Desde luego, había moscas por todas partes; Meggie llevaba un velo sobre el sombrero, pero sus brazos desnudos eran fácil presa de aquéllas, y la yegua castaña no paraba de oxearlas con la cola, mientras su piel se estremecía constantemente. A Meggie le sorprendía que, a pesar del pelo y del grueso pellejo, pudiesen sentir los caballos algo tan delicado e ingrávido como una mosca. Éstas bebían el sudor, y por eso atormentaban tanto a los caballos y a los hombres; pero había algo que los humanos no les permitían hacer, y por esto se valían de los corderos para el más íntimo objetivo de depositar sus huevos, cosa que hacían en el cuarto trasero de la res o donde la lana era más húmeda y sucia.
El zumbido de las abejas llenaba el aire, y rebullían las brillantes y rápidas libélulas en busca de los canalillos de agua, poblados de mariposas de brillantes colores y de moscardones diurnos. El caballo hizo girar con la pezuña un leño podrido, y Meggie lo observó y sintió un escalofrío. Estaba lleno de gusanos, gordos, blancos y repugnantes, de piojos de la madera y de babosas, de grandes arañas y ciempiés. Surgían conejos de los matorrales, e inmediatamente volvían atrás, levantando nubéculas de polvo y atisbando después, tembloroso el hocico. Más lejos, un equidno apareció en busca de hormigas y se asustó al ver a Meggie. Cavando tan de prisa que sus patas armadas de fuertes garras se ocultaron en pocos segundos, empezó a desaparecer bajo un pesado tronco. Su frenesí era divertido; las afiladas púas se habían aplanado sobre su cuerpo para facilitar la entrada en el suelo, mientras volaban los terrones por el aire.
Meggie salió de la arboleda al camino principal que llevaba a la casa. Una bandada de cacatúas grises se había posado sobre el polvo; buscaban insectos y larvas, y, al acercarse ella, se elevaron en masa. Meggie se sintió como sumergida bajo una ola de un rosa magenta, pues, al pasar las alas y los pechos sobre su cabeza, el gris se convirtió mágicamente en un color rosado vivo. Y pensó: si tuviese que marcharme mañana, para no volver, soñaría en Drogheda como envuelta en una nube de cacatúas de color rosa… La sequía debe aumentar allá a lo lejos, porque los canguros acuden cada vez en mayor número.
En efecto, una gran manada de canguros, quizá de dos mil individuos, se alarmó al ver volar las cacatúas, interrumpió su plácido apacentamiento y se alejó a toda velocidad, con sus largos y ágiles saltos que devoraban las leguas más de prisa que cualquier otro animal, salvo el emú. Los caballos no podían seguirles.
Entre estos deliciosos intermedios de observación de la Naturaleza, Meggie pensaba, como siempre, en Ralph. En su interior, nunca había catalogado lo que sentía por él como un antojo de colegiala; lo llamaba sencillamente amor, como decían los libros. Sus síntomas y sus sentimientos no se diferenciaban en nada de los de una heroína de Ethel M. Dell. Ni le parecía justo que una barrera tan artificial como su condición de sacerdote pudiese interponerse entre ella y lo que quería de él, que era tenerle como marido. Vivir con él como vivía papá con mamá, en perfecta armonía y adorándola él como papá adoraba a mamá. Nunca le había parecido a Meggie que su madre hiciera gran cosa para ganarse la adoración de su padre, y, sin embargo, éste la adoraba. En cuanto a Ralph, pronto vería que vivir con ella era mucho mejor que vivir solo, pues todavía no había llegado a comprender que el sacerdocio de Ralph era algo que éste no podía abandonar en modo alguno. Sí; sabía que estaba prohibido tener a un sacerdote por esposo o por amante, pero se había acostumbrado a salvar esta dificultad despojando a Ralph de su carácter religioso. Su superficial educación católica no había llegado a profundizar en la naturaleza de los votos sacerdotales, y ella no había sentido la necesidad de estudiarla por su cuenta. Poco inclinada a rezar, Meggie cumplía las leyes de la Iglesia sólo porque vulnerarlas significaba arder en el infierno por toda la eternidad.
En su presente ensoñación, se imaginaba la dicha de vivir con él y de dormir con él, como hacían papá y mamá. La idea de tenerle cerca de ella la entusiasmaba, la hacía rebullir inquieta en su silla; y la traducía en un diluvio de besos, porque nada más sabía.
Su trabajo en la dehesa no había mejorado en absoluto su educación sexual, pues el simple olor de un perro en la lejanía eliminaba el instinto de apareamiento de los animales, y, en todas las ganaderías, el apareamiento indiscriminado estaba prohibido. Cuando eran lanzados los moruecos entre las ovejas de un cercado en particular, Meggie era enviada a otra parte, y, para ella, el hecho de que un perro montase sobre otro no era más que una señal para hacer restallar el látigo sobre la pareja, a fin de que dejasen de «jugar».
Quizá ningún ser humano está capacitado para juzgar lo que es peor: el anhelo vago, con la inquietud y la irritabilidad inherentes a él, o el deseo concreto, que impulsa poderosamente hacia su satisfacción. La pobre Meggie anhelaba algo que ignoraba, pero el impulso estaba allí y la empujaba de forma inexorable hacia Ralph de Bricassart. Por consiguiente, soñaba con él, lo deseaba, le necesitaba; y estaba triste, porque, a pesar de haberle dicho él que la quería, significaba tan poco para él que nunca venía a verla.
Estaba embargada por estos pensamientos, cuando vio acercarse a Paddy, que se dirigía a casa por el mismo camino; ella sonrió y refrenó su montura, para que su padre la alcanzase.
– ¡Qué agradable sorpresa! -exclamó Paddy, colocando su viejo ruano junto a la yegua de edad mediana de su hija.
– Ya lo creo que sí -dijo ella-. ¿Está todo muy seco lejos de aquí?
– Peor que ésto, según creo. ¡Dios mío! ¡Nunca había visto tantos canguros! La sequía debe de ser terrible por el lado de Milparinka. Martin King hablaba de dar una gran batida, pero creo que ni un batallón de ametralladoras reduciría el húmero de canguros de modo que se viese la diferencia.
¡Qué amable, considerado, compasivo y cariñoso era su padre! Y raras veces tenía ocasión de estar con él a solas, sin que le acompañase al menos uno de los chicos. Antes de poder cambiar de idea, Meggie formuló la espinosa pregunta, la pregunta que la corroía por dentro a pesar de todas sus seguridades internas.
– Papá, ¿por qué no viene nunca a vernos el padre De Bricassart?
– Está muy ocupado, Meggie -respondió Paddy, en tono súbitamente cauteloso.
– Pero incluso los curas tienen vacaciones, ¿no? Y le gustaba tanto Drogheda, que estoy segura de que le agradaría pasarlas aquí.
– En cierto modo, los sacerdotes disfrutan de vacaciones, Meggie; pero, en otro aspecto, siempre tienen obligaciones que cumplir. Por ejemplo, tienen que decir misa cada día, aunque estén solos. Creo que el padre De Bricassart es un hombre muy inteligente y sabe que es imposible volver atrás en la vida. Para él, pequeña Meggie, Drogheda pertenece al pasado. Si volviese, no encontraría aquí las mismas satisfacciones de antaño.
– Quieres decir que nos ha olvidado -comentó tristemente ella.
– No, no es eso. Si nos hubiese olvidado, no escribiría tan a menudo, ni pediría noticias de todos. -Se volvió en la silla, y había mucha piedad en sus ojos azules-. Yo creo que es mejor que no vuelva, y por eso no le he invitado a hacerlo.
– ¡Papá!
Paddy se metió resueltamente en el resbaladizo terreno.
– Mira, Meggie, haces mal en soñar con un sacerdote, y ya es hora de que lo comprendas. Has guardado muy bien tu secreto y creo que nadie más se ha dado cuenta de lo que sientes por él; porque siempre me has preguntado a mí, ¿no es cierto? No muchas veces, pero las suficientes. Y ahora, escúchame: esto tiene que terminar, ¿lo oyes? El padre De Bricassart hizo votos sagrados, y sé que no los rompería por nada del mundo. Interpretaste mal el afecto que siente por ti. Cuando te conoció, él era un hombre, y tú, una niña. Y así es como te considera aún, Meggie.
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