Jeanne Kalogridis - En el tiempo de las Hogueras

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Carcasona, 1357. En los tiempos del papa Inocencio VI, en el sur de Francia, reina la peste y la Inquisición. La abadesa Marie Françoise va a ser juzgada bajo los cargos de herejía y brujería por haber realizado sanaciones mágicas y haber atentado contra el Papa. Para unos santa y para otros bruja.
El monje escriba Michel es el encargado de obtener su confesión antes de que sea condenada a la hoguera. Sin embargo, a medida que la abadesa avanza en su relato, Michel se va sumergiendo en un mundo mágico donde se enfrenta al bien y al mal, y en su corazón irá creciendo la imagen de una mujer santa, valiente y noble.

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– ¡Ayudadme, Diosa! -gritó.

Al punto, las llamas menguaron hasta que pudo ver las plácidas facciones de la estatua de madera. Ana Magdalena experimentó un inmenso alivio. No era un ataque del Mal, se dijo, sino la visión que había suplicado a la Diosa con el fin de aprender la magia más eficaz.

Calmó sus pensamientos. Con una fuerte ráfaga de viento, el fuego se retiró de los árboles, que volvieron a aparecer incólumes y verdes, y trazó un camino entre las hojas chisporroteantes y la tierra hasta formar un círculo alrededor de Ana Magdalena.

Aún sentía un gran dolor y por un instante el miedo aleteó en su interior como un pájaro que quisiera escapar. Luego se calmó, porque entre ella y el Enemigo se alzaba una mujer viva, en el lugar que había ocupado la estatua de madera.

Una mujer de pelo negro y lustroso, ojos oscuros como agua en un pozo. Joven y fuerte, con la nariz de su madre y los labios y la piel olivácea de su padre…

– Sibilla -susurró Ana Magdalena con voz temblorosa de alegría, experimentó felicidad y amor al ver a su nieta, crecida y hermosa, pero también estupor, porque el rostro de la mujer se hizo beatífico y translúcido, transformado por un resplandor interno.

– La Dea viva -murmuró Ana Magdalena, porque ningún rostro humano, mucho menos una estatua de madera, podía expresar una paz, un gozo y una compasión tan infinitas.

Sabía que su nieta había sido elegida para un gran destino, pero nunca había sabido esto: que Sibilla había sido escogida para convertirse en un Recipiente vivo.

Y en aquel momento el corazón de Ana Magdalena se abrió por completo a la compasión y lo abarcó todo: las llamas, el dolor, el destino que la Diosa eligiera para ella. Incluso al Enemigo acechante, el que en el fondo merecía mayor compasión.

Cuando sintió que su compasión se dirigía hacia los malévolos ojos verdes, empezaron a empequeñecerse cada vez más, al igual que su forma oscura, hasta que el ser adquirió el tamaño de un lobo pequeño, y después de un perro. Los ojos verdosos centellearon, perdieron intensidad y se apagaron.

Miedo, comprendió Ana Magdalena. El miedo era para el Mal como la carne para el lobo: lo alimentaba, aumentaba su fuerza. Al instante comprendió el muro que rodeaba el corazón de su nuera, y la sustancia de que estaba construido. Pese a la magia y a todas las plegarias de Ana Magdalena, el miedo de Catherine había expuesto a la niña al peligro.

De repente, Ana Magdalena volvió en sí y vio que estaba arrodillada sola en el oscuro bosquecillo de olivos, silencioso salvo por los ruidos de animales pequeños. La niña dormía en silencio ante sus rodillas. Levantó la vista hacia la familiar estatua de madera y sus labios esbozaron una sonrisa bondadosa.

– Me habéis enseñado estas cosas por un motivo, bona Dea. Permitidme que lo sepa.

Dos caminos se abren ante ti, dijo la Diosa, con una voz inconfundible y silenciosa en el corazón de Ana Magdalena. Uno es seguro; el otro está erizado de peligros. Tú debes decidir. Solo la magia más poderosa podrá transformar a la niña en lo que ha de convertirse, pero no puede aprenderla sola. Por eso, de entre todas las personas del mundo, la he confiado a tus cuidados. Este es tu destino, el motivo de que nacieras. ¿Tomarás la decisión por ella? ¿Por mí?

– Lo haré -susurró Ana Magdalena, con los ojos llenos de lágrimas fruto del amor y el dolor-. Lo haré. Que las dos hallemos el camino más seguro hasta vuestros brazos protectores…

Estuvo un rato arrodillada con la cabeza gacha, sobrecogida, con el corazón abierto a la Diosa. Luego se levantó y recogió el bebé.

Sibilla y ella continuarían viviendo con los padres de la criatura. ¿Para qué crear dolor entre ellos, cuando el Enemigo seguiría a la niña dondequiera que fuera? Además, Ana Magdalena sabía ahora cómo intentaría derrotar al Mal.

Y he de procurar con todas mis fuerzas desterrar el miedo de mi corazón. Que la Diosa me ayude a mantenerlo alejado.

Por fin, Ana Magdalena inclinó la cabeza ante la Diosa y empezó a caminar de vuelta entre los árboles.

Catherine se removía sin cesar en el lecho, bajo el hechizo de un sueño turbador: el bebé estaba llorando, un sonido débil como un ulular, y Catherine sentía que algo se agitaba en sus pechos hinchados, una humedad repentina. Le había subido la leche de nuevo, y era hora de dar de comer a la niña, la niña… ¿Dónde estaba la niña?

Ya no estaba en la cama y a su alrededor solo había penumbras. Por más que se esforzaba no podía distinguir al bebé, aunque lo había dejado a su lado.

Intentó gritar: Marie, cariño… ¿adonde te han llevado, pequeña? Pero la voz murió en su garganta. No podía emitir ningún sonido, solo agitar los brazos, ciega, indefensa, muerta de amor y miedo por su hija recién nacida.

Ante ella, entre la niebla remolineante, se materializó una forma oscura. Catherine parpadeó hasta reconocer a su suegra, con sus faldas negras y el cabello negro-azulado suelto hasta la cintura.

Llevaba en brazos a la niña.

Catherine extendió los brazos hacia su hija, pero Ana Magdalena alejó al bebé, riendo. Y cuanto más se esforzaba Catherine en recuperar al bebé, más lo alejaba Ana Magdalena, mientras se burlaba de ella.

– La niña es mía, Catherine. Fui yo quien procuró su concepción, y la cuidó en tu útero. Yo la di a luz.

– ¡No, no!-chilló Catherine-. ¡Mi bebé! ¡Dame a Marie!

Una carcajada sardónica.

– Su nombre es Sibilla.

Catherine despertó sobresaltada y se llevó la mano a los pechos, que estaban rezumando leche. Desde que había concebido a esta niña, sueños atroces e imágenes horrísonas la atormentaban, y siempre su suegra intentaba matar a la niña. Durante seis años había vivido en paz con Ana Magdalena, y hasta había llegado a quererla. Ahora, solo pensar en ella aterrorizaba tanto a Catherine que pensaba en huir, en abandonar a su adorado esposo y escapar con la niña. Ya lo habría hecho si el embarazo no la hubiera debilitado tanto.

A Aviñón, había decidido meses antes, aunque ignoraba por qué a esa ciudad. No conocía a nadie y nunca había estado. Pero era una ciudad santa, un pensamiento que la consolaba.

Volvió la cabeza hacia su marido en la oscuridad. Pierre dormía a su lado, con respiración lenta y tranquila.

Pero la niña, que había depositado entre ambos, había desaparecido.

Se incorporó de golpe, con el corazón martilleando en su pecho, y su primer pensamiento, veloz y horrible, fue que Pierre o ella se habían tumbado encima de la niña, que la habían aplastado y ahogado, pero no, no había señales de eso. La pequeña había desaparecido, así de sencillo. Volvió la cabeza hacia el rincón donde dormía Ana Magdalena, y vio que su suegra también había desaparecido.

Al punto recordó su sueño, y el pánico la embargó una vez más. Empezó a temblar. Así pues, todos sus temores eran reales: Ana Magdalena le había robado a su hija.

Emitió un leve sollozo y saltó de la cama, con una mueca de dolor cuando sus pies desnudos tocaron el suelo. Avanzó un paso y se sujetó los paños ceñidos en su entrepierna. El dolor era intenso, y Ana Magdalena la había advertido de que, si se movía mucho durante el día siguiente, la hemorragia podría reproducirse.

Con una mano contra el estómago (Catherine se sorprendió al descubrir que todavía estaba hinchado, pero blando y vacío) y la otra entre las piernas, se puso su sucio camisón y se tambaleó hacia la puerta entornada.

Se detuvo en el umbral y escudriñó la oscuridad.

– ¡Ana! -gritó con un susurro ronco-. ¡Ana Magdalena!

No hubo respuesta. La luna brillaba en el cielo. Distinguió las casas de los demás aldeanos y el lejano contorno del bosquecillo de olivos. En dirección contraria, tan lejos que parecía del tamaño de su pulgar, se cernía la ciudad amurallada de Tolosa.

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