Colleen McCullough - El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino)

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El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino): краткое содержание, описание и аннотация

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En la Australia casi salvaje de los primeros años delsiglo XX, se desarrolla una trama de pasión ytragedia que afecta a tres generaciones. Una historia de amor ¿la que viven Maggie y el sacerdote Ralph de Bricassart? que se convierte en renuncia, dolor y sufrimiento, y que marca el altoprecio de la ambición y de las convenciones sociales. Una novela que supuso un verdadero fenómeno y que ha alcanzado la categoría de los clásicos.

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De pronto, Paddy comprendió que había llegado el fin. No había manera de salir de aquel infierno, a pie o a caballo. Mientras pensaba esto, un árbol reseco que había detrás de él vomitó llamas en todas direcciones, al estallar la goma que había en su interior. La piel de los brazos de Paddy se arrugó y empezó a ennegrecerse, y sus cabellos se oscurecieron al fin, pero adquiriendo un nuevo brillo. Era una muerte indescriptible, pues el fuego trabajaba desde fuera hacia dentro. Él cerebro y el corazón son los últimos que dejan de funcionar. Con sus ropas ardiendo, Paddy corrió, chillando, chillando, a través de la hoguera. Y, en cada uno de sus gritos, estaba el nombre de su mujer.

Todos los demás hombres llegaron a Drogheda antes que la tormenta, metieron sus monturas en el corral y se encaminaron a la casa grande o a las cabanas de los peones. En el salón de Fee, brillantemente iluminado y con una buena fogata en la chimenea de mármol rosa y crema, hallábanse sentados los jóvenes Cleary, escuchando la tormenta, sin ganas de salir al exterior a contemplarla. El agradable y penetrante aroma de la leña de eucalipto que ardía en el hogar, combinada con el olor de los pasteles y bocadillos en el carrito del té, era demasiado seductor. Nadie esperaba que Paddy se atreviese a volver.

Cerca de las cuatro, las nubes se alejaron hacia el Este, y todos respiraron con inconsciente alivio, porque era imposible permanecer tranquilo durante una tormenta seca, aunque todos los edificios de Drogheda estaban provistos de pararrayos. Jack y Bob salieron al exterior para, según dijeron, respirar un poco de aire fresco, pero, en realidad, para expulsar su contenido aliento.

– ¡Mira! -dijo Bob, señalando hacia el Oeste.

Sobre los árboles que cercaban el Home Paddock, se elevaba una gran cortina de humo bronceado, con sus bordes desflecados por el fuerte viento.

– ¡Dios mío! -gritó Jack, entrando en la casa y corriendo al teléfono.

– ¡Fuego, fuego! -gritó a través del micrófono, y todos se volvieron a mirarle, boquiabiertos, y corrieron al exterior, a ver lo que pasaba-. ¡Un incendio en Drogheda! ¡Y muy grande!

Después, colgó el aparato; no tenía que decir más para que se enterasen los de la central de Gilly y todos los abonados que solían descolgar sus aparatos al primer timbrazo. Aunque no se había producido ningún incendio importante en el distrito de Gilly desde la llegada de los Cleary a Drogheda, todo el mundo sabía lo que había que hacer.

Los muchachos corrieron en busca de caballos y los mozos empezaron a salir de sus cabanas, mientras la señora Smith abría uno de los almacenes y empezaba a sacar docenas de cubos. El humo se veía hacia el Este y el viento soplaba de aquella dirección, lo cual significaba que el fuego avanzaba hacia la casa. Fee se quitó la larga falda y se puso unos pantalones de Paddy, y, después, corrió con Meggie hacia las caballerizas; serían necesarias todas las manos capaces de agarrar un cubo.

En la cocina, la señora Smith empezó a llenar el horno de leña, mientras las doncellas descolgaban grandes ollas de sus ganchos.

– Menos mal que ayer matamos un ternero -dijo el ama de llaves-. Aquí está la llave de la bodega, Minnie. Tú y Cat traed toda la cerveza y el ron que tenemos y mojad rebanadas de pan, mientras yo hago el estofado. Y de prisa, ¡de prisa!

Los caballos, asustados por la tormenta, habían olido el humo y eran difíciles de ensillar; Fee y Meggie sacaron los dos inquietos pura sangre de la caballeriza al patio, para manejarlos mejor. Cuando Meggie trataba de ensillar la yegua castaña, dos vagabundos llegaron corriendo por el camino que venía de la carretera de Gilly.

– ¡Fuego, señora, fuego! ¿Tienen un par de caballos disponibles? ¡Dennos unos cuantos cubos!

– Allí, en los corrales. ¡Dios mío! ¡Ojalá ninguno de los nuestros se encuentre allí! -deseó Meggie, que no sospechaba dóndo estaba su padre.

Los dos hombres agarraron los cubos que les ofrecía la señora Smith. Bob y los hombres se habían marchado hacía cinco minutos. Los dos vagabundos les siguieron, y, en último lugar, Fee y Meggie galoparon torrente abajo, lo vadearon y corrieron en dirección al humo.

Detrás de ellas, Tom, el jardinero, acabó de llenar el coche-cuoa, bombeando agua del caudal, y puso el motor en marcha. Desde luego, nada que no fuese un fuerte chaparrón podía dominar un incendio de tales dimensiones, pero podían necesitarle para remojar los odres y la gente que los llevaba. Mientras ponía primera para que el vehículo remontase la empinada orilla del torrente, miró un momento atrás para observar la vacía casa del mayoral y las dos casitas desocupadas detrás de aquélla; eran el único punto flaco de la gran mansión, el único lugar donde había cosas combustibles lo bastante próximas a los árboles de la orilla opuesta del torrente para extender a ellos el incendio. El viejo Tom miró hacia el Oeste, meneó la cabeza con súbita decisión y, cruzando de nuevo el torrente, remontó la orilla opuesta con su vehículo. No podrían detener el fuego en la dehesa; tendrían que volver. Aparcó en lo alto de la quebrada, justamente al lado de la casa del mayoral, conectó la manguera con el depósito y empezó, a remojar el edificio; después, pasó a las dos casas más pequeñas y las roció igualmente. Era lo más útil que podía hacer: mantener aquellos tres edificios tan mojados que el fuego no pudiese prender en ellos.

Mientras Meggie cabalgaba al lado de Fee, la amenazadora nube de humo crecía por el Oeste y el olor del incendio se hacía cada vez más penetrante. Oscurecía; los animales que huían del fuego pasaban en número creciente por la dehesa; canguros y cerdos salvajes, corderos y bueyes aterrorizados, emús y goannas, y miles de conejos. Bob dejaba las puertas abiertas, observó ella, al ir de Borehead a Billa-Billa; todas las dehesas de Drogheda tenían un nombre. Pero los corderos eran tan estúpidos que se daban de cabeza en una valla y se quedaban allí, sin ver la puerta que tenían a un metro de distancia.

El fuego había avanzado quince kilómetros cuando se acercaron a él, y se estaba extendiendo también lateralmente, en un frente que crecía a cada instante. Al ver que el fuerte viento y las hierbas secas lo propagaban de arboleda en arboleda, detuvieron sus asustadas y jadeantes monturas, y miraron desatentadamente hacia el Oeste. Era inútil tratar de detener aquí el incendio; ni un ejército habría podido conseguirlo. Tenían que volver a la marfsión y defenderla, si podían. El frente tenía ya ocho kilómetros de anchura; si no espoleaban sus cansadas monturas, podían verse alcanzados y rebasados por él. Mala cosa para los corderos, sí, muy mala. Pero no podían hacer nada.

El viejo Tom estaba todavía rociando las casas del torrente cuando ellos vadearon el poco profundo cauce.

– ¡Bravo, Tom! -gritó Bob-. Aguanta hasta que el calor sea demasiado fuerte, pero no esperes al ultimo momento. Nada de heroísmo temerario; tú eres más importante que unos trozos de madera y de cristal.

Los alrededores de la casa grande estaban llenos de automóviles, y más faros oscilaban y resplandecían en la carretera de Gilly. Un nutrido grupo de hombres les estaba esperando, cuando llegó Bob a los corrales de los caballos.

– ¿Es muy grande, Bob? -preguntó Martin King.

– Temo que demasiado para poder atajarlo -respondió tristemente Bob-. Calculo que tendrá unos ocho kilómetros de anchura, y, con este viento, avanza casi a la velocidad de un caballo al galope. No sé si podremos salvar la casa, pero pienso que Horry debería aprestarse a defender la suya. El recibirá el golpe siguiente, pues no veo manera de detener el fuego.

– Bueno, la verdad es que hacía tiempo que no habíamos tenido un gran incendio. El último estalló en 1919. Organizaré un grupo para ir a Beel-Beel, pero somos muchos y aún llegarán más. Gilly puede movilizar casi quinientos hombres para luchar contra un incendio. Algunos de nosotros nos quedaremos aquí para ayudar. Afortunadamente, estoy muy al oeste de Drogheda; es cuanto puedo decir.

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