres, todos rapados, vestidos con el hábito de arpillera de los penitentes y sujetos por grilletes de hierro, de forma que solo podían dar cortos pasos.

Seis mujeres y dos hombres, rostros anónimos para la pira, pero Ana Magdalena vio a cada persona con la claridad de la Visión:

Una desafiante muchacha de quince años, de ojos enrojecidos pero porte orgulloso; una anciana tan encorvada y debilitada a causa de la edad que apenas podía andar con las pesadas cadenas; dos mujeres, fuertes y hermosas, leales amigas que se daban ánimos mutuamente con la mirada; una mujer canosa de edad madura, de rostro y ojos sombríos, abismada en sus pensamientos; y una joven madre (no habían pasado ni dos días del parto), de vientre blando y pechos rebosantes de leche. Y los hombres, uno viejo y lloriqueante, con la cabeza gacha, y el otro de apenas veinte años, que murmuraba con los ojos desorbitados. Un lunático, pobre hombre, que había mascullado alguna tontería sobre Dios y el demonio, y lo iba a pagar con su vida.

Todos presentaban moratones en la cara, con la mandíbula, los labios o los ojos hinchados. Los brazos de las dos amigas y el loco colgaban inertes, grotescamente dislocados. La anciana, cuyos escasos cabellos blancos brotaban como púas de su cráneo, tenía un antebrazo hinchado, probablemente roto. El instinto de curandera acució a Ana Magdalena: deseaba con desesperación llevar a casa a la anciana, encajar el brazo con un movimiento veloz y preciso, para después confortarla con cataplasmas y un fuerte brebaje para el dolor. Pero solo podía contemplar la escena en silencio, impotente.

La anciana entró tambaleante en la plaza y se derrumbó sobre sus grilletes. Un guardia intentó ponerla en pie, pero no pudo. La arrastró mientras los demás avanzaban penosamente, hasta detenerse ante el cadalso.

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