Colleen McCullough - El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino)

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El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino): краткое содержание, описание и аннотация

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En la Australia casi salvaje de los primeros años delsiglo XX, se desarrolla una trama de pasión ytragedia que afecta a tres generaciones. Una historia de amor ¿la que viven Maggie y el sacerdote Ralph de Bricassart? que se convierte en renuncia, dolor y sufrimiento, y que marca el altoprecio de la ambición y de las convenciones sociales. Una novela que supuso un verdadero fenómeno y que ha alcanzado la categoría de los clásicos.

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– ¡Paip! ¡Paip!

– Obreros que cuidan de la vía -le explicó la primera vez, al volver a sentarse.

Parecía dar por descontado que ella se sentía tan satisfecha y tan cómoda como él, y que la llanura costera por la que pasaban la fascinaba. En realidad, ella miraba sin ver, odiando aquella tierra antes de haberla pisado.

En Cardwell; los dos hombres se apearon y Luke fue a la tienda de pescado frito del otro lado de la carretera, frente a la estación, y volvió con un paquete envuelto en papel de periódico.

– Dicen que hay que probar el pescado de Cardwell para saber lo que es bueno, amor mío. El mejor pescado del mundo. Toma, pruébalo. Es tu primer bocado de auténtica comida de Bananaland. Te aseguro que no hay lugar mejor que Queensland.

Meggie contempló los grasientos trozos de pescado, se llevó el pañuelo a la boca y salió corriendo hacia el retrete. Cuando salió de allí, pálida y temblorosa, él la estaba esperando en el pasillo.

– ¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien?

– No me he encontrado bien desde que salimos de Goondiwindi.

– ¡Dios mío! ¿Por qué no me lo dijiste?

– ¿Por qué no te diste cuenta?

– Me pareció que estabas perfectamente.

– ¿Cuánto falta? -preguntó ella, cambiando de tema.

– De tres a seis horas, más o menos. Aquí, los horarios no son muy exactos. Ahora que se han ido esos patanes, tenemos sitio de sobra; échate y apoya los piececitos en mi falda.

– ¡Oh, no me hables como a una niña pequeña! -saltó ella, agriamente-. Habría sido mucho mejor que se apeasen en Bundaberg, ¡hace dos días!

– Vamos, Meghann, debes ser valiente. Ya falta poco. Sólo Tully e Innisfail, y después, Dungloe.

Estaba muy avanzada la tarde cuando se apearon del tren, y Meggie se agarró desesperadamente al brazo de Luke, demasiado orgullosa para confesar que era incapaz de andar debidamente. Él le preguntó al jefe de estación por un hotel barato, recogió los bultos y salió a la calle, seguido de Meggie, que se tambaleaba como si estuviese borracha.

– Está al final de la manzana, al otro lado de la calle -la consoló él-. Aquella casa blanca de dos pisos.

Aunque su habitación era pequeña y estaba llena a rebosar de grandes muebles Victorianos, a Meggie le pareció la gloria, al caer rendida sobre un lado de la cama de matrimonio.

– Descansa un rato antes de comer, cariño. Yo voy a orientarme un poco -dijo él, saliendo de la habitación tan fresco y tan tranquilo como la mañana de su boda.

Ésta se había celebrado el sábado, y ahora era jueves por la tarde; cinco días sentada en trenes atestados, sofocada por el humo de los cigarrillos y el hollín.

La cama oscilaba con monotonía y parecía seguir el ritmo y el traqueteo de las ruedas de acero al pasar sobre las juntas de los raíles; pero Meggie reclinó complacida la cabeza en la almohada y durmió, durmió.

Alguien le había quitado los zapatos y las medias y la había cubierto con una sábana; Meggie se agitó, abrió los ojos y miró a su alrededor. Luke estaba sentado en la ventana, con una rodilla encogida, fumando. Al moverse ella, se volvió a mirarla y sonrió.

– ¡Vaya una novia que estás hecha! Yo, esperando mi luna de miel, ¡y mi esposa durmiendo casi dos días seguidos! Me asusté un poco al no poder despertarte, pero el hotelero me dijo que el viaje en tren y la humedad suelen producirles esto a las mujeres. Dijo que te dejase dormir. ¿Cómo te sientes ahora?

Ella se incorporó, envarada, se estiró y bostezó.

– Me encuentro mucho mejor, gracias. ¡Oh, Luke! ¡Sé que soy joven y fuerte, pero soy una mujer! Físicamente, no puedo soportar el cansancio tanto como tú.

Él se sentó en el borde de la cama y le acarició un brazo, en simpático ademán de contricción.

– Lo siento; Meggie, lo siento de veras. No pensé en ti como mujer. No estoy acostumbrado a la compañía de una esposa; eso es todo. ¿Tienes apetito, querida?

– Estoy muerta de hambre. ¿Te das cuenta de que he estado casi una semana sin comer?

– Entonces, ¿por qué no tomas un baño, te pones un vestido limpio y vamos a echarle un vistazo a Dun-gloe?

Había un restaurante chino en la casa contigua al hotel, y allí llevó Luke a Meggie, para que probase por primera vez la comida oriental. Ella estaba tan hambrienta que cualquier cosa le habría parecido bueno, pero aquella comida era estupenda. Tampoco le importaba que la comida fuese a base de colas de rata, aletas de tiburón y tripas de gallina, como se rumoreaba en Gillanbone, que sólo tenía un restaurante dirigido por griegos que servían bistecs con patata? fritas. Luke había traído dos botellas de cerveza del hotel e insistió, en que ella bebiese un vaso, a pesar de que no le gustaba la cerveza.

– Al principio, debes- tener cuidado con el agua -le aconsejó-. La cerveza no te hará daño.

Después, la tomó del brazo y la llevó a dar un paseo por Dungloe, orgullosamente, como si fuese el dueño de la población. Y es que Luke había nacido en Queensland. ¡Y qué lugar era Dungloe! Tenía un aspecto y un carácter muy distintos de los de las poblaciones occidentales. Por su extensión, era probablemente como Gilly, pero, en vez de extenderse a lo largo de la calle mayor, había sido construida en ordenadas manzanas cuadradas y sus tiendas y sus casas estaban pintadas de blanco, no de color castaño. Las ventanas eran verticales, con ventilación en la parte superior, sin duda para captar mejor la brisa, y, siempre que era posible, los edificios eran descubiertos, como el cine, que tenía una pantalla, paredes con ventilación e hileras de sillas de lona, pero carecía de techo.

Alrededor de la ciudad, se extendía i'na verdadera selva. Las enredaderas y plantas trepadoras crecían por todas partes, en los postes, en los tejados, a lo largo de las paredes. Los árboles crecían en mitad de la calle, o tenían casas levantadas a su alrededor, o quizás habían crecido atravesando las casas. Era imposible saber qué había sido primero, si los árboles o las viviendas humanas, pues todo daba una impresión abrumadora de crecimiento vegetal loco y desordenado. Cocoteros más altos y más rectos que los eucaliptos de Drogheda agitaban su fronda sobre un profundo cielo azul; dondequiera que mirase Meggie, había una llamarada de color. Nada de tierra parda y gris. Todos los árboles parecían estar en flor: flores purpúrea, anaranjadas, escarlata, rosadas, azules, blancas.

Se veían muchos chinos con pantalones de seda negros, pequeños zapatos blancos y negros, calcetines blancos, camisa blanca con cuello de mandarín, y coleta colgando sobre la espalda. Los varones y las hembras se parecían tanto que a Meggie le costaba distinguirlos. Casi todo el comercio de la población parecía estar en manos de los chinos; unos grandes almacenes, mucho más opulentos que cualquier establecimiento de Gilly, llevaban un nombre chino: ah wong's, rezaba el rótulo.

Todas las casas estaban construidas sobre altos pilares, como la vieja residencia del mayoral en Drogheda. Con ello se pretendía conseguir la máxima circulación del aire, explicó Luke, e impedir que las termitas las derribasen al cabo de un año de su construcción. En la parte superior de cada pilar había una lámina de metal con los bordes vueltos hacia abajo; las termitas no podían doblar el cuerpo sobre estos bordes y, así, les resultaba imposible salvar el Obstáculo metálico e introducirse en la madera de la casa. Desde luego, se hartaban en los pilares; pero, cuando uno de éstos se pudría, era remplazado por otro nuevo. Mucho más fácil y más barato que levantar una nueva casa. La mayor parte de los jardines parecían selváticos… de bambúes y palmeras, como si los habitantes hubiesen renunciado a mantener un orden floral.

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