Colleen McCullough - El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino)

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El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino): краткое содержание, описание и аннотация

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En la Australia casi salvaje de los primeros años delsiglo XX, se desarrolla una trama de pasión ytragedia que afecta a tres generaciones. Una historia de amor ¿la que viven Maggie y el sacerdote Ralph de Bricassart? que se convierte en renuncia, dolor y sufrimiento, y que marca el altoprecio de la ambición y de las convenciones sociales. Una novela que supuso un verdadero fenómeno y que ha alcanzado la categoría de los clásicos.

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En el transcurso de los años, Bob había adquirido acento australiano y arrastraba las palabras, pero lo compensaba abreviando sus frases. Rayaba ya en la treintena, y, para disgusto de Meggie, no daba señales de haberse encaprichado de ninguna de las chicas casaderas que había conocido en las pocas fiestas a las que había asistido por pura cortesía. En primer lugar, era sumamente tímido, y, además, parecía entregado por completo a la tierra, la cual amaba, por lo visto, con exclusión de todo lo demás. Jack y Hughie se parecían cada día más a él; en realidad, habrían podido pasar por trillizos, cuando se sentaban juntos en uno de los duros bancos de mármol, que eran los que encontraban más cómodos para relajarse en casa. Lo cierto es que preferían acampar en la dehesa, y, cuando dormían en casa, se tumbaban en el suelo de.sus habitaciones, temerosos de ablandarse en le cama. El sol, el viento y el ambiente seco, habían curtido su piel blanca y pecosa, dándole un aspecto de caoba moteada, sobre la que brillaban pálidos y tranquilos sus ojos azules, cercados de profundas arrugas que delataban su costumbre de mirar a lo lejos con los párpados entornados, sobre la hierba amarillenta y plateada. Era casi imposible adivinar la edad que tenían y quién era el más viejo o el más joven de los tres. Todos tenían la nariz romana y el rostro amable y simpático de Paddy, pero su complexión era superior a la de éste, que andaba encorvado y tenía los brazos demasiado largos, después de tantos años de trabajar como esquilador. Ellos, en cambio, tenían la apostura elegante y desenvuelta de los hombres acostumbrados a montar a caballo. Pero ni las mujeres, ni las comodidades y placeres de la vida, parecían interesarles.

– ¿Es cacado el nuevo mozo? -preguntó Fee, trazando unas pulcras líneas con una regla y una pluma mojada en tinta roja.

– No lo he preguntado. Lo sabré mañana cuando venga.

– ¿Cómo llegará hasta aquí?

– Lo traerá Jimmy; éste va a ver aquellos viejos carneros de Tankstand.

– Bueno, esperemos que se quede algún tiempo. Aunque, si no está casado, supongo que se marchará dentro de unas semanas. Esos ganaderos son un desastre -comentó Fee.

Jims y Patsy estudiaban en el internado de River-view, y confiaban en que, cuando cumpliesen los catorce años reglamentarios, no permanecerían un minuto más en el colegio. Esperaban ansiosamente el día en que podrían salir a la dehesa con Bob, Jack y Hughie; entonces, la familia se bastaría para cuidar de Drogheda, y los forasteros podrían llegar y marcharse cuando quisieran. La pasión familiar por la lectura no hacía que sintiesen más afición por el colegio; un libro podía llevarse también en la silla de montar o en un bolsillo de la chaqueta, y su lectura era mucho más agradable a la sombra de un winga, al mediodía, que en una clase de los padres jesuítas. El pensionado había sido para ellos un cambio muy duro. Las aulas de grandes ventanales, los espaciosos y verdes campos de juego, los espléndidos jardines y las comodidades del lugar, significaban muy poco para ellos, lo mismo que Sydney con sus museos, sus salas de conciertos y sus galerías de arte. Habían intimado con los hijos de otros ganaderos, y se pasaban las horas de ocio añorando su casa o jactándose de la extensión y del esplendor de Drogheda ante unos crédulos oídos; todo el mundo, al oeste de Burren Junction, había oído hablar de la poderosa Drogheda.

Pasaron varias semanas antes de que Meggie viese al nuevo ganadero. Su nombre había sido debidamente registrado en los libros: Luke O'Neill; y ya se hablaba mucho más de él de lo que solía hablarse de sus semejantes en la casa grande. Por ejemplo, se había negado a dormir en los barracones de los mozos y se había instalado en la última casa vacía cercana al torrente. Por otra parte, se había presentado él mismo a la señora Smith y se había granjeado la simpatía de la dama, a pesar de que no solían gustarle los ganaderos. Meggie sentía curiosidad por él, mucho antes de conocerle.

Como ella guardaba la yegua castaña y el capón negro en la caballeriza, y no en los corrales de los caballos de labor, y como salía por las mañanas más tarde que los hombres, pasaba mucho tiempo sin que tropezase con ninguno de los obreros contratados. Pero al fin se encontró con Luke O'Neill una tarde de verano, cuando el sol brillaba rojo sobre los árboles y las sombras avanzaban en busca del amable olvido de la noche. Ella volvía de Bo-rehead y se dirigía al vado del torrente, mientras que él venía del Sudeste y más allá, y también se encaminaba al vado.

A él le daba el sol en los ojos, y por eso le vio ella primero; observó que montaba un bayo grande y resabiado, de crin y cola negros, con manchas blancas. Conocía bien al animal, porque una de sus funciones era distribuir los caballos de labor, y precisamente le había extrañado ver muy poco a aquel caballo en los últimos días. No le gustaba a ninguno de los hombres, y éstos evitaban montarlo siempre que podían. Por lo visto, no le ocurría lo mismo al nuevo mozo, y esto indicaba que era buen jinete, pues el animal era de cuidado y tenía la costumbre de morder al jinete en cuanto éste se apeaba.

Era difícil calcular la estatura de un hombre montado a caballo, pues los ganaderos australianos empleaban pequeñas sillas inglesas, desprovistas del alto borrén y de la perilla de las sillas americanas, y, además, montaban con las rodillas dobladas y el cuerpo muy erguido. El nuevo trabajador parecía alto, pero como, a veces, la altura residía en el tronco y las piernas eran desproporcionadamente cortas, Meg-gie prefirió no hacer juicios prematuros. En todo caso, y a diferencia de la mayoría de los ganaderos, el hombre prefería la camisa blanca y el pantalón blanco de algodón a la camisa de franela gris y ei pantalón del mismo color; un poco dandy, pensó, divertida. Mejor para él, si no le importaba lavar y planchar con frecuencia.

– ¡Buenos días, señora! -gritó él, al acercarse, quitándose el viejo y raído sombrero gris y poniéndoselo de nuevo sobre la coronilla, con aire de truhán.

Al llegar junto a Meggie, sus alegres ojos azules la miraron sin disimular su admiración.

– Bueno, ya veo que no es la señora; por consiguiente, debe de ser su hija

– dijo-. Yo soy Luke O'Neill.

Meggie murmuró algo, pero se resistió a mirarle de nuevo, confusa e irritada hasta el punto de no poder pensar una adecuada contestación superficial. ¡Oh, no había derecho! ¿Cómo podía alguien atreverse a tener una cara y unos ojos tan parecidos a los del padre Ralph? En cambio, su manera de mirarla era distinta; había en ella diversión, pero no amor. Desde aquel primer día en que había visto al padre Ralph arrodillándose en el polvo del patio de la estación de Gilly, Meggie había descubierto amor en sus ojos. Y ahora miraba sus ojos, ¡y no le veía a el!. Era una broma cruel, un castigo.

Ignorando los pensamientos de la joven, Luke O'Neill mantuvo su bayo junto a la mansa yegua de Meggie, mientras vadeaban el torrente, que todavía bajaba caudaloso a causa de la lluvia. Desde luego, ¡la chica era una belleza! ¡Y qué cabellos! Lo que no era más que barbas de mazorca de maíz en las cabezas de los varones Cleary, era un adorno precioso en este pimpollo. ¡Si al menos le dejase ver mejor su cara! Y entonces pudo verla, y su mirada, bajo las cejas juntas, tenía una expresión extraña; no precisamente de desagrado, como si tratase dé ver en él algo que no podía ver, o como si hubiese visto algo que habría preferido no ver. Vete a saber lo que sería. Pero, de todos modos, parecía inquietarla. Luke no estaba acostumbrado a verse sopesado por una mujer, y esto representó una novedad para él. Pillado naturalmente en una trampa de cabellos de oro crepuscular y de ojos dulces, mostró un interés que no hizo más que aumentar la inquietud y el disgusto de la joven. Sin embargo, seguía observándole, ligeramente abierta la roja boca, con unas diminutas gotas de sudor sobre el labio superior y sobre la frente, pues el calor apretaba, y con las rojizas cejas arqueadas en una muda interrogación.

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