Collen McCullough - Angel

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Harriet Purcell tiene veintiún años y acaba de diplomarse como técnica en radiología. Con un sueldo más propio de un hombre en el Sidney de los años sesenta, desoye los consejos de su padre, quien le advierte que «sólo los locos, los bohemios y las prostitutas se atreven a vivir en Kings Cross». Así, decide independizarse y se muda a la casa de huéspedes de la señora Delvecchio, situada en ese barrio de mala nota. Allí descubre que su casera, a parte de los alquileres de sus extraños inquilinos, cuenta con otra fuente de ingresos mucho más provechosa: lee las cartas, el horóscopo y escruta las profundidades de su preiada bola de cristal…
Pero es la pequeña Flo, hija de la señora Delvecchio y médium en las sesiones que esta organiza, quien definitivamente roba el corazón de Harriet. A medida que la jóven se adentra en los secretos de los hombres, el amor y las cartas del tarot, va descubriendo también que seguir los dictados del corazón no siempre resulta fácil, y que proteger a quienes más amamos puede convertirse en la tarea más ardua.
Angel es el luminoso relato del despertar de una joven a la vida adulta. Una tierna y deliciosa historia de amor con los más divertidos y bohemios personajes…

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Durante el almuerzo le pregunté a Pappy por él y le expuse mi teoría ortopédica.

– Duncan Forsythe -dijo ella sin vacilar-. Es el jefe del Servicio de Cirugía Ortopédica. ¿Por qué lo preguntas?

– Me echó una mirada de ésas… Ya sabes…

Pappy me miró fijamente.

– ¿De veras? Es raro que haya hecho algo así, no es uno de los donjuanes de Queens. Está felizmente casado y se le conoce como el jefe de servicio más amable de todo el hospital: un verdadero caballero. En el quirófano nunca tira de mala manera un instrumento, ni cuenta chistes verdes, ni regaña a su residente de primer año, por muy alborotador o indiscreto que sea.

Cambié de tema, aunque estoy segura de que no me había engañado. No me había desnudado con los ojos ni ninguna de esas tonterías que se dicen, pero la mirada que me echó era decididamente la que un hombre le dedica a una mujer. Y por lo que a mí respecta, es el hombre más atractivo que he visto en mi vida. ¡Jefe de servicio! Parece joven para ese cargo, no puede tener más de cuarenta.

El deseo de esta noche: Ojalá pueda volver a ver al señor Duncan Forsythe.

Sábado, 16 de enero de 1960

Por fin esta noche hablé del tema, durante la cena, y David estaba allí. El bistec con patatas fritas es el plato favorito de todo el mundo, aunque es una lata para mamá, que tiene que freír los bistecs en una sartén enorme y al mismo tiempo vigilar las patatas de la freidora. Gavin y Peter se engullen tres bistecs cada uno, y David puede llegar a comerse dos. El budín era de frutos secos cocidos al vapor con crema, muy popular, así que todos los comensales estaban de buen humor cuando mamá y la abuela trajeron la tetera a la mesa. Era el momento preciso para batear.

– ¿Sabéis qué…? -pregunté.

Nadie se molestó en responder.

– He alquilado un piso en Kings Cross y me iré a vivir allí.

Nadie abrió la boca, pero se hizo un silencio total. De repente cesaron el tintineo de las cucharas en las tazas, los sorbetones de la abuela, la tos de fumador de papá. Luego papá sacó su cajetilla de Ardaths, invitó a Gavin y Peter, y los tres encendieron sus respectivos cigarrillos con el mismo fuego. ¡Ooohh! ¡Eso no anunciaba nada bueno!

– Kings Cross -dijo papá al cabo de un momento, mirándome con frialdad-. Hija, eres idiota. Al menos, espero que no seas más que idiota. En Kings Cross sólo viven los idiotas, los bohemios y las fulanas.

– No soy una idiota, papá -dije armándome de valor-, no soy una fulana y tampoco una bohemia. A propósito, ahora a los bohemios se los llama beatniks. He conseguido un piso de lo más respetable en una casa de lo más respetable que, casualmente, está en el Cross, en la mejor parte del Cross, cerca de la avenida Challis. Podría decirse que es Potts Point.

– Potts Point es propiedad exclusiva de la marina australiana -dijo papá.

Mamá parecía a punto de llorar.

– ¿Por qué, Harriet?

– Porque tengo veintiún años y necesito un lugar para mí sola, mamá. Ahora estoy trabajando, tengo un buen sueldo, y en Kings Cross los pisos son baratos; tanto que podré vivir allí sin dejar de ahorrar para ir a Inglaterra el año que viene. Si me fuera a vivir a algún otro lugar, tendría que compartir mi espacio con dos o tres chicas más, y no creo que eso fuera mucho mejor que seguir en casa.

David no dijo una sola palabra. Se quedó ahí sentado, inmóvil, a la derecha de papá, mirándome como si me hubiera convertido en un monstruo de dos cabezas.

– Venga, chico listo, adelante -le dijo Gavin con un gruñido-. ¿No tienes nada que decir?

– No me parece buena idea -replicó David fríamente-, pero preferiría hablar con Harriet a solas.

– Pues yo admito -dijo Peter, y se inclinó para darme una palmada en el brazo- que necesitas más espacio, Harry.

Eso pareció decidir a papá, que lanzó un suspiro.

– Bien, no hay mucho que yo pueda hacer para que cambies de opinión, ¿no es así? Al menos está más cerca que la vieja madre patria. Si tienes algún problema, siempre puedo ir a rescatarte.

Gavin soltó una sonora carcajada, se inclinó hacia mí sobre la mesa embadurnándose la corbata de mantequilla, y me besó en la mejilla.

– ¡Bravo, Harry! -dijo-. Fin de la primera entrada, y todavía estás delante del portillo. ¡Ten el bate preparado para las bolas con efecto!

– ¿Cuándo decidiste todo esto? -preguntó mamá, parpadeando a más no poder.

– Cuando la señora Delvecchio Schwartz me ofreció el piso.

El nombre sonaba muy extraño para ser pronunciado en nuestra casa. Papá frunció el entrecejo.

– ¿La señora qué? -preguntó la abuela, que había mantenido todo el tiempo un aire de suficiencia.

– Delvecchio Schwartz. Es la dueña de la casa. -En ese momento recordé algo que no había mencionado-. Pappy vive allí, así fue como conocí a la señora Delvecchio Schwartz.

– Ya sabía yo que esa chica iba a ser una mala influencia para ti -dijo mamá-. Desde que la conociste no has querido saber nada más de Merle.

Levanté la barbilla.

– Es Merle la que no ha querido saber nada más de mí, mamá. Sale con un chico nuevo, y no tiene ojos más que para él. Sólo volverá a interesarse por mí cuando él la abandone.

– ¿Es un piso decente? -preguntó papá.

– De dos habitaciones. Compartiré el cuarto de baño con Pappy.

– No es higiénico compartir un cuarto de baño -dijo David.

Fruncí los labios.

– Aquí comparto un cuarto de baño, ¿lo sabías?

Eso lo hizo callar.

Mamá optó por hacer de tripas corazón.

– Pues… -dijo-, supongo que necesitarás algo de loza, cubiertos y utensilios de cocina. Ropa de cama. Puedes llevarte las sábanas que usas aquí.

Lo que dije lo dije sin pensarlo, me salió espontáneamente.

– No, no puedo, mamá. ¡Tengo una cama de matrimonio toda para mí! ¿No es fantástico?

Se quedaron todos mirándome boquiabiertos, como si se imaginaran que al pie de la cama de matrimonio hubiera una taquilla para vender billetes.

– ¿Una cama de matrimonio? -dijo David palideciendo.

– Pues sí, una cama de matrimonio.

– Las jóvenes solteras duermen en camas individuales, Harriet.

– Mira, David, puede que tengas razón -repliqué bruscamente-, ¡pero esta joven soltera va a dormir en una cama de matrimonio!

Mamá se puso de pie de un salto.

– Muchachos, ¡los platos no se lavan solos! -dijo con gracia-. Abuela, va a comenzar 77 Sunset Strip.

– ¡Majareta, majareta, préstame tu peine! -canturreó alegremente la abuela, balanceándose apenas-. Vaya, vaya, ¿quién lo hubiera dicho? ¡Harriet se muda y yo tendré un cuarto para mí sola! Creo que pondré una cama de matrimonio, ji, ji, ji…

Papá y mis hermanos recogieron la mesa en un abrir y cerrar de ojos y me dejaron a solas con David.

– ¿A qué viene todo esto? -preguntó él con los dientes apretados.

– Necesito intimidad.

– Tienes algo mejor que cualquier intimidad, Harriet. Tienes un hogar, y una familia.

Di un puñetazo sobre la mesa.

– ¿Por qué eres tan miope e imbécil, David? Comparto una habitación con la abuela y su bacinilla, ¡y no tengo dónde dejar mis cosas sin tener que recogerlas en cuanto termino de usarlas! Cualquiera de los espacios que tengo aquí lo ocupan también los demás. Así que ahora me voy a dar el lujo de tener mi propio espacio.

– En Kings Cross.

– Sí, ¡en el maldito Kings Cross! Donde los alquileres están al alcance de mi bolsillo.

– En una casa de inquilinato administrada por una extranjera. Una «nueva australiana».

Eso me mató, me reí en su cara.

– ¿La señora Delvecchio Schwartz una extranjera? No sólo es australiana, ¡tiene el acento más australiano que te puedas imaginar!

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