Collen McCullough - Angel

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Harriet Purcell tiene veintiún años y acaba de diplomarse como técnica en radiología. Con un sueldo más propio de un hombre en el Sidney de los años sesenta, desoye los consejos de su padre, quien le advierte que «sólo los locos, los bohemios y las prostitutas se atreven a vivir en Kings Cross». Así, decide independizarse y se muda a la casa de huéspedes de la señora Delvecchio, situada en ese barrio de mala nota. Allí descubre que su casera, a parte de los alquileres de sus extraños inquilinos, cuenta con otra fuente de ingresos mucho más provechosa: lee las cartas, el horóscopo y escruta las profundidades de su preiada bola de cristal…
Pero es la pequeña Flo, hija de la señora Delvecchio y médium en las sesiones que esta organiza, quien definitivamente roba el corazón de Harriet. A medida que la jóven se adentra en los secretos de los hombres, el amor y las cartas del tarot, va descubriendo también que seguir los dictados del corazón no siempre resulta fácil, y que proteger a quienes más amamos puede convertirse en la tarea más ardua.
Angel es el luminoso relato del despertar de una joven a la vida adulta. Una tierna y deliciosa historia de amor con los más divertidos y bohemios personajes…

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– Aún peor -replicó él-. ¿Una australiana que tiene un nombre mitad italiano y mitad judío? Lo menos que se puede decir es que se casó con alguien que no estaba a su altura.

– ¡Eres un maldito esnob! -exclamé, casi gritando-. ¡Un maldito fanático intolerante! ¿Qué tienen de superior los australianos? ¿O acaso no sabes que todos descendemos de una sarta de malditos convictos? ¡Al menos los «nuevos australianos» no llegaron aquí como presidiarios, sino porque lo decidieron libremente!

– ¡Con los números de las SS tatuados en los brazos, con tuberculosis o apestando a ajo! -gruñó él-. «Lo decidieron libremente», tienes razón. ¿Cómo no habrían de hacerlo si sólo tenían que comprar un billete de apenas diez libras subvencionado por el gobierno?

Eso fue demasiado. Di un salto y empecé a aporrearle furiosamente la cabeza, justo encima de las orejas. ¡Paf, paf, paf!

– ¡Vete a la mierda, David, vete a la mierda, cabrón! -grité. Y se largó, con una expresión que parecía decir que yo tenía uno de «esos días», y que no se daría por vencido.

Así están las cosas. Quiero a mi familia, son buena gente. Pero David es exactamente como lo describió Pappy: uno de esos estudiantes católicos estreñidos. Gracias a Dios, yo soy anglicana.

Miércoles, 20 de enero de 1960

He estado tan atareada que no he tenido tiempo para sentarme y escribir, pero las cosas se presentan favorables. Me las arreglé para convencer a papá y a mis hermanos de que no fueran a inspeccionar mi nueva morada (el domingo pasado fui a echar un vistazo y todavía no resistiría una inspección), y estoy trabajando como una mula para ordenar todas mis cosas y mudarme el sábado que viene. Mamá se ha portado muy bien. Tengo pilas de loza, cubiertos, ropa de cama y utensilios de cocina, y papá me dio cien libras con la excusa de que no quería que tocara mis ahorros para el viaje a Inglaterra y me pusiera a comprar cosas que, al fin y al cabo, tenía todo el derecho de recibir como ajuar. Gavin me regaló un maletín con herramientas y un multímetro, y Peter me cedió su «viejo» equipo de música de alta fidelidad explicándome que necesitaba uno nuevo. La abuela me regaló un frasco de agua de Colonia 4711 y un conjunto de tapetes que había tejido ella Blisma para mi ajuar.

En mi nuevo piso, hay una suerte de arcada entre el dormitorio y la sala de estar en lugar de una puerta, así que voy a usar parte de las cien libras que me regaló papá para comprar cuentas de vidrio y hacer con ellas una cortina que separe un cuarto del otro. Las hay de plástico, pero son horribles y suenan peor. Quiero algo que repique. De color rosa. Voy a tener un piso rosa porque es el único color que en Bronte nadie acepta. Y a mí gusta el rosa. Es cálido y femenino, y me levanta el ánimo. Además, se me ve bien con ese color de fondo, mucho más que con el amarillo, el azul, el verde o el carmesí. Soy demasiado morena.

Mi piso está sobre el pasaje al aire libre que hay junto a la habitación de Pappy y que conduce al lavadero y al patio trasero. Las habitaciones son grandes y tienen techos muy altos, pero lo demás es bastante rudimentario. El rincón en el que están el fregadero, la antigua cocina de gas y el frigorífico es imposible adecentarlo; así que llamé a Ginge, el jefe de camilleros en Ryde, y le pregunté si me podía conseguir un viejo biombo de hospital. «No hay problema», me dijo, y empezó a lamentarse de lo aburrido que era el lugar desde que yo me había ido. ¡Vaya estupidez! ¿Una técnica en radiología? El Hospital Ryde no es tan pequeño como para que echen de menos a alguien como yo. Ginge siempre fue dado a exagerar.

Ayer, la enfermera jefe vino a visitar el sector de radiología. ¡Una auténtica fiera! Si el jefe de servicio es Dios, la enfermera jefe está en pie de igualdad con la Virgen María, y creo que la virginidad es un requisito imprescindible para ese trabajo, así que la comparación no es caprichosa. Ningún hombre se atrevería con ella; para captar la atención de la enfermera jefe necesitaría hacer volar una paloma frente a su ventana. Siempre son como barcos con las velas desplegadas, aunque debo decir que la enfermera jefe de Queens es un buque muy estilizado. Con apenas treinta y cinco años, es alta y de buena planta, tiene el pelo de un rojo dorado, los ojos de color aguamarina y una cara hermosa. Por supuesto, el pelo no se le llega a ver totalmente por el tocado egipcio con velo que lo cubre, pero no cabe duda de que el color no proviene de un frasco de tinte. Aunque sus ojos podrían congelar una laguna tropical. Glaciales. Árticos. ¡Ooohh!

En realidad, me dio un poco de lástima. Es la reina del Queens, así que no le está permitido ser una mujer como las demás. Si alguien quiere dar una mano de pintura a una pared o pegar un póster para animar a los pacientes, la enfermera jefe decide cuál será el color de la pintura o si el póster puede colocarse y dónde. Usa un par de guantes blancos de algodón, y si bien no puede hacerlo en radiología (de hecho allí es la invitada de la Hermana Agatha), dondequiera que haya una enfermera ella pasa la punta de un dedo por los zócalos, los alféizares de las ventanas, lo que sea, ¡y que Dios ayude a la enfermera en cuyos dominios ese guante blanco quede apenas ennegrecido! Dirige a las enfermeras y a las asistentas de la limpieza, tiene tanta autoridad como el superintendente médico, y es miembro del Consejo Directivo del hospital, que según he averiguado está presidido por sir William Edgerton-Smythe, que es, casualmente, el tío de mi atractivo señor Duncan Forsythe. Ahora entiendo por qué llegó a ser el jefe del Servicio de Ortopedia a su edad. El tío debe de haberlo ayudado bastante. ¡Lástima! Viendo al señor Forsythe no diría que fuese uno de esos hombres que utilizan sus influencias para ascender. ¿Por qué los ídolos siempre tienen pies de barro?

En fin, me presentaron a la enfermera jefe, que me estrechó la mano durante la cantidad exacta de milésimas de segundo que exigen la cortesía y el rango. Mientras que cuando conocí a la Hermana Agatha ésta me miró atentamente, la enfermera jefe me sostuvo la mirada como lo hace la señora Delvecchio Schwartz; al parecer, vino a hablar sobre la compra de uno de esos sistemas rotativos para las salas de radiología, pero no pudo evitar hacer un recorrido por todo el sector.

El deseo de esta noche: Quiero dejar de pensar en Forsythe, el Rastrero.

Sábado, 23 de enero de 1960

¡Aquí estoy! ¡Instalada! Esta mañana contraté un camión de mudanzas y me trasladé junto con mis cajas de cartón atiborradas de cosas al 17c de la calle Victoria. El conductor era un buen hombre. No hizo ningún comentario fuera de lugar: le limitó a ayudarme a acarrear mis tesoros, recibió con agradecimiento la propina y salió a toda prisa a cumplir con su liguiente trabajo. Una de las cajas estaba cargada hasta lostopes con latas de pintura rosa -gracias por las cien libras, papá- y otra contenía un surtido de más o menos diez millones de cuentas de vidrio rosa. Busqué el bidón de éter (es bueno trabajar en un hospital y conocer las propiedades antisépticas del éter), mis trapos, mi cepillo de fregar y la lana de acero, y me dispuse a limpiar. La señora Delvecchio Schwartz me había dicho que lo limpiaría todo cuando me enseñó el piso, y la verdad es que no lo había hecho del todo mal, pero hay deposiciones de cucarachas por todas partes. Tendré que llamar otra vez a Ginge para pedirle que traiga un poco de su veneno para cucarachas. Las odio, están llenas de gérmenes; normal, viven en medio de la porquería, en alcantarillas y sumideros.

Fregué y refregué hasta que sentí la llamada de la Madre naturaleza; entonces salí a buscar el cuarto de baño que, según recordaba, estaba en el cobertizo del lavadero. No me sorprendió que la señora Delvecchio Schwartz no lo hubiese incluido en el recorrido. Tiene una estufa de cobre, a gas, con un medidor para las monedas, y dos descomunales tinas de cemento con un rodillo escurridor del año de la pera fijado al suelo. El cuarto de baño está detrás, en un rincón. Hay una vieja bañera a la que se le ha saltado la mitad del esmalte, y cuando le puse la mano encima se inclinó con un estruendo y estuvo a punto de volcar: le falta una de las cuatro patas. Eso se puede solucionar con un taco de madera, pero harían falta por lo menos varias manos de esmalte para restaurar su aspecto. Instalado sobre la pared, un calentador a gas proporciona agua caliente: otro medidor, más monedas. Puse el tapete de celosía directamente en una de las tinas del lavadero para dejarlo a remojo en éter. El retrete está en un minúsculo cuarto aparte y es una obra de arte en loza inglesa del siglo pasado: la taza está adornada por dentro y por fuera con pájaros y enredaderas en azul cobalto. La cisterna ocupa un lugar muy alto en la pared, desde donde conecta con la taza del retrete mediante un tubo de plomo, y también luce sus pájaros azules. Me acomodé con mucho cuidado sobre el viejo asiento de madera, aunque lo cierto es que está muy limpio. El retrete está tan alto que ni siquiera yo puedo hacer pis sin sentarme. La cadena tiene una perilla de la misma loza que la taza, y cuando tiré de ella, lo que salió fueron las cataratas del Niágara.

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