Ninguno de los jóvenes se había reunido con los mayores en el comedor. Estaban todos en la cocina, con la aparente intención de ayudar a la señora Smith, pero, en realidad, para ver a Meggie. Y el padre Ralph, al advertirlo, se sintió disgustado y aliviado al mismo tiempo. En resumidas cuentas, Meggie debería escoger entre ellos su marido; era algo inevitable. Enoch Davies tenía veintinueve años, era un «gales negro», lo cual quería decir que tenía los cabellos y los ojos muy negros, y era además muy guapo; Liam O'Rourke tenía veintiséis años, y su cabello era rubio claro y sus ojos azules, como los de su hermano Rory, de veinticinco; Connor Carmichael parecía calcado de su hermana, aunque arrogante; el preferido del padre Ralph era Alastair, nieto del viejo Angus, y que era el que más se acercaba a Meggie por su edad, pues tenía veinticuatro años, y era dulce y amable; tenía los hermosos ojos azules escoceses de su abuelo y los cabellos prematuramente grises, característicos de su familia. Ojalá se enamorase Meggie de uno de ellos se casara con él y tuviese los hijos que tan desesperadamente deseaba. ¡Oh, Dios mío, Dios mío! Si me hiciese esta gracia, sufriría de.buen grado el dolor de amarla como la amo; sí, lo sufriría de buen grado…
No había flores sobre los ataúdes, y los jarrones de la capilla estaban vacíos. Los capullos que habían sobrevivido al terrible calor de dos noches atrás habían sucumbido a la lluvia y yacían en el barro como mariposas muertas. Ni una flor de centaurea, ni una rosa temprana. Y todos estaban cansados, cansadísimos. Lo estaban los que habían cabalgado muchos kilómetros -«ara demostrar el afecto que sentían por Paddy, y los que habían traído los cadáveres, y las que no habían cesado un instante de cocinar y de limpiar. Y también lo estaba el padre Ralph, que parecía moverse en sueños, mirando alternativamente el rostro contraído y desesperado de Fee, y el de Meggie, cuya expresión era una mezcla de dolor y de ira, y el duelo colectivo de Bob, Jack y Hughie…
No hizo ningún panegírico; Martin King dirigió unas breves y conmovedoras palabras a los reunidos, y el sacerdote dijo inmediatamente la misa de difuntos. Había traído el cáliz, las formas y la estola, pues todos los sacerdotes los llevaban consigo cuando iban a consolar o a auxiliar a alguien, pero no había traído sus ornamentos, ni los había en la casa. Pero el viejo Angus se había detenido en la casa rectoral de Gilly, al pasar por allí, y traído los negros ornamentos para la misa de réquiem envueltos en un impermeable sobre la silla de su caballo. Por consiguiente, estaba debidamente revestido, mientras la lluvia tamborileaba en los cristales de las ventanas y repicaba sobre las planchas de hierro del tejado, a una altura de dos pisos.
Después salieron de allí bajo la triste lluvia, cruzaron el prado tostado y chamuscado por el calor del incendio, y llegaron al cementerio de muros blancos. Esta vez había voluntarios dispuestos a cargar con las vulgares cajas rectangulares, patinando y resbalando en el barro, tratando de ver adonde iban entre la lluvia que golpeaba sus ojos. Y las campanitas de la tumba del cocinero chino repicaban tristemente: Hi-Sing, Hi-Sing, Hi-Sing.
Pronto hubo terminado todo. Los visitantes partieron a lomos de sus caballos, con las espaldas encorvadas bajo los impermeables, algunos contemplando afligidos la perspectiva de su ruina, otros dando gracias a Dios por haberles librado del fuego y de la muerte. Y el padre Ralph empaquetó sus cosas, sabiendo que debía marcharse antes de que fuese demasiado tarde.
Fue a ver a Fee, que estaba sentada delante de su escritorio, contemplando sus manos en silencio.
– ¿Podrá soportarlo, Fee? -le preguntó, sentándose de modo que pudiese verla bien.
Ella se volvió, tan tranquila y encerrada dentro de sí misma, que el sacerdote sintió miedo y cerró los ojos.
– Sí, padre, aguantaré. Tengo que llevar los libros, y me quedan cinco hijos…, seis, si contamos a Frank, aunque supongo que no debemos contarlo, ¿verdad? Gracias por esto; se lo agradezco más de lo que puedo expresar. Es un consuelo muy grande saber que hay alguien que vela por él, que procura hacerle más fácil la vida. ¡Oh! ¡Si pudiese verle, aunque sólo fuese una vez!
Era como un faro, pensó él. Destellos de dolor cada vez que su mente llega a un punto de emoción incontenible. Un gran resplandor y, después, un largo período de oscuridad.
– Quisiera decirle algo, Fee.
– Sí. ¿Qué?
Había vuelto la sombra.
– ¿Me escucha? -preguntó vivamente él, preocupado y, de pronto, más asustado que antes.
Durante un largo momento, pensó que ella se había recluido en un lugar tan recóndito de sí misma que no había podido oír su dura voz, pero volvió a brillar el faro, y los labios de ella se entreabrieron.
– ¡Pobre Paddy! ¡Pobre Stuart! ¡Pobre Frank!- gimió, y se impuso de nuevo su férreo control, como resuelta a prolongar los períodos de oscuridad hasta que no volviese a brillar la luz en toda su vida.
Su mirada recorrió la estancia, sin parecer reconocerla.
– Sí, padre, le escucho -dijo.
– Fee, ¿qué me dice de su hija? ¿Recuerda alguna vez que tiene una hija?
Los ojos grises le miraron a la cara, se detuvieron en ella, casi compasivos.
– ¿Lo hace alguna mujer? ¿Qué es una hija? Sólo un recordatorio doloroso, una versión más joven de una misma, que hace lo mismo que una hizo y que vierte lágrimas idénticas. No, padre. Procuro olvidar que tengo una hija… y, si pienso en ella, lo hago como si fuese un hijo más. Las madres sólo recuerdan a sus hijos varones.
– ¿Llora usted, Fee? Sólo la he visto hacerlo una vez.
– Y no vojverá a verlo, pues mis lágrimas se agotaron para siempre. -Un temblor recorrió todo su cuerpo-. ¿Sabe usted una cosa, padre? Hace dos días, descubrí lo mucho que quería a Paddy; pero, como siempre en mi vida, fue demasiado tarde… Demasiado tarde para él y demasiado tarde para mí. ¡Si supiese usted cuánto deseé abrazarle, decirle que le amaba! ¡Oh, Dios mío! ¡Ojalá ningún otro ser humano tenga que sentir nunca mi dolor!
Él desvió la mirada de aquella cara súbitamente descompuesta, para darle tiempo a recobrar la calma, y para dárselo a sí mismo a fin de tratar de comprender el enigma que era Fee.
– Nadie podrá sentir nunca su dolor -le dijo al fin.
Ella torció la boca en una áspera sonrisa. -Sí. Eso es un consuelo, ¿no? Puedo no ser envidiable, pero mi dolor es mío.
– ¿Quiere prometerme algo, Fee? -Lo que usted quiera.
– Cuide a Meggie, no la olvide. Haga que vaya a los bailes locales, que conozca a unos cuantos jóvenes, y anímela a pensar en el matrimonio y en fundar un hogar propio. Yo vi cómo la miraban hoy todos los jóvenes. Dele la oportunidad de reunirse de nuevo con ellos, en circunstancias más alegres que ésta. -Lo que usted diga, padre.
Él suspiró y la dejó sumida en la contemplación de sus finas y pálidas manos.
Meggie le acompañó a la caballeriza, donde el capón bayo del posadero se había estado atracando de heno y de salvado, viviendo en una especie de cielo, equino durante dos días. Él le puso la raída silla y se inclinó para sujetar la cincha, mientras Meggie le observaba, apoyada en una bala de paja.
– Mire lo que he encontrado, padre -dijo, cuando él hubo terminado y se irguió. Extendió la mano, mostrando una rosa pálida, de un rojo grisáceo-. Es la única que ha quedado. La encontré en un matorral debajo de los depósitos de agua. Supongo que estuvo resguardada del calor del fuego y al amparo de la lluvia. Y la corté para usted. Para que le sirva de recordatorio.
Él tomó la flor a medio abrir, con mano no muy firme, y se la quedó mirando.
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