Collen McCullough - Angel

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Harriet Purcell tiene veintiún años y acaba de diplomarse como técnica en radiología. Con un sueldo más propio de un hombre en el Sidney de los años sesenta, desoye los consejos de su padre, quien le advierte que «sólo los locos, los bohemios y las prostitutas se atreven a vivir en Kings Cross». Así, decide independizarse y se muda a la casa de huéspedes de la señora Delvecchio, situada en ese barrio de mala nota. Allí descubre que su casera, a parte de los alquileres de sus extraños inquilinos, cuenta con otra fuente de ingresos mucho más provechosa: lee las cartas, el horóscopo y escruta las profundidades de su preiada bola de cristal…
Pero es la pequeña Flo, hija de la señora Delvecchio y médium en las sesiones que esta organiza, quien definitivamente roba el corazón de Harriet. A medida que la jóven se adentra en los secretos de los hombres, el amor y las cartas del tarot, va descubriendo también que seguir los dictados del corazón no siempre resulta fácil, y que proteger a quienes más amamos puede convertirse en la tarea más ardua.
Angel es el luminoso relato del despertar de una joven a la vida adulta. Una tierna y deliciosa historia de amor con los más divertidos y bohemios personajes…

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– Hola, tú debes de ser la famosa Harriet Purcell -dijo cuando estuvo cerca de mí, y me tendió una mano elegante, larga y delgada.

Yo estaba demasiado ocupada observándolo para aceptarla con la rapidez que hubiera correspondido.

– Me llamo Jim Cartwright -dijo «él».

¡Uaaah! ¡Una lesbiana! Mirándolo de cerca era evidente que Jim no era un hombre, ni siquiera un hombre afeminado. Aunque llevaba pantalones de varón -con cremallera en el frente en lugar de la abertura al costado- y una camisa color crema con los puños apenas doblados. Tenía un moderno corte de pelo masculino, ni el menor rastro de maquillaje, una nariz grande, y unos ojos grises muy delicados.

Estreche su mano y le dije que estaba encantada. Ella me soltó la mano riéndose en silencio de mí, tomó una petaca y unos papeles del bolsillo de la camisa y armó un cigarrillo a una sola mano con una destreza digna de Gary Cooper.

– Bob y yo vivimos en el segundo piso, justo encima de la leñora Dclvccchio Schwartz. ¡Una maravilla! Tenemos vista hacia este lado y hacia el frente.

Gracias a Jim obtuve más información acerca de La Casa como, por ejemplo, quién vive dónde. La señora Delvecchio Schwartz ocupa todo el primer piso, excepto la habitación del fondo que está justo encima de la sala de mi apartamento, alquilada por un anciano profesor llamado Harold Warner. Aunque cuando Jim me habló de él hizo una mueca que daba a entender que lo detestaba. Encima de Harold vive un «nuevo australiano» nacido en Baviera, un tal Klaus Muller que graba joyas para ganarse la vida y cocina y toca el violín como pasatiempo. Todos los fines de semana queda con sus amigos en las cercanías de Bowral, donde organizan unas barbacoas apocalípticas con cerdos, terneras y corderos enteros en el asador. Jim y Bob ocupan la mayor parte de ese piso, mientras que la buhardilla es propiedad de Toby Evans.

Jim esbozó una sonrisa burlona cuando pronunció su nombre.

– Es un artista… ¡Seguro que le gustas!

Arrojó el cigarrillo al cubo de la basura y comenzó a recoger la ropa que estaba colgada, así que la ayudé a doblar las sábanas y a acomodar todo prolijamente en la cesta. Entonces apareció Bob, caminando a toda prisa y refunfuñando. Llevaba zapatos bajos de cabritilla azul y sus piececillos se deslizaban como las patas de un ratón. Una muñequita de porcelana rubia, mucho más joven que Jim y vestida conforme al último grito en la moda femenina de cuatro años atrás: un vestido azul pastel con una amplia falda sostenida por seis enaguas almidonadas, la cintura ceñida y los pechos comprimidos en dos afiladas puntas que, como solían decir mis hermanos, significaban «¡No tocar!».

Bob explicó, nerviosa, que se le hacía tarde para tomar el tren y que no había taxis. Jim se inclinó para besarla. ¡Aquello sí que era un beso! Bocas abiertas, lenguas, gemidos de placer. Funcionó; Bob se tranquilizó. Con la cesta de la ropa apoyada en su inadecuada cadera, Jim la acompañó hasta el pasaje, dieron la vuelta a la esquina y desaparecieron.

Con la mirada clavada en el suelo, me dirigí a mi apartamento pensativa. Sabía que existían las lesbianas, pero nunca había conocido a ninguna, al menos de manera oficial. Seguramente habría unas cuantas entre las enfermeras solteronas de los hospitales, pero no lo demostraban. Era demasiado peligroso. Si tienes fama de serlo, tu carrera se puede arruinar definitivamente. ¡Y sin embargo Jim y Bob no lo ocultaban en absoluto! Eso significaba que, si bien a la señora Delvecchio Schwartz no le agradaba alquilar el apartamento de la planta baja a mujeres de vida alegre, no tenía ningún inconveniente en albergar a un par de lesbianas declaradas. ¡Bien por ella!

– ¡Buen día, querida! -exclamó alguien. Me sobresalté y miré hacia el sitio desde donde venía la voz. Era de una mujer y provenía de una de las ventanas de encaje malva del 17d. Las ventanas del 17d me intrigaban bastante, con sus cortinas de encaje malva y sus maceteros de geranios morados debajo. Le daban un efecto bastante agradable y, a la vez, un aire de hotel de dudosa reputación. Asomada a una de las ventanas, una joven desnuda de tupida cabellera teñida con henna se cepillaba enérgicamente el pelo. Sus pechos, grandes y ligeramente caídos, se balanceaban alegremente al ritmo del movimiento del cepillo y, entre los geranios, asomaba el extremo superior de su negro vello pubiano.

– ¡Buen día! -respondí.

– Te estás mudando, ¿eh?

– Sí.

– ¡Encantada de conocerte, nos vemos! -dijo, y cerró la ventana.

Mis primeras lesbianas y mi primera prostituta profesional. Después de eso, pintar me resultaba poco atractivo, pero seguí hasta que los brazos me quedaron doloridos y todas las paredes y el techo tuvieron su primera mano de pintura. Una parte de mí extrañaba la partida de tenis de todos los domingos con Merle, Jan y Denise. Sin embargo, trabajar con el pincel producía casi el mismo efecto que agitar la raqueta, así que por lo menos hice algo de ejercicio. ¿Habrá canchas de tenis cerca de Cross? Es posible, aunque dudo que muchos habitantes de la zona jueguen al tenis. Los juegos son bastante más serios por estos lares.

Al caer la tarde, alguien llamó a mi puerta. «¡Pappy!», pensé, pero luego me di cuenta de que no era su estilo. Era un golpe autoritario y enérgico. Cuando abrí y vi a David, se me cayó el alma a los pies. No esperaba que viniera, el muy cabrón. Entró antes de que lo invitara y examinó el lugar con cara de asco y desagrado, como un gato podría mirar si de pronto se encontrara en medio de un charco de orina con olor a cerveza. Mis cuatro sillas estaban en buen estado. Eran robustas, de madera, y todavía no había empezado a lijarlas. Así que le acerqué una con el pie y me apoyé sobre el borde de la mesa para poder observarlo desde arriba. Pero él no cayó en la trampa: se quedó de pie para mirarme a los ojos.

– Alguien está fumando hachís -dijo-. Se huele desde la entrada.

– Son las varillas de incienso de Pappy. ¡Incienso, David, incienso! Estoy segura de que un buen católico como tú debería reconocer su olor -respondí.

– Lo que reconozco es el libertinaje y la conducta disoluta.

No pude contenerme.

– El antro de perdición, querrás decir.

– Si te gusta esa frase, sí-dijo con frialdad.

Yo adopté un tono displicente y articulé las palabras como si no significaran nada.

– A decir verdad, sí, vivo en un antro de perdición. Ayer un agente de policía de la brigada antivicio vino a verme para asegurarse de que no era una mujer de la calle y esta mañana saludé a una de las refinadas profesionales de la casa de al lado que se asomó a la ventana completamente desnuda. También conocí a Jim y Bob, las lesbianas que viven dos pisos más arriba, y las vi besarse con mucha más pasión que la que tú me demostraste jamás. ¡Chúpate ésa!

El decidió cambiar de táctica. Cedió y me imploró que reconsiderara mi posición. Al finalizar su discurso sobre cómo las muchachas decentes debían quedarse en casa hasta que se casaran, dijo:

– ¡Yo te quiero, Harriet!

Entonces proferí una pedorreta tan estrepitosa que hizo retumbar la bombilla que pendía sobre mí. ¡De pronto lo comprendí todo!

– Tú, David -dije-, eres el tipo de hombre que elige deliberadamente una muchacha muy joven para poder moldearla según sus propias necesidades. Pero te ha salido el tiro por la culata, amigo. ¡En lugar de modelarme a mí, has roto tu preciado molde del demonio!

¡Oh, me sentía como si me hubieran abierto la puerta de la jaula! David siempre me había intimidado con sus discursos y sermones, pero esta vez sus prédicas me importaron un comino. Había perdido su poder sobre mí. Y qué astuto había sido al no darme jamás la oportunidad de juzgarlo a él como hombre, por sus besos, sus caricias o, ¡Dios nos libre!, su «miembro» que me podría enseñar para que yo lo inspeccionara… y qué menos, para que lo usara. Como es muy bien parecido, fuerte, y buen partido, seguí con él convencida de que el resultado final justificaría la espera. Ahora me doy cuenta de que ese era el resultado final. Nunca me iba a mostrar sus deficiencias como hombre y la única manera que tenía de asegurarse de que yo no las descubriera era impidiéndome que probara otra mercancía. Estaba totalmente equivocada. Lo que tenía que hacer no era deshacerme de David, sino de mi antigua personalidad. Y eso fue lo que hice en el preciso instante en que proferí aquella pedorreta.

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