Pero, mientras se contemplaba en el espejo, pensó que podría ir a Gilly la próxima semana, cuando mamá hiciera el viaje acostumbrado, para visitar a la vieja Gert y encargarle unos cuantos vestidos nuevos.
Porque odiaba llevar este vestido; si hubiese tenido otro sólo un poquitín adecuado, se lo habría quitado en un segundo. Habían sido otros tiempos, otro hombre de cabellos negros, pero diferente, y el vestido estaba tan ligado a los sueños y al amor, a las lágrimas y a la soledad, que llevarlo para un hombre como Luke O'Neill le parecía casi una profanación. Pero se había acostumbrado a disimular lo que sentía, a aparecer siempre tranquila y exterior-mente feliz. Su autodominio la envolvía en una capa más gruesa que la corteza de un árbol, y a veces, por la noche, pensaba en su madre y se echaba a temblar.
¿Terminaría como mamá, privada de todo sentimiento? ¿Había empezado así mamá, en los tiempos del padre de Frank? ¿Y qué haría mamá, qué diría, si supiese que Meggie conocía la verdad sobre Frank? ¡Oh, aquella escena en la casa rectoral! Parecía que había sucedido ayer; la pelea entre Paddy y Frank, y Ralph agarrándola a ella con tanta fuerza que le hacía daño, y aquellas cosas horribles, pronunciadas a gritos. Todo coincidía. Meggie, cuando lo Supo, pensó que habría debido adivinarlo. Era ya lo bastante mayor para darse cuenta de que el hecho de tener hijos requería algo más de lo que solía pensar; alguna especie de contacto físico absolutamente prohibido a los que no estaban casados. ¡Qué vergüenza y que humillación debió sentir la pobre mamá por culpa de Frank! No era extraño que fuese como era. Si le hubiese ocurrido a ella, pensó Meggie, habría querido morir. En los libros, sólo las mujeres más bajas y ruines tenían hijos fuera del matrimonio; y sin embargo, mamá no era ruin, ni podía haberlo sido nunca. Meggie deseó con todo su corazón que su madre le hablara alguna vez de ello, o que ella pudiese reunir el valor suficiente para atreverse a preguntarle. Tal vez, de alguna manera, habría podido ayudarla. Pero no era fácil abordar a mamá, y ésta no daría nunca el primer paso. Meggie suspiró mirándose al espejo, esperando no verse jamás en un trance semejante.
Sin embargo, era joven, y en ocasiones como ésta, mientras se contemplaba con su vestido de cenizas de rosas, deseaba sentir, deseaba que la emoción la agitase como un viento fuerte y cálido. No quería andar atareada como un autómata durante el resto de su vida; necesitaba un cambio, y vitalidad y amor. Amor, y un marido y unos hijos. ¿De qué le servía suspirar por un hombre que nunca sería suyo? Él no la quería, no la querría nunca. Decía que la amaba, pero no como la amaría un marido. Porque estaba casado con la Iglesia. ¿Eran todos los hombres capaces de amar a una cosa inanimada, más de lo que podían amar a una mujer? No; no todos los hombres podían ser así. Tal vez los difíciles, los complicados, los que se debatían en mares de dudas y objeciones y argumentos. Pero tenía que haber hom bres más sencillos, hombres que pudiesen amar a una mujer más que a todo lo demás. Hombres como Luke O'Neill, por ejemplo.
– Creo que eres la chica más hermosa que jamás había visto -dijo Luke, poniendo el «Rolls» en marcha.
Meggie no estaba acostumbrada a los cumplidos; le miró de reojo, sorprendida, y no replicó.
– ¿No es estupendo? -preguntó Luke, sin acusar la falta de entusiasmo de ella-. Das vuelta a una llave, aprietas un botón del tablero, y el coche se pone en marcha. Sin tener que darle a la manivela y quedar rendido antes de que el motor le dé la gana de arrancar. Esto es vida, Meghann; no cabe la menor duda.
– ¿Quieres dejarme en paz? -dijo ella.
– ¡Por Dios que no! Has venido conmigo, ¿no? Esto quiere decir que eres mía para toda la noche, y no permitiré que nadie lo discuta.
– ¿Cuántos años tienes, Luke?
– Treinta. ¿Y tú?
– Casi veintitrés.
– ¿Tantos? ¡Si pareces una niña!
– Pues no lo soy.
– ¡Ya! ¿Te has enamorado alguna vez?
– Una.
– ¿Sólo una? ¿A tus veintitrés años? ¡Señor! A tu edad, yo me había enamorado al menos una docena de veces.
– Quizá yo habría hecho lo mismo, pero en Dro-gheda hay muy pocos hombres de los que enamorarse. Creo que tú fuiste el primer ganadero que me dijo algo más que «hola».
– Bueno, si no querías ir a los bailes, porque no sabes bailar, estabas fuera de órbita. Pero eso lo arreglaremos en un periquete. Antes de que termine la velada, sabrás bailar, y, dentro de unas semanas, tendremos una campeona. -Le echó una rápida mirada-. Pero no me digas que ninguno de los hacendados de por ahí te invitó nunca a un baile. Comprendo lo de los ovejeros, porque tú estás por encima de sus inclinaciones, pero algún joven patrono debe haberte mirado con ojos tiernos.
– Si estoy por encima de los ovejeros, ¿por qué me lo preguntas?
– Porque tengo la cara más dura del mundo -rió él-. Bueno, no cambies de tema. Más de un patán de Gilly te lo habrá pedido, ¿eh?
– Alguno -confesó ella-. Pero, en realidad, nunca tuve ganas de ir. Tú casi me has obligado.
– Entonces, los demás son idiotas perdidos -dijo él-. Yo aprecio las cosas buenas al primer vistazo.
No estaba segura de que le gustase demasiado el tono de Luke, pero lo malo era que nunca daba su brazo a torcer.
En el baile, había gente de toda clase, desde hijos e hijas de los hacendados hasta peones con sus mujeres, los que las tenian; criadas y amas de llaves, y habitantes del pueblo, de ambos sexos y de todas las edades. Las maestras de escuela, por ejemplo, aprovechaban estas oportunidades para confraternizar con los aprendices de ganaderos, los empleados de Banco y los verdaderos hombres de la dehesa.
El lujo reservado a otras fiestas más formales brillaba en éstas por su ausencia. El viejo Mickey O'Brien venía de Gilly para tocar el violín, y siempre había algunos mozos dispuestos a tocar el acordeón, turnándose en el acompañamiento de Mickey, mientras el viejo violinista permanecía horas enteras sentado en un barril o en una paca de lana, tocando sin descanso y babeando del colgante labio inferior, porque tenía pereza de tragar la saliva, cosa que tal vez le habría hecho perder el ritmo.
Tampoco eran los bailes que había visto en la fiesta de cumpleaños de Mary Carson. Éstos eran más enérgicos: bailes en corro, gigas, polcas, cuadrillas, contradanzas, mazurcas, Sir Roger de Coverleys, en que sólo se tocaban ligeramente las manos de la pareja o se giraba vertiginosamente. Faltaban el sentido de intimidad, de ensoñación. Todo el mundo parecía considerar aquellos bailes como un simple medio de evasión de sus frustraciones; las intrigas románticas se desarrollaban mejor al aire libre, lejos del ruido y del jaleo.
Meggie tardo poco en descubrir que era muy envidiada a causa de su arrogante pareja. El era blanco de tantas miradas lánguidas y seductoras como lo había sido antaño el padre Ralph, sólo que éstas eran más descaradas. Como lo había sido antaño el padre Ralph. Como lo había sido… ¡Qué terrible, tener que pensar en él empleando el más remoto de los tiempos del verbo!
Fiel a su palabra, Luke sólo la dejó una vez, el tiempo preciso para ir al lavabo. Enoch Davies y Liam O'Rourke estaban también allí, ansiosos por rempla-zarle junto a Meggie. Pero él no les dio la menor oportunidad de hacerlo, y la propia Meggie parecía demasiado aturrullada para saber que tenía perfecto derecho a aceptar invitaciones a bailar por parte de personas distintas de su acompañante. Ella no oyó los comentarios; Luke sí que los oyó, y se rió para sus adentros. ¡Qué desfachatez la de aquel tipo! Un simple ovejero, ¡y les birlaba la chica ante sus propias narices! Pero las censuras no significaban nada para Luke. Ellos habían tenido su oportunidad; si la habían desperdiciado, ¡tanto peor para ellos!
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