Colleen McCullough - El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino)

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El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino): краткое содержание, описание и аннотация

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En la Australia casi salvaje de los primeros años delsiglo XX, se desarrolla una trama de pasión ytragedia que afecta a tres generaciones. Una historia de amor ¿la que viven Maggie y el sacerdote Ralph de Bricassart? que se convierte en renuncia, dolor y sufrimiento, y que marca el altoprecio de la ambición y de las convenciones sociales. Una novela que supuso un verdadero fenómeno y que ha alcanzado la categoría de los clásicos.

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El último baile era un vals. Luke asió a Meggie de la mano, ciñó su cintura con el otro brazo y la atrajo hacia sí. Era un excelente bailarín. Y ella descubrió para su sorpresa, que no tenía que hacer nada, salvo dejarse llevar. Por otra parte, el hecho de ser abrazada por un hombre, de sentir los músculos de su pecho y de sus muslos, de absorber su calor corporal, le producía una sensación extraordinaria. Sus breves contactos con el padre Ralph habían sido tan efímeros que no había tenido tiempo de percibir pequeñas cosas, y había pensado sinceramente que lo que sentía en sus brazos no volvería a sentirlo en los de nadie más. Pero lo de ahora, aunque completamente distinto, era excitante; su pulso se había acelerado, y ella comprendió que él lo había advertido, pues la estrechó de pronto con más fuerza y apoyó la mejilla en sus cabellos.

Mientras volvían a casa en el «Rolls», iluminando el accidentado camino y lo que a veces ni siquiera era camino, hablaron muy poco. Braich y Pwll estaba a más de cien kilómetros de Drogheda, y todo eran dehesas, sin casas ni luces a la vista, sin rastro de humanidad. La elevación que cruzaba Drogheda sólo era unos treinta metros más alta que la llanura, pero, en aquellas tierras negras, subir a la cresta era como alcanzar la cima de un monte en Suiza. Luke detuvo el coche, se apeó y fue a abrir la portezuela del lado de Meggie. Ésta se apeó a su vez, temblando un poco. ¿Iba a estropearlo todo, tratando de besarla? ¡Era un lugar tan tranquilo, tan apartado del mundo!

Había una valla medio podrida a un lado, y sosteniendo delicadamente a Meggie de un codo, para que no tropezase con sus frivolos zapatos, Luke la condujo por el desigual terreno, lleno de madrigueras de conejos. Meggie se asió con fuerza a la valla, contempló la llanura y perdió el habla; primero, de mie :do, y después, de asombro, al ver que él no hacía ningún movimiento para tocarla.

Casi tan claramente como habría podido hacerlo el sol, la pálida luz de la luna descubría inmensas extensiones, donde la hierba, plateada, blanca y gris, rielaba y oscilaba como un suspiro inquieto. Las hojas de los árboles brillaban súbitamente como chispas de fuego al agitar el viento las frondosas copas, y grandes golfos de sombra se abrían misteriosamente al pie de los troncos como bocas del mundo subterráneo. Ella levantó la cabeza, quiso contar las estrellas y no pudo; delicados como gotas de rocío en una tela de araña, los luceros parecían encenderse y apagarse, en un ritmo tan eterno como Dios. Parecían suspendidos sobre ella como una red, bellos, silenciosos, como observando y escrutando el alma, como ojos de insectos que brillaran bajo la luz de un faro, ciegos por su expresión, infinitos por su poder visual. Los únicos sonidos eran el susurro del viento sobre la hierba o entre los árboles, algún chasquido del «Rolls» al enfriarse y la queja de algún pájaro adormilado y enojado al ver interrumpido su descanso, y el único olor, el fragante e indefinible aroma de la dehesa.

Luke volvió la espalda a la noche, sacó una bolsa de tabaco y un librito de papel de fumar, y empezó a liar un cigarrillo.

– ¿Naciste aquí, Meggie? -preguntó, frotando perezosamente las hebras de tabaco sobre la palma de la mano.

– No; nací en Nueva Zelanda. Vinimos a Droghe-da hace trece años.

Él puso el tabaco sobre la hoja de papel, enrolló hábilmente ésta entre el índice y el pulgar, pasó la lengua por la goma, cerrando acto seguido el pequeño cilindro. Después apretó las puntas con una cerilla, frotó ésta y encendió el cigarrillo.

– Esta noche te has divertido, ¿no?

– ¡Oh, sí!

– Me gustaría llevarte a todos los bailes.

– Gracias.

Él volvió a guardar silencio, fumando despacio y mirando, por encima del «Rolls», hacia el bosquecillo donde el irritado pájaro seguía piando furiosamente. Cuando el cigarrillo quedó reducido a una colilla entre sus dedos manchados, la dejó caer al suelo y la aplastó repetidas veces con el tacón de la bota, hasta tener la seguridad de que se había apagado. Nadie tiene tanto cuidado en apagar un cigarrillo como un ganadero australiano.

Meggie suspiró y apartó la vista de la luna, y él la condujo al coche. Era demasiado prudente para intentar besarla tan pronto, ya que lo que pretendía era casarse con ella; tenía que esperar a que ella desease que la besara.

Pero hubo otros bailes, mientras el verano desgranaba su furioso y polvoriento esplendor; gradualmente, la gente de la casa se acostumbró al hecho de que Meggie había encontrado un guapo acompañante. Sus hermanos se abstuvieron de gastarle bromas, porque la querían y apreciaban también bastante a aquel hombre. Luke O'Neill era el mejor trabajador que habían tenido, y ésta era la mejor recomendación. Como, en el fondo, tenían más de obreros que de patronos, nunca se les ocurrió juzgarle por carecer de bienes. Fee, que habría debido pesarle en una balanza más selectiva, no tenía ganas de hacerlo. En todo caso, la tranquila presunción de Luke de que era diferente de los ganaderos corrientes dio su fruto, y, por esta causa, fue tratado por los de la casa como uno de ellos.

Tomó por costumbre visitar la casa grande cuando no tenía que pernoctar en la dehesa, y, al cabo de un tiempo, Bob declaró que era una tontería que comiese solo cuando había comida de sobra en la mesa de los Cleary, y entonces empezó a comer con ellos. Después de lo cual, pareció bastante injusto enviarle a dormir a más de un kilómetro de allí, cuando él era tan amable de quedarse a charlar con Meggie hasta bien avanzada la noche; en vista de lo cual, le invitaron a trasladarse a una de las casitas destinadas a los invitados y que se hallaba detrás de la casa grande.

Por quel entonces, Meggie había empezado ya a pensar mucho en él, y menos desdeñosamente que al principio, cuando no hacía más que compararle con el padre Ralph. La vieja herida estaba cicatrizando. Al cabo de un tiempo, olvidó que el padre Ralph sonreía de otra manera con su boca igual a la de Luke, y que los vividos ojos azules del padre Ralph estaban llenos de serenidad, mientras que los de Luke brillaban de inquieta pasión. Ella era joven, y nunca había saboreado plenamente el amor, sino que sólo lo había probado fugazmente en un par de momentos. Deseaba paladearlo bien, llenarse los pulmones de su aroma, sentir su vértigo en su cerebro. El padre Ralph se había convertido en el obispo Ralph; nunca, nunca volvería a ella. La había vendido por trece millones de monedas de plata, y esto dolía. Si él no hubiese empleado esta frase aquella noche, junto al manantial, ella no le habría dado vueltas al asunto; pero la había empleado, y, desde entonces, ella había yacido despierta muchas noches, preguntándose lo que habría querido decir.

Cuando bailaba con Luke, sentía inquietas las manos sobre la espalda de él; su contacto y su fuerte vitalidad le producían una fuerte excitación. Cierto que no sentía por él aquel fuego oscuro y líquido en la médula de sus huesos, y no pensaba que, si dejase de verle, se marchitaría hasta morir, ni se estremecía y temblaba por una mirada de él. Pero, al llevarla Luke a las fiestas del ditsrito, había conocido mejor a Enoch Davies, a Liam O'Rourke y a Alastair MacQueen, y ninguno de ellos la emocionaba como Luke O'Neill. Si eran lo bastante altos para obligarle a levantar la cabeza para mirarles, no tenían, en cambio, los ojos de Luke, y, si alguno tenía la misma clase de ojos, no tenía los cabellos como él. Siempre carecían de algo que no faltaba en Luke, aunque ella no sabía lo que realmente poseía Luke. Es decir, aparte de que le recordaba al padre Ralph, aunque se negaba a admitir que sólo la atrajese por esto.

Hablaban mucho, pero siempre de temas generales: el esquileo, la tierra, los corderos, o lo que él buscaba en la vida, o tal vez de lugares que había visitado o de algún acontecimiento político. Luke leía algún libro de vez en cuando, pero no era un lector inveterado como Meggie, y ésta, por más que se esforzase, no conseguían nunca hacerle leer un libro por el mero hecho de que ella lo había encontrado interesante. Tampoco llevaba nunca la conversación hacia profundidades intelectuales; y lo más curioso e irritante era que no mostraba el menor interés por la vida de ella, ni le preguntaba lo que pretendía obtener de ésta. A veces, ella deseaba hablar de materias más relacionadas con su corazón que los corderos o la lluvia, pero, si apuntaba algo en este sentido, él era experto en desviar la conversación por cauces más impersonales.

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