Pues, aunque hacía tiempo que Luke había decidido que el objetivo de su vida era 100.000 acres de tierra en los alrededores de Kynuna o de Winton, y había perseguido tercamente este fin, lo cierto era que, en el fondo, prefería el dinero efectivo a los medios que eventualmente podían proporcionárselo; más que la posesión de tierras y el poder inherente a ella, le atraía la perspectiva de largas hileras de cifras en una cuenta bancaria a su nombre. No había sido Gnar-lunga ni Bingelly lo que había ambicionado desesperadamente, sino su valor en dinero efectivo. Un hombre que hubiese querido de verdad ser el amo de un lugar no le habría echado el ojo a Meggie Cleary, que no poseía tierra alguna. Ni habría amado tanto el duro trabajo físico como lo amaba Luke O'Neill.
El baile del salón de la Santa Cruz de Gilly era el que hacía tres entre los bailes a que Luke había llevado a Meggie en otras tantas semanas. Meggie era demasiado ingenua para sospechar las maniobras de él y cómo había conseguido algunas de las invitaciones, pero, regularmente, al llegar el sábado, él pedía las llaves del «Rolls» a Bob y llevaba a Meggie a algún lugar en un radio de doscientos cincuenta kilómetros.
Aquella noche hacía frío, y ella estaba de pie junto a una valla, contemplando un paisaje sin luna y sintiendo crujir la escarcha bajo sus pies. Se acercaba el invierno. Luke le rodeó la "cintura con un brazo y la atrajo hacia sí.
– Tienes frío -dijo-. Será mejor que te lleve a casa.
– No; me siento bien. Estoy entrando en calor -respondió ella, jadeando.
Sentía algo diferente en él, algo diferente en el brazo que le ceñía la espalda sin fuerza y de un modo impersonal. Pero era agradable apoyarse en él, sentir el calor que irradiaba su cuerpo, la diferente construcción de su estructura. A través de su gruesa chaqueta de punto, percibía la mano de él, que se movía en pequeños círculos cariñosos, como un masaje de prueba, interrogador. Si, llegados a este punto, ella decía que tenía frío, él se detendría; si no decía nada, él lo interpretaría como un permiso tácito para seguir adelante. Meggie era joven, y ansiaba saborear debidamente el amor. Éste era el único hombre que le interesaba, aparte de Ralph; luego, ¿por qué no averiguar cómo sabían sus besos? Sólo pedía que fuesen diferentes, ¡que no fuesen como los de Ralph!
Interpretando el silencio como muestra de conformidad, Luke apoyó la otra mano en el hombro de ella, la volvió de cara a él e inclinó la cabeza. ¿Era éste el sabor de una boca? ¡No era más que una especie de presión! ¿Qué debía hacer ella para indicar que le gustaba? Movió los labios bajo los de él, e inmediatamente se arrepintió de haberlo hecho. La presión aumentó; él abrió la boca, le obligó a abrir los labios con los dientes y la lengua y pasó ésta por el interior de su boca. Algo repugnante. ¿Por qué había sido tan distinto cuando Ralph la había besado? Entonces no había percibido nada nauseabundo; no había pensado nada, sólo se había abierto a él como una caja al ser pulsado un resorte secreto por una mano amiga. ¿Qué diablos estaba haciendo ahora él? ¿Por qué sentía este estremecimiento y se apretaba a él, cuando su mente deseaba furiosamente apartarse?
Luke había encontrado un punto sensible en su costado, y mantenía los dedos allí obligándola a retorcerse; hasta ahora, la cosa no la entusiasmaba. Entonces, él interrumpió su beso y aplicó los labios a un lado de su cuello. Esto pareció gustarle un poco más; le abrazó y jadeó; pero, cuando él deslizó los labios por su cuello y, al mismo tiempo, trató de descubrirle el hombro con la mano, ella le empujó con brusquedad y se echó rápidamente atrás.
– ¡Basta, Luke!
El episodio le había trastornado, le había producido cierta repulsión. Luke lo comprendió perfectamente al ayudarla a subir al coche, y lió un cigarrillo que le hacía mucha falta. Se consideraba un buen galán; hasta ahora, ninguna chica le había rechazado…, pero no eran damitas como Meggie. Incluso Dot MacPher-son, la hededera de Bingelly, mucho más arisca que Meggie, era tosca a más no poder, carecía de la elegancia de los internados de Sydney y de todas esas monsergas. A pesar de su buen aspecto, Luke estaba aproximadamente al mismo nivel del obrero corriente del campo en lo tocante a experiencia sexual; sabía poco de la mecánica del amor, aparte de su propio gusto, y nada de su teoría. Las numerosas muchachas con las que se había acostado no se habían mostrado reacias, dándole así la seguridad de que les gustaba; pero esto significaba que tenía que confiar en cierta cantidad de información personal, no siempre sincera. Una joven aceptaba la aventura amorosa con esperanza de casarse, cuando el hombre era tan atractivo y trabajador como Luke, pero no era probable que perdiese la cabeza sólo por complacerle. Y lo que más gustaba a un hombre era que le dijesen que él era el mejor de todos. Luke nunca había sospechado cuántos hombres, aparte de él mismo, se habían dejado engañar por esto.
Pensando todavía en la vieja Dot, que había cedido y hecho lo que quería su padre, después de que éste la tuviese encerrada una semana en el esquiladero con una res muerta y llena de moscas, Luke se encogió mentalmente de hombres. Meggie sería un hueso duro de roer, y no tenía que asustarla ni disgustarla. Los juegos y la diversión tendrían que esperar; esto era todo. La cortejaría, tal como ella evidentemente quería, con flores y atenciones, y sin demasiados juegos de manos.
Durante un rato permanecieron en silencio; después, Meggie suspiró y se retrepó en el asiento.
– Lo siento, Luke.
– Yo también lo siento. No quise ofenderte.
– ¡Oh, no! No me ofendiste, ¡de veras! Supongo que no estoy acostumbrada a esto… Me asusté, no me ofendí.
– ¡Oh, Meghann! -Él quitó una mano del volante y la apoyó en las de ella-. Mira, no te preocupes. Todavía eres una niña, y yo me precipité. Olvidémoslo.
– Sí -dijo ella.
– ¿No te besó nunca él? -preguntó Luke, con curiosidad.
– ¿Quién?
¿Había miedo en su voz? Pero, ¿por qué había de haberlo?
– Me dijiste que, una vez, habías estado enamorada; por consiguiente, pensé que conocías el asunto. Lo siento, Meghann. Hubiese debido comprender que, estando siempre tan ligada a una familia como la tuya, debió de tratarse de unos amores de colegiala por algún zoquete que ni siquiera se fijaría en ti.
¡Sí, sí, sí! ¡Que lo creyese así!
– Tienes toda la razón, Luke; no fue más que un capricho de colegiala.
Delante de la casa, él la atrajo de nuevo y le dio un beso suave y ligero, sin más complicaciones. Ella no le correspondió exactamente, pero dio a entender que le había gustado; y él se dirigió a la casa de los invitados muy contento de no haber estropeado sus planes.
Meggie se metió en la cama y contempló la suave aureola proyectada por la lámpara en el techo. Bueno, una cosa había quedado demostrada: no había nada en los besos de Luke que le recordasen los de Ralph. Y una o dos veces, hacia el final, había sentido un temblor de desmayada excitación, cuando él había hundido los dedos en su costado y cuando la había besado en el cuello. Era inútil comparar a Luke con Ralph, y ya no estaba segura de querer hacerlo. Era mejor olvidar a Ralph; no podía ser su marido. Y Luke sí que podía.
La segunda vez que Luke la besó, Meggie se comportó de un modo completamente distinto. Habían ido a una fiesta maravillosa en Rudna Hunish, límite te rritorial fijado por Bob a sus excursiones, y la velada se había desarrollado bien desde el principio. Luke estaba en su mejor forma, tan chistoso que la hacía desternillarse de risa, y se había mostrado cariñoso y atento durante toda la fiesta. ¡Y la señorita Carmichael, empeñada en quitárselo! Poniéndose en un plan en el que Alastair MacQueen y Enoch Davies no se atrevían a entrar, se había pegado a éstos y había coqueteado descaradamente con Luke, obligándole a sacarla a bailar para no pecar de descortés. Fue una cuestión de puro compromiso, un baile de salón, y precisamente un vals lento. Pero, en cuanto terminó la música, Luke volvió en seguida junto a Meggie y no dijo nada; sólo miró al techo con una expresión que reveló a las claras que la señorita Carmichael le aburría terriblemente. Y ella se lo agradeció; desde aquel día en que se había entremetido en la fiesta de Gilly, Meggie le tenía antipatía a la señorita Carmichacl. Nunca había olvidado cómo la había desdeñado el padre Ralph para ayudar a una niña a pasar un charco; y esta noche, Luke había adoptado la misma actitud. ¡Bravo! ¡Eres estupendo, Luke!
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