Fee palideció.
– ¡Oh, Martin! ¿Tan lejos?
– Se ha dado la alarma, Fee. Booroo y Bourke están reclutando gente.
El fuego siguió avanzando hacia el Este durante otros tres días, ensanchándose cada vez más; de pronto, cayó una fuerte lluvia que duró casi cuatro días y apagó hasta la última brasa. Pero había recorrido más de ciento cincuenta kilómetros, dejando un surco ennegrecido de más de treinta de anchura, que atravesaba Drogheda y seguía hasta el Mmite de la última propiedad oriental del distrito de Gillanbone: Rudna Hunish.
Hasta que empezó a llover, nadie había esperado que llegase Paddy, al que creían a salvo al otro lado de la zona quemada, aunque separado de ellos por el suelo calcinado y por los árboles que aún ardían. Si el fuego no hubiese cortado la línea telefónica, pensó Bob, sin duda les habría llamado Martin King, pues era lógico que Paddy se hubiese dirigido al Oeste para refugiarse en la casa solariega de Bugela. Pero cuando, después de seis horas de lluvia, siguió Paddy sin dar señales de vida, empezaron a inquietarse. Durante casi cuatro días, se habían estado diciendo que no había motivo para alarmarse, que sin duda, al ver cortado el camino de regreso, había decidido esperar para volver directamente a casa.
– Ya debería estar aquí -dijo Bob, paseando arriba y abajo en el salón, mientras los otros le observaban.
Lo irónico del caso era que la lluvia había traído un aire helado, y una vez más ardía el fuego en la chimenea de mármol.
– ¿Qué piensas, Bob? -preguntó Jack.
– Pienso que ya es hora de que salgamos en su busca. Puede estar herido, o es posible que tenga que hacer a pie el largo camino de regreso. El caballo pudo asustarse y derribarlo, y quién sabe si estará tendido en algún lugar, sin poder andar. Tenía comida para la noche, pero no para cuatro días, aunque no puede haberse muerto de hambre en tan poco tiempo. Bueno, de momento no debemos excitarnos demasiado; por consiguiente, no voy a llamar a los hombres de Narrengang. Pero, si no le hemos encontrado antes de la noche, iré a ver a Dominic, y mañana movilizaremos todo el distrito. ¡Si al menos esos imbéciles de la compañía telefónica reparasen la línea…!
Fee estaba temblando, y su mirada era febril, casi salvaje.
– Me pondré unos pantalones -dijo-. No puedo quedarme aquí esperando.
– ¡Quédate en casa, mamá! -le suplicó Bob.
– Si está herido, Bob, puede hallarse en cualquier parte y en malas condiciones. Enviaste los hombres a Narrengang, y somos muy pocos los que quedamos para la búsqueda. Yo iré con Meggie, y, entre las dos, podremos hacer frente a cualquier cosa que encontremos; en cambio, si no acompaño a Meggie, ésta tendrá que ir con uno de vosotros y de poco servirá, aparte de que también yo puedo ayudar.
Bob cedió.
– Está bien. Puedes montar el capón de Meggie; ya lo hiciste cuando el incendio. Que cada cual lleve un rifle y muchos cartuchos.
Cruzaron el torrente y se adentraron en el paisaje asolado. Nada verde o castaño quedaba en parte alguna; sólo una vasta extensión de negros carbones empapados en agua y que todavía humeaban incomprensiblemente después de muchas horas de lluvia. Las hojas de todos los árboles aparecían enroscadas en flaccidos colgajos, y, en los que habían sido prados, podían ver, aquí y allá, pequeños bultos negros, que eran corderos atrapados por el fuego, o un ocasional bulto más grande, que había sido un cerdo o un ternero. Las lágrimas se mezclaron con la lluvia sobre sus rostros.
Bob y Meggie cabalgaban en vanguardia; Jack y Hughie, en el centro, y Fee y Stuarf cerraban la marcha. Para Fee y Stuart, era un viaje tranquilo; se consolaban al sentirse juntos, sin hablar, gozando de su mutua compañía. A veces, los caballos se juntaban o se separaban a la vista de algún nuevo horror, pero esto no parecía impresionar a la última pareja de jinetes. El barro hacía que su marcha fuese lenta y pesada, pero la hierba quemada formaba una especie de estera sobre el suelo que servía de apoyo a las pezuñas de los caballos. Y a cada paso esperaban ver aparecer a Paddy sobre el lejano y plano horizonte, pero pasaba el tiempo y no daba señales de vida.
Con el corazón atribulado, comprobaron que el fuego había empezado mucho más allá de lo que se imaginaban, en la dehesa de Wilga. Las nubes de tormenta debieron disimular el humo hasta que el fuego hubo avanzado un largo trecho. La tierra de la línea divisoria era asombrosa. A un lado de un claro, el suelo era negro, como el alquitrán; mientras que, al otro lado, el campo era como siempre había sido, amarillo y azul, triste bajo la lluvia, pero vivo. Bob se detuvo y retrocedió para hablar a los demás.
– Bueno, empezaremos aquí. Yo me dirigiré hacia el Oeste; es la dirección más probable y soy el más fuerte. ¿Tenéis todos muchas municiones? Bien. Si encontráis algo, disparad tres veces al aire, y los que los oigan, que respondan con un solo disparo. Después, esperad. El que haya hecho los tres disparos, seguirá repitiéndolos cada cinco segundos. Y los que los oigan responderán con uno cada vez.
»Tú, Jack, marcha hacia el Sur, siguiendo la línea del incendio. Tú, Hughie, ve hacia el Sudoeste. Mamá y Meggie irán hacia el Noroeste, y Stu, hacia el Norte, siguiendo la línea del fuego. Y marchad despacio, por favor. La lluvia no permite ver muy lejos, y, en algunos puntos, hay mucha leña quemada. Gritad con frecuencia; podría darse el caso de que él no pudiese veros, pero sí oíros. Pero, sobre todo, no disparéis a menos que encontréis algo, porque él no se llevó ningún arma, y si oyese un disparo y estuviese demasiado lejos para hacer oír su voz, sería horrible para él.
«Suerte, y que Dios os bendiga.»
Como peregrinos en la última encrucijada, se separaron bajo la persistente lluvia gris, alejándose más y más unos de otros, empequeñeciéndose, hasta desaparecer en las direcciones que les habían sido asigna nadas.
Stuart había avanzado menos de un kilómetro cuando advirtió un grupo de árboles calcinados muy cerca de la línea de demarcación del fuego. Había un pequeño wilga, tan oscuro y ensortijado como los cabellos de un negrito, y los restos de un gran tocón cerca del carbonizado lindero. Y entonces vio el caballo de Paddy, caído y con las patas abiertas, junto al tronco de un gran eucalipto, así como dos perros, bultitos negros y rígidos que apuntaban al cielo con las patas. Descabalgó, hundiéndose en el barro hasta los tobillos, y sacó el rifle de su funda. Sus labios se movieron, murmurando una oración, mientras avanzaba sobre el suelo resbaladizo y entre los troncos carbonizados. De no haber sido por el caballo y los perros, habría esperado que hubiese sido algún vagabundo el sorprendido por el fuego. Pero Paddy llevaba su caballo y cinco perros, mientras que los vagabundos iban a pie y les acompañaba un perro como máximo. Y estos terrenos se hallaban demasiado en el interior de Drog-heda para pensar en algún pastor o mozo de Bugela, procedente del Oeste. Más allá, había otros tres perros incinerados; cinco, en total. Sabía que no encontraría un sexto, y no lo encontró.
Y no lejos del caballo, oculto detrás de un leño, estaba lo que había sido un hombre. No había confusión posible. Brillando bajo la lluvia, aquella masa negra yacía boca arriba, y su espalda aparecía doblada como un arco grande, de modo que sólo tocaba el suelo con las nalgas y los hombros. Los brazos estaban abiertos y doblados en los codos como suplicando al cielo, y la carne había caído de los dedos, dejando al descubierto unos huesos calcinados como garras cerradas sobre nada. También las piernas se veían separadas y dobladas en las rodillas, y lo que quedaba de la cabeza miraba sin ojos al cielo.
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