Colleen McCullough - El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino)

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El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino): краткое содержание, описание и аннотация

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En la Australia casi salvaje de los primeros años delsiglo XX, se desarrolla una trama de pasión ytragedia que afecta a tres generaciones. Una historia de amor ¿la que viven Maggie y el sacerdote Ralph de Bricassart? que se convierte en renuncia, dolor y sufrimiento, y que marca el altoprecio de la ambición y de las convenciones sociales. Una novela que supuso un verdadero fenómeno y que ha alcanzado la categoría de los clásicos.

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– Así solía ser, pero esos estúpidos tipos de Canberra terminaron con ello cuando dieron el voto a la mujer. Yo quiero que todo quede claro entre nosotros, Meghann, y por eso te digo cómo han de ser las cosas.

Ella se echó a reír.

– Está bien, Luke; eso no me interesa.

Lo había tomado como una buena y anticuada esposa; Dot no habría cedido tan fácilmente.

– ¿Cuánto tienes? -preguntó él.

– En este momento, catorce mil libras. Todos los años cobro otras dos mil.

El lanzó un silbido.

– ¡Catorce mil libras! ¡Uy! Es mucho dinero, Me-ghann. Será mejor que yo cuide de él en interés tuyo. La semana próxima veremos al director del Banco, y recuérdame que hay que decirle que todo lo que llegue en lo sucesivo hay que ponerlo a mi nombre. Ya sabes que no tocaré un solo penique. Será para comprar nuestra finca cuando llegue el momento. En los próximos años, los dos trabajaremos de firme y ahorraremos todo lo que ganemos. ¿De acuerdo?

Ella asintió con la cabeza.

– Sí, Luke..

Un simple descuido por parte de Luke estuvo a punto de dar al traste con la boda. Él no era católico. Cuando el padre Watty lo descubrió, levantó las manos horrorizado.

– ¡Dios mío, Luke! ¿Por qué no me lo dijo antes? ¡Menudo trabajo vamos a tener para convertirle y bautizarle antes de la boda!

Luke miró asombrado al padre Watty.

– ¿Quién ha hablado de convertirse, padre? Estoy muy contento no siendo nada; pero, si esto le preocupa, ponga que soy calathumpian o holy roller, o de la secta que quiera. Pero no me inscriba como católico.

Discutieron en vano; Luke se negó a pensar un momento en la conversión.

– No tengo nada contra el catolicismo ni contra el Eire, y creo que los católicos del Ulster lo pasan muy mal. Pero yo soy Orange, y no cambio de chaqueta. Si fuese católico y usted quisiera convertirme al me-todismo, reaccionaría de la misma manera. No censuro el hecho de ser católico, sino el cambiar de bando. Por consiguiente, tendrá que prescindir de mí en su rebaño, padre. Es mi última palabra.

– Entonces, ¡no puedo casarle!

– ¿Y por qué no? Si usted no quiere casarnos, veré si tampoco quieren hacerlo el reverendo de la Iglesia de Inglaterra o Harry Gough, el juez de paz.

Fee sonrió amargamente, recordando sus dificultades con Paddy y un sacerdote, pero ella había triunfado en aquella lucha.

– Pero, Luke, ¡yo tengo que casarme en la iglesia! -protestó Meggie, temerosa-. Si no lo hiciese, ¡viviría en pecado!

– Bueno, por lo que a mí atañe, vivir en pecado es mucho mejor que cambiar de chaqueta -replicó Luke, que a veces era curiosamente contradictorio; por mucho que deseara el dinero de Meggie, su terquedad no le permitía echarse atrás.

– ¡Oh, basta de tonterías! -dijo Fee, no a Luke, sino al sacerdote-. ¡Haced lo que hicimos Paddy y yo, y no discutamos más! El padre Thomas puede casaros en el presbiterio, si no quiere mancillar su iglesia.

Todos la miraron asombrados, pero sus palabras produjeron el efecto deseado; el padre Watty cedió y se avino a casarlos en el presbiterio, aunque se negó a bendecir el anillo.

La aprobación a medias de la Iglesia dejó a Meggie con el sentimiento de que estaba en pecado, pero no lo bastante para ir al infierno, y la vieja Annie, el ama de llaves de la rectoría, hizo todo lo posible para dar al despacho del padre Watty el aspecto de una capilla, con grandes jarrones de flores y muchos can-deleros de bronce. Pero la ceremonia fue incómoda, con el disgustado sacerdote dando a todos la impresión de que, si hacía aquello, era sólo para evitar el mal mayor de un matrimonio civil en otra parte. Ni misa nupcial, ni bendiciones.

Sin embargo, se celebró la boda. Cuando emprendieron el viaje a North Queensland, para una luna de miel un tanto retrasada por el tiempo que tardarían en llegar allí, Meggie era la señora de Luke O'Neill. Luke se negó a pasar la noche de. aquel sábado en el «Imperial», pues el tren para Goondiwindi salía únicamente una vez cada semana, el sábado por la noche, para enlazar con el correo de Goondiwindi a Brisbane el domingo. Éste les dejaría en Bris el lunes, a tiempo para tomar el expreso de Cairns.

El tren de Goondiwindi iba abarrotado. No había la menor posibilidad de intimidad, y permanecieron sentados toda la noche, porque el tren no llevaba coches camas. Hora tras hora, traqueteó el convoy en su errático recorrido hacia el Nordeste, deteniéndose interminablemente cada vez que el maquinista tenía ganas de tomar una taza de té, o un rebaño de corderos cruzaba la vía férrea, o le daba a aquél por charlar con un ganadero.

– Me pregunto por qué pronunciarán Guindiwindi en vez de Goondiwindi, si lo escriben de esta manera -comentó distraídamente mientras esperaba en el único lugar abierto de Goondiwindi en domingo, la horrible sala de espera pintada de verde de la estación, con sus duros bancos negros de madera.

La pobre Meggie estaba nerviosa e incómoda.

– ¡Qué sé yo! -suspiró Luke, que no tenía ganas de hablar y estaba muerto de hambre.

Como al día siguiente era domingo, no podían tomar siquiera una taza de té; así que tuvieron que esperar al domingo por la mañana, cuando el correo de Brisbane se detuvo a la hora del desayuno, para poder llenar sus vacíos estómagos y calmar su sed. Después, Brisbane, la estación de South Bris y el recorrido a través de la ciudad para llegar a la estación de Roma Street y tomar el tren de Cairns. Aquí descubrió Meggie que Luke había tomado dos asientos de segunda clase.

– ¡No andamos escasos de dinero, Luke! -dijo ella, cansada y afligida-. Si te olvidaste de ir al Banco, yo tengo en el bolso cien libras que me dio Bob. ¿Por qué no tomamos un compartimiento de primera clase con camas?

Él la miró, asombrado.

– ¡Pero si sólo son tres días y tres noches de viaje hasta Dungloe! ¿Por qué gastar dinero en un compartimiento de coche-cama, si somos jóvenes y vigorosos y no estamos enfermos? ¡No te morirás por ir sentada en un tren, Meghann! ¡Debías darte cuenta de que te casabas con un obrero vulgar y no con un maldito patrón!

Por consiguiente, Meggie se dejó caer en el asiento junto a la ventanilla que Luke le había reservado, y apoyó la barbilla temblorosa en la mano y miró por la ventanilla, para que él no advirtiese sus lágrimas. Él le había hablado como se habla a una niña irresponsable, y ahora empezaba a preguntarse si era realmente así como la consideraba. La rebelión empezó a agitarse en su interior, pero era un sentimiento débil y su orgullo le impedía rebajarse a una discusión. En vez de esto, se dijo que era la esposa de aquel hombre, y que esto era algo nuevo para él. Había que darle tiempo para acostumbrarse. Vivirían juntos, ella haría la comida, le remendaría la ropa, cuidaría de él, tendría hijos, sería una buena esposa. Recordó lo mucho que papá había apreciado a mamá, cuánto la había adorado. Había que darle tiempo a Luke.

Se dirigían a una población llamada Dungloe, a ochenta kilómetros escasos de Cairns, que era donde terminaba por el Norte la línea que recorría la costa de Queensland. Más de mil seiscientos kilómetros de vía estrecha, sobre la que avanzaba traqueteando el convoy, con todos los asientos ocupados, sin la menor posibilidad de echarse o estirarse. Aunque el campo estaba mucho más densamente poblado que Gilly y tenía mucho más colorido, no despertaba en Meggie ningún interés.

A la joven le dolía la cabeza, no tenía ganas de comer, y el calor era mucho más sofocante de lo que jamás hubiera sido en Gilly. El lindo vestido de novia, de seda rosa, estaba sucio del hollín que entraba por las ventanillas; su piel estaba empapada en un sudor que no quería evaporarse, y, peor que todas sus incomodidades físicas, tenía, el horrible sentimiento de que estaba a punto de odiar a Luke. Sin que, por lo visto, le cansara el viaje en absoluto, él seguía tranquilamente sentado,- charlando con dos hombres que se dirigían a Cardwell. Las únicas veces que miró en su dirección, fue para levantarse, inclinarse sobre ella con tan poco cuidado que Meggie tuvo que echarse atrás, y arrojar un periódico enrollado por la ventanilla a unos grupos hambrientos de hombres desharrapados que, alineados junto a la vía y empuñando martillos de acero, les gritaban:

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