Colleen McCullough - El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino)

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El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino): краткое содержание, описание и аннотация

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En la Australia casi salvaje de los primeros años delsiglo XX, se desarrolla una trama de pasión ytragedia que afecta a tres generaciones. Una historia de amor ¿la que viven Maggie y el sacerdote Ralph de Bricassart? que se convierte en renuncia, dolor y sufrimiento, y que marca el altoprecio de la ambición y de las convenciones sociales. Una novela que supuso un verdadero fenómeno y que ha alcanzado la categoría de los clásicos.

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Bob hizo una mueca.

– ¡Vaya un consuelo, Martin!

Martin miró a su alrededor.

– ¿Dónde está su padre, Bob?

– Al oeste del fuego, tal vez en Bugela. Fue a Wüga a buscar unas cuantas ovejas para la reproducción, y Wilga está al menos a ocho kilómetros del lugar donde empezó el fuego, si no me equivoco.

– ¿No hay otros hombres en peligro?

– No, gracias a Dios.

En cierto modo, esto era como una guerra, pensó Meggie, al entrar en la casa: movimientos calculados, abastecimiento de comida y de bebida, conservación del ánimo y del valor. Y la amenaza de un desastre inminente. Iban llegando más hombres, que se reunían con los que estaban ya en el Home Pad-dock talando los árboles que habían crecido junto a la orilla del torrente y eliminando todas las hierbas altas del perímetro. Meggie recordó que, al llegar a Drogheda, había pensado que el Home Paddock habría podido ser mucho más bonito, pues, comparado con las arboledas que lo circundaban, aparecía triste y desnudo. Ahora comprendía la razón. El Home Paddock no era más que una gigantesca defensa circular contra el fuego.

Todos hablaban de los incendios que había padecido Gilly en sus setenta y pico de años de existencia. Aunque pareciese extraño, el fuego no solía constituir una amenaza importante durante las sequías prolongadas, pues no había hierba suficiente para alimentarlo. Era en épocas como ésta, un año o dos después de las fuertes lluvias que hacían crecer ubérrima la hierba, cuando se producían en Gilly los grandes incendios, que a veces calcinaban cientos de kilómetros cuadrados.

Martin King se había puesto al frente de los trescientos hombres que se habían quedado para defender Drogheda. Era el ganadero más veterano del distrito y había combatido incendios desde hacía cincuenta años.

– Tengo ciento cincuenta mil acres en Bugela -dijo-, y, en 1905, me quedé sin un cordero y sin un árbol. Tardé quince años en recobrarme, y hubo un tiempo en que pensé que no lo conseguiría, pues ni la lana ni los bueyes se cotizaban mucho en aquella época.

El viento seguía ululando y el olor a chamusquina flotaba por todas partes. Había caído la noche, pero el cielo' por occidente resplandecía con fulgor maligno, y el humo empezaba a hacerles toser a todos. Poco después, vieron las primeras llamas, grandes lenguas de fuego que brotaban y se elevaban en espiral a treinta metros de altura, penetrando en el humo, y a sus oídos llegó un rugido parecido al de una multitud sobrexcitada en un campo de fútbol. Los árboles que limitaban el Home Paddock por el Oeste se encendieron formando una capa sólida de fuego, y Meggie, que lo observaba petrificada desde la galería de la casa, pudo ver unas siluetas de pigmeos recortadas sobre aquélla, corriendo y saltando como almas angustiadas en el infierno.

– ¡Meggie! ¿Quieres entrar y guardar estas fuentes en la alacena? Esto no es una merienda en el campo, ¿sabes? -dijo la voz de su madre, y ella entró de mala gana.

Dos horas más tarde, la primera tanda de hombres agotados llegó tambaleándose en busca de algo de comer y de beber, para recobrar fuerzas y seguir luchando. Para esto habían trabajado las mujeres de la casa, para asegurarse de que habría estofado y pan, y té y ron y cerveza en abundancia, incluso para trescientos hombres. En un incendio, todos hacían lo más adecuado a sus condiciones, y, por consiguiente, las mujeres cocinaban para que los hombres conservasen su superior fuerza física. Las cajas de bebidas se vaciaban y eran sustituidas por otras; negros de hollín y jadeantes de fatiga, los hombres nacían un alto en su tarea para beber copiosamente y meterse grandes pedazos de pan en la boca, despachar un plato de estofado cuando se había enfriado un poco, y tragar una última copa de ron antes de volver a la lucha contra el fuego.

En sus idas y venidas de la casa a la cocina, Meggie observaba el incendio, pasmada y aterrorizada. Tenía, a su manera, una belleza que no era de este mundo, que venía de los cielos, de soles tan lejanos que su luz llegaba fría, de Dios y del diablo. El frente se había extendido hacia el Este; ahora estaban completamente rodeados, y Meggie podía captar detalles que el confuso holocausto del frente no permitía ver. Había formas negras y anaranjadas y rojas y blancas y amarillas; la negra silueta de un árbol muy alto aparecía revestida de una capa anaranjada, temblorosa y brillante; ascuas rojas saltaban y hacían piruetas en el aire, como fantasmas traviesos; los corazones exhaustos de los árboles quemados tenían pulsaciones amarillas, y se produjo una rociada de chispas carmesíes al estallar un eucalipto, y llamas blancas y anaranjadas brotaron súbitamente de algo que se había resistido, pero que cedía al fin. ¡Oh, sí! Un bello espectáculo en la noche, que ella recordaría mientras viviese.

Un súbito aumento de la velocidad del viento hizo que todas las mujeres se encaramasen al tejado envueltas en sacos mojados, pues todos los hombres estaban en el Home Paddock. Amparándose en sus sacos mojados, chamuscándose las manos y las rodillas a pesar de aquéllos, apagaban las brasas que habían caído en el tejado, temerosos de que la chapa de hierro cediese bajo los tizones y éstos cayesen sobre las armazones de madera. Pero lo peor del incendio estaba a quince kilómetros al Este, en Beel-Beel.

La casa solariega de Drogheda se hallaba a menos de cinco kilómetros del borde oriental de la propiedad, que era el más próximo a Gilly. Beel-Beel colindaba por allí, y más allá, más hacia el Este, se encontraba Narrengang. Cuando el viento alcanzó velocidades de sesenta a noventa kilómetros por hora, todo el distrito supo que nada, salvo la lluvia, podría impedir que el incendio durase varias semanas y asolara cientos de kilómetros de tierras de primera calidad.

Las casas de la orilla del torrente habían soportado las más furiosas arremetidas del fuego, gracias a Tom, que, como loco, llenaba el coche cuba, rociaba las casas con la manguera, volvía a llenar aquél y volvía a rociar éstas. Pero, cuando aumentó el ventarrón, el fuego prendió en las casas, y Tom se retiró, llorando.

– Más bien debería arrodillarse y dar gracias a Dios de que el viento no aumentase cuando teníamos el frente del incendio por el lado oeste -le dijo Martin King-. De haber sido así, habría desaparecido la casa grande, y nosotros corí ella. ¡Dios mío! ¡Ojalá estén bien los de Beel-Beel!

Fee le ofreció una copa grande llena de ron; Martin King no era joven, pero había luchado sin descanso y dirigido las operaciones con mano maestra.

– ¡Qué cosa más tonta! -replicó Fee-. Cuando parecía que todo estaba perdido,,,sólo se me ocurría pensar en las cosas más raras. No pensaba en la muerte, ni en mis hijos, ni en esta hermosa casa convertida en ruinas. Sólo podía pensar en mi cesta de costura, en mi labor de punto sin terminar, en la caja de botones extraños que vengo guardando desde hace años, en unos pasteles en forma de corazón que Frank me confeccionó años atrás. ¿Cómo podría sobrevivir sin estas cosas? Pequeneces, ¿sabe?, pero que no pueden remplazarse ni comprarse en una tienda.

– En realidad, eso les ocurre a la mayoría de las mujeres. Las reacciones de la mente son muy curiosas. Recuerdo que, en 1905, mi esposa volvió a la casa, sólo para buscar un trozo de bordado que estaba haciendo, mientras yo corría detrás de ella gritando como un loco. -Hizo un guiño-. Pudimos salir a tiempo, aunque perdimos la casa. Cuando construí la nueva, lo primero que hizo fue terminar aquel bordado. Era uno de aquellos tapetitos anticuados, ya sabe. Y en él se leía: «Hogar, Dulce Hogar.» -Dejó la copa vacía y meneó la cabeza, pensando las rarezas de las mujeres-. Tengo que marcharme. Gareth Davies nos necesitará en Narrengang, y, si no me equivoco, también nos necesitará Angus en Rudna Hu-nish.

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