Jeanne Kalogridis - En el tiempo de las Hogueras

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Carcasona, 1357. En los tiempos del papa Inocencio VI, en el sur de Francia, reina la peste y la Inquisición. La abadesa Marie Françoise va a ser juzgada bajo los cargos de herejía y brujería por haber realizado sanaciones mágicas y haber atentado contra el Papa. Para unos santa y para otros bruja.
El monje escriba Michel es el encargado de obtener su confesión antes de que sea condenada a la hoguera. Sin embargo, a medida que la abadesa avanza en su relato, Michel se va sumergiendo en un mundo mágico donde se enfrenta al bien y al mal, y en su corazón irá creciendo la imagen de una mujer santa, valiente y noble.

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Se aventuró tambaleante en la noche. A cada paso su angustia crecía. El incendio había sido un mal presagio. Las llamas la habrían devorado, y a Marie también, si Pierre no las hubiera salvado. Catherine había intentado, desde el primer día de su matrimonio, confiar en Ana Magdalena, incluso quererla como la madre que nunca había tenido, puesto que la suya había muerto al parirla. Todo daba para suponer que su suegra la apreciaba, pero en algunos momentos Catherine le tenía miedo. Ana Magdalena sabía demasiado acerca de las antiguas costumbres paganas, y aunque parecía muy devota de la Virgen María, nunca la llamaba por su nombre. La bona Dea, la bona Dea, una expresión italiana para designar a la Virgen. Pero eso significaba literalmente «la buena Diosa», y el cura de la aldea le había enseñado mucho tiempo atrás que María no era una diosa por derecho propio, sino una santa. Llamarla Diosa era un sacrilegio, y aunque se lo había comentado a Pierre, este solo había dicho que en Italia el término se utilizaba para María, que su madre era una buena mujer y que no quería oír nada más al respecto, dijera lo que dijese el cura.

Y además, no podía olvidar que Ana Magdalena sabía cosas antes de que fuera posible saberlas. La anciana intentaba ocultarlo, pero Catherine recordaba que había sonreído con suficiencia cuando le confió que esperaba tener un hijo varón, después de saber que estaba embarazada. Había visto un extraño fulgor en los ojos de la comadrona, y casi oído sus pensamientos: «Desees lo que desees, será una niña».

Y así había sido… y Ana Magdalena le había puesto el nombre de Sibilla. ¿Cree que soy retrasada mental?, pensó con repentina ira. ¿Cree que no sé que ese nombre significa vidente, bruja…? Y Pierre…

Pierre, cuya madre todavía insistía en llamarle Pietro después de tantos años de residir en Francia. ¿Pensaba que aún vivía en Italia? Catherine nunca había estado en ese país, pero lo imaginaba como un lugar sin ley donde reinaba el demonio y todas las mujeres practicaban la brujería. Gracias a Dios que el papado se ha instalado en Aviñón, pensó, y que el Santo Padre es francés…

Y Pierre, como siempre, había sido demasiado permisivo con su madre, y había dado el nombre de Marie Sybille a la niña.

Catherine hizo una pausa. Se hallaba en las afueras del prado, frente a los campos de trigo cosechados, sin saber adonde iba. Una vez más, gritó el nombre de su suegra. Una vez más, la respuesta fue el silencio.

Como guiada por una fuerza invisible, sus pies se desviaron hacia el olivar. En aquel momento, un terrible pensamiento se apoderó de ella: Dios la castigaba arrebatándole a su hija. Había pecado, ¿verdad? Había permitido que la comadrona utilizara encantamientos, llevara a cabo todas sus brujerías, para que ella, Catherine, tuviera un hijo sano. Sollozó a pleno pulmón y recordó que, dos días antes, había visto a Ana Magdalena depositar una bolsa de hierbas bajo la silla de parto.

Y Dios había enviado un fuego santo para quemarla, un fuego que había consumido las faldas de la bruja e incluso amenazado a Catherine y al bebé. Había sido una advertencia. ¡Dios!, rezó en silencio mientras las lágrimas escapaban de sus ojos. ¡Devuélveme a mi hija sana y salva, y mañana mismo la bautizaré! Nunca permitiré que esa mujer malvada vuelva a tocarla. La educaré como una devota cristiana…

Todas las historias de horror que había oído acerca de brujas acudieron a su imaginación, y provocaron que su llanto se intensificara: brujas malvadas que robaban bebés, los descuartizaban durante las misas negras ante el altar del demonio y después hervían los cuerpecitos desmembrados para obtener carne y sopa. Brujas que robaban bebés de sus cunas y chupaban su sangre y abandonaban sus cuerpecitos blancos como espectros. Niños hechizados, devueltos posteriormente a sus familias con el fin de que, ya crecidos, mataran a sus padres en nombre del demonio…

Catherine recordaba que, en ciertas ocasiones, había despertado y observado que Ana Magdalena había salido en plena noche. Cuando en una ocasión le preguntó al respecto, su suegra sonrió con pesar y dijo: «Ahora que soy vieja ya no duermo bien, y a veces salgo a pasear para cansarme».

¿Y si todas las historias eran verdaderas?

El miedo la impulsó hacia el lejano bosquecillo. De día, el lugar se consideraba santo, bendecido por la Virgen, pero de noche… pocos osaban penetrar allí, pues se rumoreaba que les embrujaba. Algunos decían que los duendes obraban su magia en la arboleda, profanaban el altar de María, realizaban toda clase de fechorías, y si alguien les sorprendía quedaba hechizado, condenado a vagar eternamente por el bosque.

Catherine no tardó en sentir un dolor sordo en el útero, y notó entre sus piernas una humedad pegajosa. Mareada, cayó de rodillas, jadeante. La hierba que había frente a ella empezó a dar vueltas. Cerró los ojos.

Cuando volvió a abrirlos, distinguió una figura (medio a oscuras medio iluminada) que corría hacia ella a la luz de la luna.

Ana Magdalena, con el bebé gimoteando en sus brazos.

– ¡Catherine! -la llamó, y la joven, al ver a la niña sana y salva, exhaló un suspiro de alivio.

– Mi bebé…

Extendió los brazos hacia la niña; un error, porque, mareada como estaba, cayó de bruces.

– Catherine… -Por fin, Ana Magdalena se arrodilló a su lado, con el bebé en sus brazos-. ¡Oh, Catherine, querida! Estás sangrando y temblando… ¿Por qué te has levantado?

Apoyó una fría mano sobre la frente de la joven, y su voz y su gesto fueron tan tiernos, que la joven se sintió avergonzada de haber dudado de ella. Y sin embargo…

Catherine miró los pies de su suegra y vio las manchas púrpura que los cubrían. Su decisión fue más fuerte que el mareo. Se enderezó y cogió a su hija.

Ana Magdalena no pasó por alto el significado de su mirada y su gesto. Empezó a explicarse de inmediato.

– No podía dormir, querida, y el bebé estaba inquieto. Para no despertarte a ti o a su padre, me la llevé de paseo para calmarla…

Catherine se bajó el camisón, y tras cierto esfuerzo, consiguió que la niña mamara. La anciana guardó silencio, y su nuera la ignoró con frialdad. Una repentina y agradable contracción suavizó el dolor de su útero. Y una extraña intuición la invadió. Miró a Ana Magdalena.

– Será bautizada mañana por la mañana -dijo con fría determinación.

– Imposible -replicó Ana Magdalena-. Mañana es demasiado pronto para que te levantes de la cama, aunque la hemorragia no se haya reproducido. Deberías quedarte en la cama una semana, como mínimo…

– Será bautizada mañana por la mañana -repitió con calma Catherine. Clavó los ojos en los de Ana Magdalena y supo que comprendía el significado de su mirada, aunque ella misma no acababa de comprenderlo por completo.

No será tuya, anciana, pensó. Es mía, y así será siempre, aunque tenga que alejarla de ambas.

Pero en los ojos de Ana Magdalena brillaba una determinación tan feroz como en los de Catherine, pues reclamaba al bebé para un Poder mucho más ancestral.

Por un momento, las dos mujeres se miraron en silencio. Luego, Magdalena se puso poco a poco en pie, y levantó a Catherine y al bebé.

– Ven, hija. Apoya el brazo sobre mis hombros, así… Poco a poco, poco a poco. Volvamos a casa.

Catherine sintió una punzada, pero no de miedo sino de remordimiento. Se habría esforzado en querer a esa mujer, confiar en ella, tener una madre por fin. Pero por el bien de su hija no se atrevía. Pues aunque Ana Magdalena le había hablado solo con ternura, y demostrado preocupación con sus últimas palabras, Catherine intuía el sentido oculto tras ellas, firme e inflexible: «Su nombre es Sibilla…».

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