– No necesito ningún recordatorio tuyo, Meggie, ni ahora, ni nunca. Te llevo en mi corazón, bien lo sabes. No puedo ocultártelo, ¿verdad?
– Pero, a veces, no está de más un recordatorio -insistió ella-. Se le puede mirar de vez en cuando, y entonces se recuerdan cosas que, de otro modo, se habrían olvidado. Llévesela, padre; por favor.
– Me llamo Ralph -dijo él.
Abrió su maletín y sacó su voluminoso breviario, encuadernado con ricas tapas de madreperla. Su difunto padre se lo había regalado el día de su ordenación, hacía trece años. Las páginas se abrieron en el sitio marcado por una ancha cinta blanca; volvió unas hojas más, depositó la rosa y cerró el libro.
– Ahora quieres un recuerdo mío, ¿verdad, Meggie?
– Sí.
– Pues no te lo daré. Quiero que me olvides, quiero que mires a tu alrededor y encuentres un hombre bueno, te cases con él y tengas los hijos que tanto deseas. Tú has nacido para ser madre. No debes aficionarte a mí, porque sería mala cosa. Yo no puedo dejar la Iglesia, y voy a serte completamente franco, por tu bien. No quiero dejar la Iglesia, porque no te amo como te amaría un marido, ¿comprendes? ¡Olvídame, Meggie!
– ¿No me dará un beso de despedida?
Por toda respuesta, el sacerdote montó en el caballo del posadero y se dirigió a la puerta antes de calarse el viejo sombrero de fieltro. Sus ojos azules Brillaron un momento; después, el caballo salió bajo la lluvia y emprendió de mala gana el camino de regreso a Gilly. Ella no intentó seguirle, sino que permaneció en la penumbra del húmedo establo, respirando el olor a heno y a estiércol; le recordaba el henil de Nueva Zelanda, y Frank.
Treinta horas más tarde, el padre Ralph entró en el despacho del legado pontificio, cruzó la estancia para besar el anillo de su superior, y se dejó caer cansadamente en un sillón. Sólo al sentir la mirada de aquellos ojos amables y omniscientes, se dio cuenta de lo raro que debía de ser su aspecto y comprendió por qué la gente le había mirado extrañada al apearse del tren en la estación central. Sin acordarse de la maleta que le guardaba eJ padre Watty Thomas en la casa rectoral, había tomado el correo de la noche en el último minuto y había viajado casi mil kilómetros en un tren helado, sin más ropa que la camisa, el pantalón y las botas de montar, calado hasta los huesos, pero sin sentir el frío. Ahora se contempló a sí mismo, con burlona sonrisa, y miró después al arzobispo.
– Lo siento, Eminencia. Pero han ocurrido tantas cosas que ni siquiera he pensado en el extraño aspecto que debo tener.
– No se disculpe, Ralph. -A diferencia de su predecesor, prefería llamar a su secretario por su nombre de pila-. Su aspecto es romántico y audaz. Aunque tal vez demasiado secular, ¿no cree?
– Conforme en lo de secular. En cuanto a romántico y audaz, Eminencia, se ye que no está usted acostumbrado a lo que es corriente en Gillanbone.
– Mi querido Ralph, supongo que aunque se vistiese de estameña y se cubriese la cabeza de ceniza, parecería romántico e intrépido. Sin embargo, e! traje de montar le sienta bien. Casi tan bien como la sotana, y no me diga que no se ha dado cuenta de que le está mejor que el traje negro clerical. Tiene una manera peculiar y atractiva de moverse, y conserva su buena figura; creo que siempre la conservará. Y también creo que, cuando me llamen de nuevo a Roma, le llevaré conmigo. Me gustará ver el efecto que produce en nuestros bajos y gordos prelados italianos. Un gato reluciente entre los gordos y asustados palomos.
¡Roma! El padre Ralph se incorporó en su sillón.
– ¿Fue muy grave lo ocurrido allí, Ralph? -preguntó ahora el arzobispo,, pasando rítmicamente la ensortijada y blanca mano sobre el sedoso lomo de su satisfecha gata abisinia.
– Terrible, Eminencia.
– Aprecia usted mucho a aquella gente, ¿no?
– Sí.
– ¿Y a todos por igual? ¿0 aprecia a algunos más que a otros?
Pero el padre Ralph era al menos tan astuto como su superior, y llevaba con él tiempo más que suficiente para saber cómo funcionaba su cerebro. Por consiguiente, respondió a la delicada pregunta con engañosa sinceridad, truco que, según había descubierto, apagaba inmediatamente los recelos de Su Excelencia. Porque la sutil mentalidad de éste no había llegado a comprender que la franqueza declarada podía ser más mendaz que cualquier evasiva.
– Les quiero a todos, pero, como usted dice, a algunos más que a otros. Y, sobre todo, a la joven Meg-gie. Siempre me sentí especialmente obligado con ella, pues su familia está tan dominada por los varones que fácilmente se olvidan de su existencia.
– ¿Cuántos años tiene esa Meggie?
– No lo sé exactamente. Supongo que alrededor de los veinte. Le hice prometer a su madre que descuidara un poco sus libros a fin de acompañar a su hija a algún baile y de hacer que conozca a algunos jóvenes. De no hacerlo así, Meggie malgastaría su vida en Drogheda, y sería una lástima.
Sólo había dicho la verdad, y el inefable y sensible olfato del arzobispo lo comprendió inmediatamente. Aunque sólo tenía tres años más que su secretario, su carrera dentro de la Iglesia no había tropezado con los obstáculos de la de Ralph, y, en muchos aspectos, se sentía infinitamente más viejo de lo que nunca sería éste; el Vaticano le extraía a uno parte de su esencia vital, si uno se exponía a ello muy temprano, y Ralph poseía esencia vital en abundancia.
Aflojando un poco su vigilancia, siguió observando a su secretario y reanudó el interesante juego de averiguar exactamente cuál era el punto flaco del padre Ralph de Bricassart. Al principio, había estado seguro de que era la carne, en una u otra dirección. La asombrosa belleza de su rostro y de su cuerpo tenían que hacerle forzosamente blanco de muchos deseos, demasiados para permitirle conservar su inocencia o su ignorancia. Y, con el paso del tiempo, había descubierto o.ue había acertado a medias; el hombre estaba alerta, esto era indudable; pero, al mismo tiempo, empezó a convencerse de que su inocencia era auténtica. Por consiguiente, no era la carne lo que inquietaba al padre Ralph. Había puesto al sacerdote en contacto con homosexuales hábiles e irresistibles para cualquier nomosexuai, y el resultado había sido nulo. Le había observado en compañía de las mujeres más hermosas del país, y el resultado había sido el mismo. Ni una pizca de interés o de deseo, incluso cuando no podía advertir que le observaban. Pues el arzobispo no vigilaba siempre personalmente, y, cuando empleaba delegados, éstos no pertenecían a su secretaría.
Había empezado a pensar que la debilidad del padre Ralph era el orgullo como sacerdote y la ambición; unas facetas de la personalidad que comprendía bien, como lo tenían todas las grandes instituciones perpetuas. Circulaban rumores en el sentido de que el padre Ralph había robado su herencia a aquellos mismos Cleary a los que decía querer tanto. Si esto era así, la cosa había valido la pena. ¡Y cómo habían brillado sus maravillosos ojos azules cuando él había mencionado Roma! Tal vez había llegado el momento de probar otro gambito. Adelantó perezosamente un peón convencional, pero sus ojos tenían una expresión astuta bajo sus párpados entornados.
– Mientras estaba usted ausente, tuve noticias del Vaticano, Ralph -dijo, moviendo ligeramente a la gata-. Eres egoísta, Saba; haces que se me entumezcan las piernas.
– ¿Sí? -dijo el padre Ralph, hundiéndose en su sillón y esforzandose en mantener los ojos abiertos.
– Podrá acostarse en seguida, pero no antes de oír mis noticias. Hace algún tiempo, envié una comunicación personal y privada al Santo Padre, y hoy he recibido una respuesta de mi amigo el cardenal Monte-verdi… Me pregunto si será descendiente del músico del Renacimiento. Nunca me acuerdo de preguntárselo, cuando le veo. ¡Oh, Saba! ¿Por qué te empeñas en clavar las uñas cuando estás contenta?
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