La impresión de tener que sobreponerse a esta reacción espontánea: «Tengo que hablarle de esto a Dane; él sabrá lo que he de hacer», era lo que le dolía más. Y, como ocurría tan a menudo, prolongaba su dolor. Si las circunstancias que habían rodeado su muerte hubiesen sido menos' horribles, tal vez se habría recobrado más rápidamente, pero la pesadilla de aquellos pocos días permanecía vivida. Le encontraba a faltar de un modo insoportable; su mente volvía una y otra vez al hecho inverosímil de la muerte de Dane, del Dane que nunca volvería.
Además, tenía la convicción de que no le había ayudado como debía. Todos, menos ella, parecían creer que Dane era perfecto, que no experimentaba las angustias que sentían otros hombres, pero Justi-ne sabía que le habían afligido las dudas, que se había atormentado con su propia indignidad, que se había preguntado qué podía ver la gente en él, aparte de su cara y de su cuerpo. ¡Pobre Dane, que nunca parecía comprender que la gente le quena por su bondad! Era terrible pensar que ahora era demasiado tarde para ayudarle.
Y también se afligía por su madre. Si esta muerte la apenaba tanto a ella, ¿qué debía ser para mamá? Esta idea hacía que quisiera alejarse, gritando y llorando, de los recuerdos, del conocimiento. La imagen de los tíos en Roma, el día de la ordenación, sacando el pecho como palomos orgullosos. Esto era lo peor de todo: imaginar la desolación vacía de su madre y de los otros seres de Drogheda.
Sé sincera, Justine. Sinceramente, ¿era esto lo peor? ¿No había algo que las trastornaba mucho más? No podía borrar de su mente el recuerdo de Rain, ni lo que ella consideraba como una traición a Dane. Para satisfacer sus propios deseos, había dejado que Dane se marchase solo a Grecia, cuando, si le hubiese acompañado, tal vez le habría salvado la vida. No había alternativa. Dane había muerto por culpa de su pasión egoísta por Rain. Ahora era tarde para recobrar a su hermano, pero, si el no volver a ver a Rain podía atenuar un poco su culpa, el ansia y la soledad valdrían la pena.
Y fueron pasando las semanas, y los meses. Un año, dos años. Desdémona, Ofelia, Porcia, Cleopatra. Desde el primer momento se jactó de comportarse exteriormente como si no hubiese ocurrido nada capaz de arruinar su mundo; tenía un cuidado exquisito en hablar, reír y relacionarse con la gente con toda normalidad. Si mostraba algún cansancio, era que ahora se portaba más amablemente que antes, pues las penas de la gente la afectaban como si fuesen propias. Pero, en general, era exteriormente, la misma Justine de siempre: impertinente, exuberante, impetuosa, despegada, agria.
Dos veces quiso hacer una visita a Drogheda, y la segunda, pagando incluso el pasaje en avión de su bolsillo. Pero cada vez se lo impidió una razón terriblemente importante, surgida en el último momento; sin embargo, ella sabía que la verdadera razón era una mezcla de culpabilidad y de cobardía. Sencillamente, no se atrevía a enfrentarse con su madrfe; de hacerlo, toda la historia saldría a la luz, quizás en medio de una ruidosa tormenta de dolor que, hasta el momento, había logrado evitar. La gente de Drogheda, y en particular su madre, debía seguir absolutamente convencida de que Justine estaba bien, que Justine había sobreviyido relativamente incólume. Por consiguiente, era mejor mantenerse apartada de Drogheda. Mucho mejor.
Meggie iba a suspirar, pero se contuvo. Si los huesos no le hubiesen dolido tanto, tal vez habría montado a caballo y dado un paseo; pero, hoy, sólo el pensarlo le producía dolor. Lo dejaría para otro día, cuando el artritismo se dejase sentir menos cruelmente.
Oyó el ruido de un coche y el golpe de la aldaba en la puerta principal, y un murmullo de voces, entre ellas la de su madre, y pisadas. No era Justine; por tanto, ¿qué importaba?
– Meggie -dijo Fee ;desde la entrada de la galería-. Tenemos una visita. ¿Quiere usted pasar?
El visitante era un hombre distinguido y de edad madura, aunque tal vez era más joven de lo que parecía. Muy diferente dejo? hcmbres que ella conocía, aunque mostraba la misma energía y el mismo aplomo que había tenido Ralph. Que había tenido. El' más remoto de los tiempos pasados, y, ahora, realmente definitivo.
– Meggie, éste es el señor Rainer Hartheim -dijo Fee, plantándose junto al sillón de aquélla.
– ¡Oh! -exclamó involuntariamente Meggie, muy sorprendida al ver a aquel Rain que tanto figuraba en las cartas de Justine de los viejos tiempos. Después, recordando sus buenos modales-: Siéntese, señor Hartheim, por favor.
Él también la miraba sorprendido.
– ¡Justine no se le parece en nada! -dijo, en tono bastante casual.
– No; en nada.
Se sentó delante de él.
– Te dejaré a solas con el señor Hartheim, Meggie, pues dice que desea hablarte en privado. Llama, cuando quieras que traigan el té -ordenó Fee, y se marchó.
– Es usted el amigo alemán de Justine, naturalmente -dijo Meggie, desconcertada.
Él sacó su pitillera.
– ¿Me permite?
– Desde luego.
– ¿Quiere usted uno, señora O'Neill?
– No, gracias; no fumo. -Se alisó el vestido-. Está usted muy lejos de su casa, señor Hartheim. ¿Tiene negocios en Australia?
Él sonrió, preguntándose lo que diría ella si supiese que él era, en efecto, quien mandaba en Drog-heda. Pero no tenía la menor intención de decírselo, pues prefería que todos los de Drogheda creyesen que su bienestar estaba enteramente en las manos impersonales del caballero que empleaba como intermediario.
– Llámeme Rainer, señora O'Neill, se lo ruego -dijo, dando a su nombre la misma pronunciación que le daba Justine, y convencido de que aquella mujer acabaría llamándole así en un futuro próximo, pues no era de las que se andaba con remilgos con los desconocidos-. No, no tengo ningún asunto oficial en Australia, pero sí una buena razón para venir. Quería verla a usted.
– ¿Verme a mí? -preguntó ella, sorprendida. Y, para disimular su súbita confusión, cambió de tema-: Mis hermanos hablan con frecuencia de usted. Fue muy amable con ellos, cuando estuvieron en Roma para la ordenación de Dane. -Y pronunció el nombre de Dane sin tristeza, como si acostumbrase citarlo a menudo-. Espero que pueda quedarse unos días, y así podrá verlos.
– Lo haré -dijo él, con naturalidad.
Para Meggie, la entrevista iba resultando inesperadamente incómoda; él era un extraño, acababa de decir que había viajado veinte mil kilómetros sólo para verla, y, por lo visto, no tenia prisa en ilustrarla sobre el motivo. Pensó que acabaría simpatizando con él, pero le daba un poco de miedo. Quizás era la primera vez que veía un hombre como Rainer, y era esto lo que la intimidaba. De pronto, vio a Justine bajo una luz completamente nueva: ¡su hija podía relacionarse fácilmente con hombres como Rainer Moerling Hartheim! Y al fin pensó en Justine como en una mujer que podía ser su compañera.
Aunque de edad avanzada y cabellos blancos, era todavía muy hermosa, pensaba él, mientras ella le miraba cortésmente; todavía estaba sorprendido de que no se pareciese en absoluto a Justine, mientras Dane se había parecido tanto al cardenal. ¡Debía encontrarse terriblemente sola! Sin embargo, no podía compadecerla como compadecía a Justine; saltaba a la vista que sabía lo que se hacía.
– ¿Cómo está Justine? -preguntó ella.
Él encogió de hombros.
– No lo sé. No la he visto desde antes de la muerte de Dane.
Ella no pareció asombrada.
– Yo tampoco la he visto desde el entierro de Dane -dijo, y suspiró-. Al principio, esperé que volvería a casa; pero empiezo a creer que no lo hará jamás.
Él murmuró algo a modo de consuelo; pero ella no pareció oírle, pues siguió hablando, aunque en tono diferente, como si lo hiciese consigo misma.
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