Colleen McCullough - El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino)

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El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino): краткое содержание, описание и аннотация

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En la Australia casi salvaje de los primeros años delsiglo XX, se desarrolla una trama de pasión ytragedia que afecta a tres generaciones. Una historia de amor ¿la que viven Maggie y el sacerdote Ralph de Bricassart? que se convierte en renuncia, dolor y sufrimiento, y que marca el altoprecio de la ambición y de las convenciones sociales. Una novela que supuso un verdadero fenómeno y que ha alcanzado la categoría de los clásicos.

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El precio de los alimentos era muy bajo, y Paddy llenó hasta rebosar las despensas y los almacenes de Drogheda. Todos podían estar seguros de que les llenarían las alforjas en Drogheda. Lo extraño era que el desfile de vagabundos cambiaba constantemente; después de comer caliente y de cargar provisiones para el camino, ninguno de ellos intentaba quedarse, sino que seguían en busca de algo que no sabían lo que era. No todos los lugares eran tan hospitalarios y generosos como Drogheda, y esto hacía más difícil comprender por qué no querían quedarse los camínantes. Tal vez el tedio y el absurdo de no tener un hogar, ni un sitio adonde ir, les impulsaba en su vagabundeo. Los más conseguían sobrevivir; algunos morían y, si alguien los encontraba, eran enterrados antes de que los cuervos y los jabalíes dejasen pelados sus huesos. Aquélla era una región inmensa v solitaria.

Stuart volvía a estar permanentemente en la casa, y la escopeta no se hallaba nunca lejos de la puerta de la cocina. Ahora resultaba fácil encontrar buenos pastores, y Paddy tenía nueve mozos anotados en sus libros y que se alojaban en las barracas del campo; por consiguiente, Stuart no hacía falta en las dehesas. Fee dejó de tener el dinero a la vista, y Stuart construyó, para guardarlo, un armario disimulado detrás del altar de la capilla. Pocos vagabundos eran mala gente. Los hombres malos preferían quedarse en las ciudades y en los pueblos grandes, pues la vida en los caminos era demasiado pura, demasiado solitaria, y ofrecía un escaso botín a los malvados. Sin embargo, nadie censuró a Paddy por preocuparse de las mujeres; Drogheda era una mansión famosa, capaz de atraer a los pocos indeseables que andaban por los caminos.

Aquel invierno trajo fuertes tormentas, algunas secas y otras húmedas, y en la primavera y el verano siguientes cayeron lluvias tan abundantes que la hierba de Drogheda creció más alta y lozana que nunca.

Jims y Patsy seguían sus lecciones por correspondencia en la mesa de cocina de la señora Smith, y hablaban de lo que sería Riverview, cuando llegase el momento de ingresar en el internado. Pero la señora Smith se ponía tan husca y triste cuando oía hablar de esto, que los chicos aprendieron a no hablar de su marcha de Drogheda cuando ella podía oírles.

Volvió el tiempo seco; las hierbas altas se secaron por completo y se volvieron plateadas y crujientes en un verano sin lluvia. Avezados, después de vivir diez años en las llanuras negras, a las alternativas de sequías e inundaciones, los hombres se encogían de hombros y se dedicaban a las tareas cotidianas, como si fuesen éstas lo único importante. Y era verdad: lo esencial era sobrevivir entre un año bueno y el siguiente, por mucho que lardase éste en llegar. Nadie podía predecir la lluvia. Había un hombre llamado Iñigo Jones, en Brisbane, que no era torpe en las predicciones meteorológicas a largo plazo, fundándose en un nuevo concepto de la actividad de las manchas solares; pero, en las llanuras negras, nadie daba mucho crédito a lo que decía. Bien estaba que las novias de Sydney y Melbourne le pidiesen sus horóscopos; los hombres de los llanos seguirían aferrados a su viejo escepticismo.

Durante el invierno de 1932, volvieron las tormentas secas, junto con un frío muy intenso, pero la hierba fresca conservó un mínimo de polvo y las moscas fueron menos numerosas que de costumbre. En cambio, fue mala cosa para los corderos recién esquilados, que temblaban lastimosamente. La señora de Dominic O'Rourke, que vivía en una casa de madera no demasiado elegante, gustaba de recibir visitantes de Sydney; y uno de los números más interesantes de su programa era visitar la mansión de Drogheda, para mostrar a sus invitados que también había, en las llanuras negras, algunas personas que vivían agradablemente. Y el tema de la conversación derivaba siempre hacia aquellos corderos pellejudos y con aspecto de ratas ahogadas, que tendrían que hacer frente al invierno sin los vellones de lana de doce o quince centímetros que tendrían al llegar los calores del verano. Pero, como dijo gravamente Paddy a uno de los visitantes, esto hacía que la lana fuese mejor. Y lo que importaba era la lana, no el cordero. Poco después de hacer esta declaración, se publicó en el Sydney Morning Herald una carta pidiendo la pronta aprobación de una ley que terminase con la llamada «crueldad del ganadero». La pobre señora O'Rourke se quedó horrorizada; en cambio, Paddy se rió hasta que le dolieron las costillas.

– Menos mal que ese estúpido no vio nunca cómo un esquilador rajaba la panza de un cordero y la cosía con una aguja saquera -dijo, para consolar a la espantada señora O'Rourke-. No debe preocuparse por esto, señora Dominic. Los de la ciudad no saben cómo vive la otra mitad de la población y pueden permitirse el lujo de mimar a sus animales como si éstos fuesen niños. Pero aquí es diferente. Aquí, no verá usted nunca que deje de prestarse ayuda al hombre, la mujer o el niño, que la necesiten; en cambio, en la ciudad, los mismos que miman a sus animales hacen los oídos sordos a los gritos de socorro de los seres humanos.

Fee levantó la cabeza.

– Él tiene razón, señora Dominic -dijo-. Todos sentimos desprecio por lo que abunda demasiado. Aquí, son los corderos; en la ciudad, es la gente.

Sólo Paddy estaba en un campo lejano aquel día de agosto en que estalló la gran tormenta. Se apeó de su caballo, ató el animal a un árbol y se sentó debajo de un wilga a esperar que pasara la tempestad.

Sus cinco perros, temblando de miedo, se acurrucaron a su alrededor, mientras que los corderos que había tratado de llevar a otra dehesa se dividían en grupitos excitados y corrían desorientados en todas direcciones. Paddy se tapó los oídos con los dedos, cerró los ojos y rezó.

No lejos de donde se encontraba, con las colgantes hojas del wilga susurrando sobre su cabeza a impulso del vendaval, había una serie de troncos y tocones muertos, rodeados de altas hierbas. Y, en medio del blanco y esquelético montón, se erguía un grueso eucalipto, también muerto, apuntando a las negras nubes con su desnudo tronco de doce metros de altura, terminado en una punta mellada y afilada.

Un resplandor azul, tan intenso que hirió los ojos de Paddy a través de sus cerrados parpados, hizo que éste se pusiera en pie de un salto y cayese después de espaldas, como un juguete derribado por la onda expansiva de una enorme explosión. Al levantar la cara del suelo, pudo ver la apoteosis final del rayo que dibujaba temblorosas y brillantes aureolas purpúreas y azules-alrededor del eucalipto muerto; después, sin tener apenas tiempo de comprender lo que ocurría, vio que el fuego prendía en todas partes. La última gota de agua se había evaporado hacía tiempo de los tejidos de la marchita arboleda, y la hierba era alta y estaba seca como papel. Como una respuesta desafiante de la tierra al cielo, el árbol gigantesco lanzó un chorro de llamas a lo lejos; al mismo tiempo, el fuego prendió en los troncos y tocones -que le rodeaban, y, alrededor del centro, surgieron círculos de llamas que giraban y giraban a impulso del viento. Paddy no tuvo siquiera tiempo de llagar a su caballo.

El fuego prendió en el seco wilga, y estalló la resina acumulada en el meollo de éste. Dondequiera que mirase Paddy, había murallas sólidas de fuego; los árboles ardían furiosamente y, debajo de sus pies, rugía la hierba en llamaradas. Oyó los relinchos de su caballo y pensó que no podía dejar morir al animal atado e impotente. Un perro aulló, y su aullido se transformó en un grito de agonía casi humano. Por unos momentos, resplandeció y bailó como una antorcha viva, para derrumbarse al fin sobre la hierba ardiente. Más aullidos de los otros perros, que huían desesperados, quedaron envueltos en el incendio que, impulsado por el viento, avanzaba más de prisa que cualquier ser corredor o alado. Un meteoro llameante chamuscó los cabellos de Paddy, mientras éste decidía, en una fracción de segundo, la mejor manera de llegar hasta su caballo. Al bajar los ojos, vio una cacatúa grande que se estaba asando a sus pies.

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