El secretario del cardenal De Bricassart entró en el despacho de éste.
– Siento molestarle, Eminencia, pero una señora desea verle. Le he dicho que se está celebrando un congreso, que está usted muy ocupado y no puede ver a nadie; pero ella dice que esperará en el vestíbulo hasta que tenga usted un momento para ella.
– ¿Está atribulada, padre?
– Muy atribulada, Eminencia; esto salta a la vista. Me dijo que le dijese que. se llama Meggie O'Neill -y dio a este nombre una pronunciación extranjera, que lo hizo sonar como Meghee Onill.
El cardenal Ralph se puso en pie, y su cara palideció hasta quedar tan blanca como sus cabellos.
– ¡Eminencia! ¿Se encuentra mal?
– No, padre; estoy perfectamente, gracias. Cancele todos mis compromisos hasta nueva orden, y haga pasar inmediatamente a la señora O'Neill. Que nadie nos interrumpa, si no es el mismo Santo Padre.
El sacerdote hizo una inclinación y salió. O'Neill. ¡Claro! Era el apellido del joven Dane; debía haberlo recordado. Sólo que, en el palacio del cardenal, todos le llamaban simplemente Dane. ¡Oh! Había cometido un grave error al hacerla esperar. Si Dane era el sobrino bien amado de Su Eminencia, la señora O'Neill debía ser su queridísima hermana.
Cuando Meggie entró en el despacho el cardenal Ralph casi no la reconoció. Habían pasado trece años desde la última vez que la había visto; ella tenía ahora cincuenta y tres, y él, setenta y uno. Ahora, no sólo él era viejo; lo eran los dos. Su cara no había cambiado mucho, pero parecía fundida en un molde diferente a aquel en que la había conservado en su imaginación. En vez de dulzura, una energía cortante; en vez de blandura, un toque de acero; más que la santa contemplativa de sus sueños, parecía una mártir vigorosa, madura, resuelta. Su belleza era tan impresionante como siempre, y sus ojos conservaban su claridad gris y plateada; pero todo se había endurecido, y los antaños resplandecientes cabellos eran ahora de un rubio desvaído, como los de Dane, pero sin la vida de éstos. Lo más desconcertante era que ella no le iniraba el tiempo suficiente para que él pudiese satisfacer su ansiosa y amorosa curiosidad.
Incapaz de saludar con naturalidad a esta Meggíe, le indicó un sillón con rígido ademán.
– Siéntate, por favor.
– Gracias -dijo ella, con la misma rigidez.
Sólo cuando se hubo sentado y pudo él contemplar toda su persona, advirtió que tenía los pies y los tobillos muy hinchados.
– ¡Meggie! ¿Has volado desde Australia hasta aquí, sin descansar en el camino? ¿Qué sucede?
– Sí, he venido directamente -dijo ella-. Desde hace veintinueve horas, estuve sentada en aviones, desde Gilly hasta Roma, sin poder hacer nada más que mirar las nubes a través de la ventanilla, y pensar.
Su voz era dura, fría.
– ¿Qué sucede? -repitió él, con impaciencia, inquieto y temeroso.
Ella alzó la mirada y le observó fijamente.
Había algo horrible en sus ojos; algo tan hosco y halado que él sintió un escalofrío en la nuca y se llevó una mano a ella para borrar la sensación.
– Dane ha muerto -dijo Meggie.
El se dejó caer en un sillón, y su mano cayó flaccida, como la de un muñeco roto, sobre la falda escarlata.
– ¿Muerto? -dijo, lentamente-. ¿Dane, muerto?
– Sí. Se ahogó hace seis días en Creta, salvando a unas mujeres en el mar.
Él se inclinó hacia delante, cubriéndose la cara con las manos.
– ¡Muerto! -repitió, instintivamente-. ¿Dane, muerto? ¡Mi espléndido muchacho! ¡No puede estar muerto! Dane… era un sacerdote perfecto…, todo lo que yo no había podido ser. Tenía todo lo que me faltaba a mí. -Se le quebró la voz-. Siempre lo había tenido, y todos lo sabíamos…, todos los que no somos sacerdotes perfectos. ¿Muerto? ¡Oh, Señor!
– Deja en paz a tu Señor, Ralph -dijo la desconocida que se sentaba delante de él-. Tienes cosas más importantes que hacer. He venido a pedirte ayuda, no a contemplar tu desconsuelo. He tenido muchas horas para pensar cómo te daría la noticia; todas esas horas en el aire, mirando las nubes y sabiendo que Dane está muerto. Después de efeto, tu aflicción no puede conmoverme.
Sin embargo, cuando él levantó la cara, el frío y muerto corazón de la mujer se sobresaltó, se; retorció. Era la cara de Dane, con un sufrimiento escrito en ella que Dane no podría sentir nunca. ¡Oh, gracias a Dios! Gracias a Dios que ha muerto, que no tendrá que pasar lo que ha pasado ese hombre, lo que he pasado yo. Mejor estar muerto que sufrir de esta manera.
– ¿Qué puedo hacer, Meggie? -preguntó él en tono suave, reprimiendo visiblemente sus propias emociones, para adoptar el aire afectuoso del consejero espiritual.
– Grecia es un caos. Han enterrado a Dane en algún lugar de Creta, y na puedo saber dónde, ni cuándo, ni por qué. Sólo supongo que mis instrucciones para que lo enviasen a casa en avión se demoraron a causa de la guerra civil…, y en Grecia hace tanto calor como en Australia. Por consiguiente, cuando vieron que nadie lo reclamaba, se apresuraron a enterrarle. -Se inclinó hacia delante-. Quiero que me devuelvan a mi hijo, Ralph; quiero que lo encuentren y lo lleven a casa, a reposar donde le corresponde, en Drogheda. Le prometí a Jims que lo llevaría a Drogheda, y lo haré, aunque tenga que arrastrarme de rodillas entre todas las tumbas de Grecia. No pienses en una tumba romana para él, Ralph; no, mientras yo viva y pueda sostener una batalla legal. Tiene que volver a casa.
– Nadie va a negarte este derecho, Meggie -replicó el cardenal con dulzura-. Es tierra consagrada católicamente, y esto es lo único que exige la Iglesia. También yo he pedido que me entierren en Drogheda. -Yo no puedo realizar todas las gestiones -continuó diciendo Meggie, haciendo caso omiso de las palabras de él-. No conozco el griego, ni tengo poder o influencia. Por consiguiente, acudo a ti, para que emplees los tuyos. ¡Devuélveme a mi hijo, Ralph! -No temas, Meggie; lo conseguiremos, aunque tal vez necesitemos algún tiempo. Ahora manda la izquierda en Grecia, y son bastante anticatólicos. Sin embargo, tengo amigos en Grecia, y se hará. Pondré inmediatamente en marcha todos los resortes. Queda tranquila. El era sacerdote de la Santa Iglesia Católica; tendrán que devolvérnoslo.
Alargó una mano para tirar del cordón de la campanilla, pero la fiera y fría mirada de Meggie le contuvo.
– No lo entiendes, Ralph. No quiero que pongas en marcha unos resortes. Quiero que me devuelvan a mi hijo, no Ja próxima semana o el mes próximo, ¡sino ahora! Tú hablas griego, puedes conseguir visados para ti y para mí, y obtener resultados. Quiero que me acompañes a Grecia ahora, y que me ayudes a recobrar a mi hijo.
.Había muchas cosas, en los ojos de él: ternura, compasión, emoción, dolor. Pero eran también los ojos de un sacerdote: serenos, lógicos, razonables. -Quería a tu hijo como si hubiese sido mío, Meggie; pero no puedo salir de Roma en este momento. No soy un hombre libre, y tú debes saberlo más que nadie. A pesar de cuanto puedo sentir por ti, de cuanto puedo seritir por mí mismo, no puedo salir de Roma en mitad de un congreso de vital importancia. Soy el ayudante del Santo Padre.
Ella se echó atrás, asombrada y ofendida; después, meneó la cabeza, sonriendo a medias, como ante el imprevisible comportamiento de un objeto inanimado en el que no pudiese influir, y luego, se estremeció, se humedeció los labios, pareció tomar una decisión y se irguió en su asiento.
– ¿De veras querías a mi hijo como si fuese tuyo, Ralph? -le preguntó-. ¿Qué harías por un hijo tuyo? ¿Podrías quedarte ahí sentado y decirle a su madre: «No, lo siento mucho, pero no tengo tiempo»? ¿Podrías decir esto a la madre de tu hijo?
Читать дальше