Jeanne Kalogridis - En el tiempo de las Hogueras

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Carcasona, 1357. En los tiempos del papa Inocencio VI, en el sur de Francia, reina la peste y la Inquisición. La abadesa Marie Françoise va a ser juzgada bajo los cargos de herejía y brujería por haber realizado sanaciones mágicas y haber atentado contra el Papa. Para unos santa y para otros bruja.
El monje escriba Michel es el encargado de obtener su confesión antes de que sea condenada a la hoguera. Sin embargo, a medida que la abadesa avanza en su relato, Michel se va sumergiendo en un mundo mágico donde se enfrenta al bien y al mal, y en su corazón irá creciendo la imagen de una mujer santa, valiente y noble.

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Se arrodilló junto a la mujer postrada. Los antebrazos de Catherine descansaban sobre el suelo de tierra. Golpeó con un débil puño el suelo sembrado de paja. Ana Magdalena se inclinó y recogió el pelo de la parturienta, un velo rojodorado, hermoso y brillante pese al sudor, extendiéndolo sobre la espalda. La tradición advertía que traía mala suerte sujetar el pelo de una mujer que estaba dando a luz, y si bien Ana Magdalena, la comadrona más experta de Tolosa, no creía en dicha superstición, su nuera sí, y la confianza de la madre era de suprema importancia durante el parto.

Sobre todo en un primer parto, como este. Catherine parecía todavía joven, pero era vieja para la maternidad. Se había casado con Pietro hacía casi seis años, y seis veces se había quedado embarazada. Y seis veces, Pietro había consolado a su entristecida esposa, mientras Ana Magdalena cogía al diminuto nonato para enterrarlo en el olivar.

Seis veces, Ana Magdalena había confiado en que la visión inspirada por la bona Dea, la buena Diosa, se convirtiera en realidad: una niña destinada a ser una gran sacerdotisa como no se había visto en siglos, una niña que llegaría a ser mujer y salvaría a su pueblo, la Raza, gracias a los talentos recibidos. Una mujer dotada de una poderosa Visión…

La hija de un padre, había dicho la Diosa, y el hijo de una madre… Juntos salvarán a su pueblo del peligro que se avecina. Y tú serás la guía y maestra de la hija.

«¿Peligro?», había preguntado con humildad Ana Magdalena, acuciada por el pánico de repente. Pero no hubo respuesta. No le competía a ella saberlo, y no insistió ni se preocupó, solo experimentó la alegría de que le permitieran conocer a esta niña, su propia nieta, la hija de su amado hijo.

– Catherine -dijo con severidad mientras cogía un paño empapado en agua.

Cuando los dolores de la muchacha se calmaron y levantó al fin la vista, Ana Magdalena enjugó su cara y frente con firmeza y celeridad. Pese al calor, la muchacha temblaba. Se le puso la carne de gallina.

– ¡Madre, ayúdame! -gritó con tal sentimiento que Ana Magdalena, inmune desde hacía mucho tiempo a la angustia de las parturientas, se conmovió-. ¡No sé si estoy ardiendo de calor o helándome de frío!

La mujer acomodó de nuevo a la muchacha en la silla de parto y fue a la única mesa de la casa, donde una jarra de té de hierbas ya se había enfriado. Volvió al lado de Catherine y acercó la jarra a sus labios.

– Bebe, hija.

Catherine, suspicaz de repente, volvió la cara.

– ¿Cómo sé que no lo has embrujado?

Ana Magdalena soltó un suspiro de exasperación.

Estaba acostumbrada a las emociones vacilantes e inexplicables de las mujeres encintas, pero no a la desconfianza que Catherine había mostrado durante todo el embarazo.

– ¡Madre de Dios, Catherine! ¡Ya has bebido otras dos jarras del mismo té antes de esta! Es corteza de sauce con una hierba calmante. Apaciguará la fiebre y el dolor. ¡Bebe!

Pronunció la última palabra con tal énfasis que la chica se sometió con repentina docilidad, se sentó en la silla de parto y bebió un largo sorbo.

– Poco a poco -la advirtió Ana Magdalena-, a pequeños sorbos, de lo contrario…

Antes de que pudiera decir «te revolverá el estómago», Catherine sufrió arcadas y vomitó un poco de bilis amarillenta. Con una presteza fruto de la experiencia, Ana Magdalena consiguió apartar la jarra a tiempo. El vómito cayó sobre la pechera del camisón de Catherine, manchándolo desde los pechos al estómago. Era inútil lavarlo ahora, pensó Ana Magdalena. El camisón ya estaba manchado del líquido del parto, sangre y tierra del suelo.

Enjugó una vez más la cara de Catherine con el paño.

– Aguanta, corazón -le dijo-. Voy a echar un vistazo a la niña.

Se acuclilló en la paja manchada de sangre. La silla de parto permitía a Catherine sentarse con las piernas abiertas, y la espalda, cabeza y brazos bien apoyados. Estaba hecha de heno trenzado. Un haz sostenía su hueso caudal. Otros dos, colocados longitudinalmente, sostenían cada hueso pélvico, con un hueco del tamaño de un bebé entre ellos. Ana Magdalena introdujo una mano experta bajo el mojado y retorcido camisón de Catherine y palpó el pubis hinchado.

Los dolores eran constantes. El parto no debería tardar mucho, pero en caso necesario la comadrona practicaría la cirugía y liberaría al bebé del útero. Era lo bastante hábil para hacerlo sin perder a la madre o a la hija. Últimamente pocas comadronas conocían ese arte, pues los barberos y médicos de la ciudad se quejaban, afirmando que entraba dentro de sus especialidades, y no en las de ignorantes mujeres campesinas.

Sería analfabeta, pero dominaba la práctica que había elegido. Comprobó con sus dedos largos que sí, el bebé había caído. La cabeza aún no asomaba, pero ya no tardaría. La notó, justo debajo del hinchado sexo de la muchacha. Ana Magdalena sonrió cuando rozó con un dedo la blanda coronilla del bebé.

Rió, se secó las manos con el paño humedecido y lo tiró a un lado. Se arrodilló sobre la paja.

– ¡El bebé ya está aquí, Catherine, querida mía! -exclamó con júbilo-. ¡Aquí! He palpado su cabecita… Ya falta poco…

Había estado a punto de decir «la cabecita de la niña», lo cual habría sido una grave equivocación. Catherine ya sospechaba bastante de ella. La muchacha sabía, con un instinto que debía de ser la Visión reprimida, que a su suegra le habían enseñado la sabiduría de la Raza y que practicaba en secreto la Religión Antigua. Los cristianos rechazaban las viejas creencias y la Visión, pues afirmaban que las inspiraba el demonio.

Catherine era uno de ellos. Años atrás, cuando su hijo se enamoró de aquella belleza pelirroja, Ana Magdalena supo al instante que la muchacha poseía una Visión casi tan potente como la misma Ana Magdalena. La tragedia era que Catherine había sido educada en el cristianismo más estricto. No solo había aprendido a rechazar su don, sino que había llegado a temerlo.

No obstante, Ana Magdalena había autorizado el matrimonio y pensó: Seré como una madre para ella, y la tomaré como la hija que nunca he tenido, y la educaré en la enseñanza de los Sabios. También creyó que la Diosa bendecía la unión.

Pero tanto el temor de Catherine hacia la antigua Sabiduría como su don no habían menguado con los años. Ana Magdalena descubrió que no solo no podía abordar el tema con la muchacha, sino que ni siquiera podía referirse a la Sabiduría en su propia casa, aunque fuera de manera sutil, a menos que su nuera estuviera ausente. Aun así, Ana Magdalena la quería, y en los últimos seis años Catherine había parecido devolverle su amor y a confiar en su suegra, hasta que se quedó embarazada de aquel bebé en particular. Desde ese momento su desconfianza había aumentado hasta erigir una barrera alrededor de sus afectos.

Si su suegra hubiera admitido que sabía desde su concepción que el bebé sería una niña, Catherine hubiera corrido en busca del sacerdote del pueblo para denunciarla por bruja.

Bien, que lo haga, pensó Ana Magdalena. En ese caso tendrá que confesar que cuando supo que estaba embarazada por séptima vez vino a pedirme encantamientos. Por eso había un encantamiento de hierbas bajo la silla de parto, y otro de palabras pronunciadas sobre el té. Y había una protección mágica esparcida por toda la casa, magia demasiado sagrada para ser representada con hierbas o cánticos.

Un trueno retumbó en la distancia. Una brisa fría pero húmeda provocó que las ventanas golpearan con suavidad la pared de tierra. Los gritos de Catherine ahogaron esos sonidos.

Y pese a la importante tarea que tenía entre manos, la comadrona miró hacia la puerta abierta, pues sabía sin ver y sin oír que su hijo había aparecido en el umbral, con su blusa manchada de sudor y sembrada de trocitos de grano y tallos de trigo.

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