Colleen McCullough - El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino)

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El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino): краткое содержание, описание и аннотация

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En la Australia casi salvaje de los primeros años delsiglo XX, se desarrolla una trama de pasión ytragedia que afecta a tres generaciones. Una historia de amor ¿la que viven Maggie y el sacerdote Ralph de Bricassart? que se convierte en renuncia, dolor y sufrimiento, y que marca el altoprecio de la ambición y de las convenciones sociales. Una novela que supuso un verdadero fenómeno y que ha alcanzado la categoría de los clásicos.

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El trayecto de regreso a casa era muy largo, y hacía frío. Luke le había sacado un paquete de bocadillos y una botella de champaña al viejo Angus MacQueen, y, cuando habían recorrido unos dos tercios del camino de regreso, él detuvo el coche. La calefacción en los automóviles era entonces tan rara como hora en Australia, pero el «Rolls» la tenía; buena cosa para aquella noche, en que la escarcha tenía un grueso de cinco centímetros sobre el suelo.

– ¡Oh! ¿No es estupendo poder estar sentado aquí sin abrigo, en una noche como ésta? -dijo Meggie, sonriendo, tomando el vasito de plata plegable Heno de champaña, que le ofrecía Luke, y mordiendo un bocadillo de jamón.

– ¡Vaya si lo es! ¡Y qué bonita estás esta noche, Meghann!

¿Qué había en el color de sus ojos? A él no le gustaba normalmente el gris, por demasiado anémico, pero, al mirar ahora sus ojos grises, habría jurado que tenían todos los tonos de la parte azul del arco iris, violeta y añil, y el azul de un día claro, sobre un verde de musgo, con un atisbo de amarillo leonado. Y brillaban como lisas joyas medio opacas, encuadradas por unas pestañas largas y curvas que relucían como si hubiese recibido un baño de oro. Alargó una mano, pasó con delicadeza un dedo por una de las pestañas y luego contempló solemnemente la yema del dedo.

– ¿Qué haces, Luke? ¿Qué pasa?

– No he podido resistir la tentación de averiguar si tienes un bote de polvos de oro en tu tocador. ¿Sabes que eres la primera chica que he visto con oro de verdad en las pestañas?

– ¡Oh! -Se tocó un ojo, miró el dedo y se echó a reír-. ¿De veras? Pues no se cae.

El champaña le hacía cosquillas en la nariz y calentaba su estómago. Se sentía estupendamente.

– Tus cejas son también de oro y tienen la misma forma que una bóveda de iglesia, y tus cabellos parecen de oro verdadero… Siempre me imagino que serán duros como el metal, y después resultan suaves como los de un niño… Y también debes ponerte polvos de oro en la piel, por lo que brilla… Y tienes la boca más bella del mundo, hecha para besar…

Ella se le quedó mirando, ligeramente entreabierta la boca fresca y rosada, como el día de su primer encuentro; él alargó una mano y asió su copa vacía.

– Creo que necesitas un poco más de champaña -dijo, llenándola.

– Debo confesar que ha sido una buena idea detenernos y descansar un poco del viaje. Y gracias por haberle pedido los bocadillos y el vino al señor Mac-Queen.

El motor del gran «Rolls» zumbaba suavemente en el silencio, mientras salía el aire caliente por las aberturas, casi sin hacer ruido; dos rumores distintos y adormecedores. Luke se quitó la corbata y se desabrochó el cuello de la camisa. Sus abrigos estaban en el asiento de atrás, pues les habrían dado demasiado calor dentro del coche.

– ¡Oh! ¡Así está mejor! No sé quién inventó la corbata y dijo que había que llevarla para vestir bien; pero, si algún día me lo encuentro, lo estrangularé con su propio invento.

Se volvió bruscamente, bajó la cara sobre la de ella, y pareció que las curvas de sus labios se adaptaban exactamente, como piezas de un rompecabezas; aunque no la abrazaba ni la tocaba en ninguna otra parte, ella se sintió sujeta a él y su cabeza le siguió al echarse él atrás, como atrayéndola sobre su pecho. Él levantó ¡as manos y le sujetó la cabeza, para trabajar mejor en aquella boca enloquecedora, asombrosamente dócil. Suspiró y se abandonó a este único sentimiento, dueño al fin de aquellos labios de niña que tan bien se adaptaban a los suyos. Ella le rodeó el cuello con un brazo y hundió los temblorosos dedos en sus cabellos, mientras la palma de su otra mano descansaba sobre la suave y morena piel de la base del cuello. Esta vez, él no se apresuró, aunque antes de darle el segundo vaso de champaña, se había enardecido con sólo mirarla. Sin soltar la cabeza, le besó las mejillas, los ojos cerrados, el curvo hueso de las órbitas debajo de las cejas, y de nuevo las mejillas, porque eran sedosas, y de nuevo la boca, porque su forma infantil le volvía loco, le había enloquecido ya el primer día que la había visto.

Y el cuello, el hoyuelo de su base, y la piel del hombro, tan delicada y fresca y seca… Incapaz de detenerse, casi fuera de sí por el miedo a que ella le contuviese, apartó una mano de su cabeza y desabrochó la larga hilera de botones de la espalda del vestido, deslizó éste por sus brazos sumisos y después le bajó los tirantes de satén. Enterrando la cara entre su cuello y su hombro, apretó las yemas de los dedos sobre su espalda desnuda, y sintió sus pequeños temblores y las duras puntas de sus senos. Bajó la cara en una búqueda ciega y convulsiva de la blanda superficie, con los labios entreabiertos, apretándolos, hasta cerrarlos sobre la carne tensa… El viejo y eterno impulso, su preferencia particular, que nunca fallaba. Era bueno, bueno, bueno, ¡bueeeeeeno! No gritó, pero se estremeció un momento y tragó saliva para desatar un nudo en su garganta.

Soltó el pecho, como un bebé ahito, puso un beso de infinito amor y gratitud en el costado del seno, y permaneció inmóvil, salvo por el jadeo de su respiración. Sintió la boca de ella en sus cabellos y la mano debajo de su camisa, y de pronto pareció volver en sí y abrió los ojos. Se incorporó vivamente, subió los tirantes sobre los brazos de Meggie; después, el vestido, y por último, abrochó hábilmente los botones.

– Deberías casarte conmigo, Meghann -dijo, y su mirada era dulce y sonriente-. No creo que tus hermanos aprobasen lo que acabamos de hacer.

– Sí; creo que es lo mejor -convino ella, bajando los párpados y con un delicioso rubor en sus mejillas.

– Se lo diremos mañana por la mañana.

– ¿Por qué no? Cuanto antes, mejor.

– El domingo próximo te llevaré a Gilly. Veremos al padre Thomas, porque supongo que querrás casarte por la Iglesia, y arreglaremos lo de las amonestaciones y compraremos el anillo de boda.

– Gracias, Luke.

Bueno, esto fue todo. Ella había dado su palabra; no podía desdecirse. Dentro de unas semanas, el tiem po necesario para las amonestaciones, se casaría con Luke O'Neill. Sería… ¡la señora de Luke O'Neill! ¡Qué extraño! ¿Por qué había dicho sí? Porque él me dijo que debía hacerlo, él dijo que debía hacerlo. Pero, ¿por qué? ¿Para librarse él del peligro? ¿Para protegerse él, o para protegerme a mí? Ralph de Bricassart, a veces creo que te odio…

El incidente de! coche había sido sorprendente y turbador. En nada parecido a la primera vez. Tantas sensaciones buenas y terribles… ¡Oh, el contacto de sus manos! Aquel apretón electrizante de su pecho, que enviaba grandes ondas por todo su cuerpo. Y él lo había hecho precisamente en el momento en que su conciencia había echado la cabeza atrás, había avisado a la niña insensata que él le estaba quitando el vestido, que debía gritar, pegarle, echar a correr. Ya no amodorrada ni medio inconsciente por el champaña, por el calor y por el descubrimiento de que los besos eran deliciosos cuando se daban bien, su primer apretón en el pecho la había anonadado, había anulado el sentido común, la conciencia y toda idea de huida. Se había apretado contra el pecho de él, que la había estrechado contra su cuerpo con manos que parecían estrujarla, y ella sólo había sentido el deseo de permanecer así por el resto de sus días, sacudida hasta el fondo de su alma, esperando… Esperando, ¿qué? No lo sabía. En el momento en que él la había apartado, ella no había querido hacerlo, había estado casi a punto de arrojarse sobre éf como una salvaje. Pero esto había fortalecido su decisión de casarse con Luke O'Neill. Por no hablar de que estaba convencida de que lo que él le había hecho era lo que daba origen a los niños.

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