Colleen McCullough - El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino)

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El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino): краткое содержание, описание и аннотация

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En la Australia casi salvaje de los primeros años delsiglo XX, se desarrolla una trama de pasión ytragedia que afecta a tres generaciones. Una historia de amor ¿la que viven Maggie y el sacerdote Ralph de Bricassart? que se convierte en renuncia, dolor y sufrimiento, y que marca el altoprecio de la ambición y de las convenciones sociales. Una novela que supuso un verdadero fenómeno y que ha alcanzado la categoría de los clásicos.

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Amanecía el día gris cuando la pequeña cabalgata llegó al torrente y se detuvo. Aunque el agua no rebasaba sus márgenes, el Gillan se había convertido en un verdadero río, de rápida corriente y casi diez metros de profundidad. El padre Ralph, montado en su yegua castaña, hizo que ésta lo cruzase a nado, y se reunió con la comitiva. Llevaba la estola al cuello y los instrumentos de su sagrada misión en una alforja. Mientras Fee, Bob, Jack, Hughie y Tom, permanecían de pie a su alrededor, levantó la lona y se dispuso a ungir los cadáveres. Después de haber visto a Mary Carson, nada podía impresionarle; sin embargo, no vio nada repugnante en Paddy y en Stu. Ambos aparecían negros, cada cual a su manera; Paddy, a causa del fuego, y Stu, de la asfixia. Pero el sacerdote los besó con amor y respeto.

Durante más de veinticinco kilómetros, la plancha de hierro, tirada por los caballos, se había arrastrado y saltado sobre el suelo, dejando profundas huellas en el barro que serían aún visibles años más tarde, incluso después de brotar la hierba nueva. Pero parecía que no podían seguir adelante; el turbulento torrente les cerraba el camino de Drogheda, que sólo estaba a un kilómetro y medio de allí. Contemplaron las copas de los eucaliptos, claramente visibles a pesar de la lluvia.

– Tengo una idea -dijo Bob, volviéndose al padre Ralph-. Usted es el único que tiene un caballo en buenas condiciones, padre; debería hacerlo usted. Los nuestros sólo podrían cruzar una vez el torrente, pues están agotados por el barro y el frío. Vaya a buscar unos cuantos bidones vacíos de cuarenta y cuatro galones, y cierre bien las tapas, para que no haya ninguna filtración. Suéldelas, si es necesario. Necesitaremos doce bidones, aunque, si no encuentra tantos, podemos pasar con diez. Átelos y cruce de nuevo el torrente, remolcándolos. Después, los sujetaremos debajo de la plancha de hierro, y ésta flotará como una balsa.

El padre Ralph obedeció sin replicar; por su parte, no habría podido ofrecer una idea mejor. Dominic O'Rourke, de Dibban-Dibban, había llegado con dos de sus hijos; dadas las distancias, era un vecino bastante próximo. Cuando el padre Ralph les explicó lo que había que hacer, pusieron todos manos a la obra, buscando bidones vacíos en los cobertizos; vaciando los que, consumido ya el petróleo, habían sido llenados de avena y de salvado para las reses; buscando tapaderas y soldando a los bidones las que no estaban oxidadas y parecía que resistirían los embates de las aguas. La lluvia seguía cayendo sin cesar. Todavía continuaría un par de días.

– Siento tener que pedirle esto, Dominic, pero cuando lleguen los del grupo, estarán medio muertos de fatiga. El entierro será mañana, y, aunque el empresario de pompas fúnebres de Gilly tuviese tiempo de hacer los ataúdes, no podrían transportarlos sobre el barrizal. ¿Podría construirlos alguno de ustedes? Yo sólo necesito un hombre que me acompañe para cruzar el torrente.

Los hijos de O'Rourke asintieron con la cabeza; no querían ver lo que el fuego le había hecho a Paddy, ni lo que el jabalí le había hecho a Stu.

– Nosotros lo haremos, papá -se ofreció Liam.

Arrastrando los bidones detrás de sus caballos, el padre Ralph y Dominic O'Rourke llegaron al torrente y lo cruzaron.

– ¡Voy a decirle una cosa, padre! -gritó Dominic-. jNo tendremos que cavar fosas en el barrizal! Yo solía pensar que la vieja Mary se había pasado de la raya al construir un panteón de mármol en su cementerio para Michael; pero, si estuviese aquí en este momento, ¡le daría un beso!

– Tiene usted toda la razón -le gritó el padre Ralph.

Ataron los bidones debajo de la plancha de hierro, seis a cada lado, sujetaron firmemente la lona y condujeron los agotados caballos de tiro a través del torrente, arrastrando la cuerda que serviría para remolcar la balsa. Dominic y Tom iban montados a horcajadas sobre los grandes animales y, al llegar a lo alto de la margen del lado de Drogheda, se detuvieron a mirar atrás; los que se habían quedado en la otra orilla engancharon la almadía improvisada y la empujaron hacia el torrente. Cuando empezó a flotar la balsa, los caballos de tiro echaron a andar, arengados por Tom y Dominic. La balsa osciló y saltó peligrosamente, pero flotó lo bastante para ser izada al otro lado; y, en vez de perder tiempo en desmontar los bidones, los dos postillones de ocasión espolearon sus monturas camino arriba, en dirección a la casa grande, ya que la plancha de hierro se deslizaba mejor sobre aquéllos que sin ellos.

Una rampa subía hasta las grandes puertas de la nave destinada al esquileo de las reses; por consiguiente, subieron por ella y depositaron la almadía y su carga en el gran edificio vacío, que olía a alquitrán, a sudor, a lana y a estiércol. Envueltas en sendos impermeables, Minnie y Cat bajaron de la casa grande para el primer velatorio y se arrodillaron a uno y otro lado de la almadía, haciendo repicar las cuentas de sus rosarios y elevando y bajando la voz en cadencias demasiado conocidas para tener que esforzar la memoria.

La casa se estaba llenando de gente. Duncan Gordon había llegado de Each-Uisge; Gareth Davies, de Narrengang; Horry Hopeton, de Beel-Beel; Edén Car-michael, de Barcoola. El viejo Angus MacQueen había detenido uno de los renqueantes trenes de mercancías locales y había viajado junto al maquinista hasta Gilly, donde había pedido prestado un' caballo a Harry Gough y cabalgado en él hasta Drogheda. En total, había hecho más de trescientos kiiómetros sobre suelo embarrado.

– Estoy hecho cisco, padre -dijo Horry al sacerdote, más tarde, cuando los siete estaban sentados en el comedor pequeño, ante unas empanadas de carne y de ríñones-. El fuego atravesó mi finca de un extremo a otro, y apenas si dejó un cordero vivo o un árbol en pie. Afortunadamente, los últimos años fueron buenos y podré comprar nuevos rebaños, y, si sigue lloviendo, la hierba volverá a crecer rápidamente. Pero que Dios nos libre de otro desastre en los diez próximos años, porque entonces ya no tendría reservas para hacerle frente.

– No creas que me ha ido a rní mucho mejor, Horry -dijo Gareth Davies, cortando un buen pedazo de la ligera y esponjosa empanada de la señora Smith, con visible satisfacción; porque ningún desastre era capaz de cortar por mucho tiempo el apetito de un ganadero de las tierras negras, y él necesitaba comer para enfrentarse con el presente-. Calculo que he perdido la mitad de mis pastizales y tal vez dos tercios de mis corderos; mala suerte. Padre, necesitamos sus oraciones.

– Sí -dijo el viejo Angus-. Yo no he perdido tanto como Horry y Garry, padre, pero tampoco he salido muy bien librado. Sesenta mil acres y la mitad de mis corderitos. Son estas cosas, padre, las que hacen que me arrepienta de haberme marchado de Skye cuando era joven.

El padre Ralph sonrió.

– Es un arrepentimiento pasajero, Angus, y usted lo sabe. Salió de Skye por la misma razón que yo salí de Clunamara. Era demasiado pequeño para usted.

– A que sí. El brezo no arde tan bien como el eucalipto, ¿verdad, padre?

Sería un entierro extraño, pensó el padre Ralph, mirando a su alrededor; las únicas mujeres presentes serían las de Drogheda, porque todos los que habían venido eran varones. Él había preparado una buena dosis de láudano para Fee, cuando la señora Smith la hubo desnudado, secado y depositado en la cama grande que había compartido con Paddy, y, al negarse ella a tomarlo, llorando histéricamente, le había sujetado la nariz y se lo había hecho engullir a viva fuerza. Era curioso: no había pensado que Fee se derrumbase de este modo. La droga actuó de prisa, porque Fee no había comido nada en veinticuatro horas. Al ver que dormía profundamente, se sintió más tranquilo. Meggie podía esperar; en aquel momento, estaba en la cocina, ayudando a la señora Smith a preparar comida. Todos los muchachos se habían acostado, tan rendidos que apenas si habían podido quitarse la ropa mojada antes de caer exhaustos en el lecho. Cuando Minnie y Cat terminaron su turno en el velatorio exigido por la costumbre, dado que los cadáveres yacían en lugar profano, Gareth Davies y su hijo Enoch las remplazaron; los otros harían turnos sucesivos de una hora y, mientras tanto, comían y charlaban entre ellos.

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