Jeanne Kalogridis - En el tiempo de las Hogueras

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Carcasona, 1357. En los tiempos del papa Inocencio VI, en el sur de Francia, reina la peste y la Inquisición. La abadesa Marie Françoise va a ser juzgada bajo los cargos de herejía y brujería por haber realizado sanaciones mágicas y haber atentado contra el Papa. Para unos santa y para otros bruja.
El monje escriba Michel es el encargado de obtener su confesión antes de que sea condenada a la hoguera. Sin embargo, a medida que la abadesa avanza en su relato, Michel se va sumergiendo en un mundo mágico donde se enfrenta al bien y al mal, y en su corazón irá creciendo la imagen de una mujer santa, valiente y noble.

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Pietro estaba inmóvil, vacilante, todavía con la hoz en la mano, y sus grandes ojos reflejaban un indecible cansancio. Los ojos de su padre, que llevaba el mismo nombre, habían albergado el mismo agotamiento, recordó Ana Magdalena con nostalgia. Una de las cargas del campesino consistía en trabajar constantemente en los campos que arrendaba al grand seigneur, y también en los inmensos campos propiedad del grand seigneur. Esa clase de vida consumía las energías de un hombre, hasta que quedaba muy poca para la familia.

Tenía los ojos de su padre y la Visión de su madre. Pero a medida que Pietro se fue haciendo mayor y trabajó con su padre en los campos, su interés en la antigua Sabiduría disminuyó. Ana Magdalena no insistió. Su destino no era utilizar su don, sino transmitirlo a su única hija.

Ana Magdalena sonrió con ternura a su hijo, que dejó en el suelo la hoz y se quitó los zuecos de madera cubiertos de polvo.

– Catherine se encuentra bien, y está a punto de dar a luz.

Cuando las facciones de Pietro compusieron una sonrisa luminosa, Ana Magdalena contuvo el aliento. La expresión de su hijo era siempre tan solemne que nunca sabía lo que pensaba. Y en aquel momento se sintió deslumbrada por su luminosa sonrisa. El hombre avanzó hacia su esposa con las manos extendidas.

– Catherine, ¿es cierto? ¿Tendremos un hijo por fin?

– No lo sé -gimió ella-. Es horrible, horrible… Estoy tan cansada que creo que voy a morir… -se quejó con el rostro desencajado por el esfuerzo de contener un chillido.

Pietro se acuclilló a su lado.

– Oh, Cat. Grita, por favor. Sufro más cuando te veo comportarte con valentía…

La muchacha, con tal de complacerle, lanzó un chillido tan feroz que el hombre retrocedió, asustado.

Ana Magdalena se acercó al hogar para servirle un plato de estofado caliente, compuesto de calabaza, puerros y, a modo de celebración, pollo. Su estómago merecía un poco de carne, y Catherine también, en cuanto hubiera dado a luz. Pietro se sentó a la mesa y dejó que su madre le sirviera el estofado, acompañado de un trozo de pan. El hogar apagado aún irradiaba calor, pero por la ventana se coló una brisa fresca que dispersó el humo. La oscuridad llegó al mismo tiempo que la brisa, junto con un trueno que sobresaltó a Catherine, que movió la cabeza como una paloma asustada.

Ana Magdalena encendió la lámpara de aceite y la colocó con cuidado en el suelo, junto a la silla de parto, para poder ver al bebé cuando llegara. Al mismo tiempo, la joven empezó a llorar. Pietro, con semblante preocupado, se levantó y cogió su plato.

– Comeré fuera.

Salió a la oscuridad.

Ana Magdalena se arrodilló y palpó una vez más con dedos cariñosos y eficaces. El bebé estaba en la posición correcta, con el cordón umbilical lejos de su garganta.

– Hija, veo la cabeza del bebé, y todo va bien. Has de utilizar las fuerzas que te quedan para empujarlo hasta este mundo.

Mientras hablaba, una ráfaga de viento surcó la casa, agitó las ventanas y heló los huesos de Ana Magdalena, no a causa del frío sino por la maldad que arrastraba.

Diana, la bona Dea, protege a esta niña, rezó al punto, y en su mente fortaleció las barreras invisibles que rodeaban la casita, pero ya era demasiado tarde. Algo (una voluntad, una mente, una fuerza impía) había entrado. La mujer intuyó su presencia, tan cierto como que notó al viento evaporar el sudor de su cara y brazos. Pero ¿dónde estaba y qué era?

Antes de que Ana Magdalena pudiera buscar una respuesta, Catherine alzó la vista y la luz de la lámpara se reflejó en sus ojos, que proyectaron un malvado brillo verdeamarillento, como los de un lobo cuando se aventura cerca de una hoguera nocturna.

Ana Magdalena respiró hondo. Eran los ojos de su nuera, entornados a causa del dolor, se dijo, pero una presencia los había invadido, mortífera y burlona. Era imposible que hubiera sorteado todas sus precauciones, todas sus plegarias, encantamientos, y el círculo protector que rodeaba la casa. No obstante, allí estaba, audaz y desafiante.

– ¡Vete! -ordenó Ana Magdalena con furia. Y al punto, el brillo siniestro que alumbraba en los ojos de Catherine se transformó en una mirada de perplejidad y desdicha.

– ¿Qué? -gimió la muchacha.

– Nada, hija -respondió con ternura la comadrona-. Empuja…

Cogió las manos menudas y pálidas de Catherine entre las suyas, más grandes y morenas.

La joven madre, mientras lanzaba gritos guturales y estrujaba los dedos de Ana Magdalena, empezó a empujar. Al poco asomó un poco más la coronilla del bebé. De pronto, Catherine paró y chilló:

– ¡No puedo! No puedo… ¡Ayúdame, Madre de Dios!

– Ella te escucha y te ayudará -contestó Ana Magdalena, su mente concentrada en la niña que aguardaba su primer aliento-. Solo hace falta que empujes un poco más. Empuja un poco más, hija mía…

Sujetó de nuevo las manos de la joven.

– ¡No soy tu hija! -chilló Catherine con repentina fiereza. Su rostro se deformó hasta recordar al de una bestia, con ojos entornados y feroces-. ¡Tú me has hecho esto, vieja bruja! Sabías que era demasiado débil, que moriría a causa del parto, pero me diste pociones y encantamientos para que conservara al niño. ¡Deseas este niño para tus malvados propósitos!

Apartó las manos de Ana Magdalena de un manotazo, con una fuerza tan sorprendente que la mujer, de rodillas, perdió el equilibrio y cayó de costado.

La lámpara, pensó aterrorizada Ana Magdalena. Una fracción de segundo antes de tocar el suelo, intentó esquivarla con desesperación, pero ya era demasiado tarde…

Su hombro golpeó la lámpara y la derribó, de modo que el aceite se derramó sobre el suelo como una lengua de fuego líquido. El aceite que no se consumió de inmediato empapó las faldas negras de Ana Magdalena, que vio horrorizada cómo las llamas devoraban el dobladillo del vestido y corrían por el suelo hacia la silla de parto y hacia el nido de paja que había debajo, preparado para recibir al bebé.

Catherine no paraba de chillar, mientras agitaba brazos y piernas para rechazar las llamas, aunque Ana Magdalena no sabía si era de miedo, rabia o a causa de los dolores de parto, porque estaba enfrascada en apagar las llamas que habían consumido la mitad de sus faldas de viuda y amenazaban ahora su ropa interior.

– ¡Pietro! -chilló-. ¡Socorro, hijo mío!

Catherine, que había conseguido salir milagrosamente de la silla de parto, yacía de costado, al tiempo que gritaba:

– ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios…!

Pietro se materializó entre el humo negro y el fuego, con ojos desorbitados pero conservando la extraña serenidad que poseía desde la infancia. Ana Magdalena manoteó sus faldas y fragmentos de ellas salieron disparadas al aire convertidas en cenizas llameantes. Chilló cuando el calor chamuscó el vello de sus brazos y piernas. El dobladillo de su toca negra empezó a arder, pero lo arrancó de su cabeza y lo tiró a un lado.

Al instante, Pietro la envolvió con la única manta de lana que poseía la familia. En cuanto las llamas se apagaron, cogió la manta y corrió hacia el fuego que amenazaba a su esposa.

Indiferente a las quemaduras de sus pantorrillas, Ana Magdalena corrió hacia el hogar, cogió el cubo del agua y lo vertió sobre la llamarada en que se había transformado la silla de parto. El fuego se apagó con un penetrante siseo y una columna de humo se elevó. Pietro apagó las llamas restantes con la manta.

– ¡Auxíliala, madre! -gritó-. ¡El bebé ha nacido pero no emite ningún sonido!

Catherine yacía por fin en silencio, a excepción de su respiración entrecortada. De entre sus piernas colgaba un largo y ensangrentado cordón, y al final, tendido sobre el suelo, estaba el bebé: una niña de cabello oscuro perfectamente formada, con los puñitos enrojecidos, el rostro velado, el saco en que había pasado los últimos nueve meses manchado de sangre. Un amnios, comprendió Ana Magdalena, con un escalofrío que le puso carne de gallina pese al calor. Un presagio muy especial, la marca de la Diosa para señalar a un niño con doble Visión y doble destino.

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