Eran casi las cinco de la tarde; el sol teñido de rojo se deslizaba hacia poniente detrás del foco acantilado, pero estaba aún lo bastante alto para iluminar el oscuro grupito de la playa y la larga forma inmóvil que yacía sobre la arena, cerrados los ojos, rígidas las pestañas por la sal al secarse, sonriendo débilmente los amoratados labios. Trajeron una camilla, y los cretenses y los soldados americanos, juntos, se llevaron a Dane de allí.
Atenas estaba en plena agitación, grupos de amotinados alteraban el orden; pero el coronel de la USAF comunicó con sus superiores por una onda de frecuencia especial, sosteniendo en la mano el pasaporte azul australiano de Dane. Como todos estos documentos, decía muy poco acerca de su persona. En el sitio correspondiente a la profesión, decía simplemente «Estudiante», y, al dorso, aparecía el nombre de Justine, como pariente más próximo, y su dirección en Londres. Sin fijarse en el aspecto legal del término, él había puesto este nombre porque Londres estaba mucho más cerca de Roma que Drogheda. En la pequeña habitación de la posada, el estuche negro y cuadrado que contenía sus ornamentos sacerdotales no había sido abierto; esperaba, con su maleta, instrucciones sobre el lugar al que habían de enviarse.
Cuando sonó el teléfono, a las nueve de la mañana, Justine se volvió en la cama, abrió un ojo soñoliento y permaneció inmóvil, maldiciendo el aparato y prometiéndose que, en lo sucesivo, lo dejaría desconectado. Si todo el mundo creía que era decente y adecuado empezar a tratar sus asuntos a las nueve de la mañana, ¿por qué se imaginaban que ella pensaba lo mismo?
Pero el teléfono siguió llamando, llamando. Tal vez era Rain; esta idea inclinó la balanza, y Justine se levantó y se dirigió, tambaleándose, al cuarto de estar. El Parlamento alemán estaba reunido en sesión urgente; hacía una semana que no había visto a Rain, y no confiaba en verle hasta pasada otra semana.
Pero tal vez se había resuelto la crisis y la llamaba para anunciarle su llegada.
– ¡Diga!
– ¿Señorita Justine O'Neill?
– Sí; al habla.
– Aquí, la Casa de Australia, en Aldwych, ¿sabe?
La voz tenía acento inglés, y dio un nombre en el que no reparó Justine, porque todavía estaba asimilando el hecho de que no era Rain quien le hablaba.
– Diga, Casa de Australia.
Bostezando, levantó un pie y frotó la punta con la planta del otro.
– ¿Tiene usted un hermano llamado señor Dane O'Neill?
Justine abrió los ojos.
– Sí.
– ¿Está actualmente en Grecia, señorita O'Neill?
Elía se puso alerta, de nuevo con los dos pies sobre la alfombra.
– Sí, así es -dijo, sin ocurrírsele corregir a la voz y explicarle que él era padre, no señor.
– Señorita Justine O'NeiH, lo siento muchísimo, pero tengo el desagradable deber de darle una mala noticia.
– ¿Una mala noticia? ¿Una mala noticia? ¿Qué es? ¿De qué se trata? ¿Qué ha pasado?
– Lamento tener que comunicarle que su hermano, el señor Dane O'Neill se ahogó ayer en Creta, tengo entendido que en heroicas circunstancias, realizando un salvamento en el mar. Sin embargo, va sabe usted que hay revolución en Grecia y que las informaciones que tenemos son muy lacónicas y posiblemente poco exactas.
El teléfono estaba sobre una mesa, cerca de la pared, y Justine buscó el sólido apoyo que ésta le ofrecía. Pero sus rodillas flaquearon, y empezó a deslizarse lentamente, hasta quedar hecha un ovillo en el suelo. Sin reír y sin llorar, murmuraba algo entre audibles jadeos. Dane ahogado. Un jadeo. Dane muerto. Un jadeo. Creta, y Dane ahogado. Un jadeo. Muerto, muerto.
– Señorita O'Neill. ¿Está usted ahí, señorita O'Neill? -insistió la voz.
Muerto. Ahogado. ¡Mi hermano!
– ¡Conteste, señorita O'Neill!
– Sí, sí, sí, sí, ¡sí! ¡Oh, Dios mío! ¡Estoy aquí!
– Tengo entendido que usted es su pariente más próximo; por consiguiente, debe darnos instrucciones sobre lo que hay que hacer con el cadáver. ¿Me oye, señorita O'Neill?
– ¡Sí. sí!
– ¿Qué dispone usted sobre el cadáver, señorita O'Neill?
¡El cadáver! Era un cadáver, y ni siquiera podían decir su cadáver; tenían que decir el cadáver. Dane, mi Dane.
– ¿Su pariente más próximo? -se oyó decir! a sí misma, con voz muy débil, desgarrada por aquellos grandes jadeos-. Yo no soy el pariente más próximo de Dane. Es mi madre, supongo.
Hubo una pausa.
– Esto es muy complicado, señorita O'Neill. Si no es usted el pariente más próximo, hemos perdido un tiempo valioso. -La compasión cortés se había trocado en impaciencia-. No parece usted comprender que hay revolución en Grecia y que el accidente ocurrió en Creta, que está aún más lejos y con la que es aún más difícil establecer contacto. ¡Üf! La comunicación con Atenas es virtualmente imposible, y nos han ordenado que transmitamos inmediatamente los deseos e instrucciones del pariente más próximo acerca del cadáver. ¿Está su madre ahí? ¿Puedo hablar con ella, por favor?
– Mi madre no está aquí. Está en Australia.
– ¿Australia? ¡Dios mío, esto se pone cada vez peor! Ahora tendremos que enviar un cablegrama a Australia; más dilaciones. Si no es usted su pariente más próximo, señorita O'Neill, ¿por qué se expresa así en el pasaporte de su hermano?
– No lo sé -dijo ella, riendo sin querer.
– Déme la dirección de su madre en Australia; le enviaremos un cable inmediatamente. Tenemas que saber lo que hay que hacer con el cadáver! Pero dése cuenta de que, mientras cablegrafiamos y recibimos la contestación, pasarán veinticuatro horas. Ya era bastante difícil sin esta complicación.
– Entonces, telefoneen. No pierdan el tiempo con cables.
– Nuestro presupuesto no incluye las conferencias internacionales, señorita O'Neill -dijo ásperamente la voz-. Y ahora, tenga la bondad de darme el nombre y la dirección de su madre.
– Señora Meggie O'Neill -recitó Justine-, Dro-gheda, Gillanbone, Nueva Gales del Sur, Australia -y deletreó los nombres que debían resultar extraños a su interlocutor.
– Señorita O'Neill, repito mi profundo pésame.
Hubo un chasquido en el auricular y empezó el interminable zumbido indicador de que la línea estaba libre. Justine se sentó en el suelo y dejó resba lar el aparato sobre su falda. Tenía que ser un error. ¿Ahogarse Dane, cuando nadaba como un campeón?
No; no era verdad. Pero lo es, Justine; tú sabes que lo es; no quisiste ir con él, para protegerle, y se ahogó. Tú eras su protectora, cuando él era pequeño, y tenías que haber estado allí y ahogarte con él. Y la única razón de que no estuvieses allí fue que querías estar en Londres para hacer eJ amor con Rain.
Le costaba pensar. Todo era difícil. ííaria parecía funcionar, ni siquiera sus piernas. No podía levantarse; nunca volvería a levantarse. En su mente sólo había sitio para Dane, y sus pensamientos giraban en círculos cada vez más pequeños alrededor de Dane. Hasta que pensó en su madre, en los de Drogheda. ¡Oh, Dios mío! La noticia llegará allí, a ella, a ellos. Mamá no tendrá siquiera el adorable recuerdo de su rostro en Roma. Enviarán el cablegrama a la Policía de Gilly, supongo, y el viejo sargento Era subirá a su coche y recorrerá el largo trayecto hasta Drogheda, para decirle a mi madre que su único hijo varón ha muerto. No es el hombre adecuado para esta misión; es casi un desconocido, Señora O'Neill, le doy mi más profundo y sentido pésame; su hijo ha muerto. Palabras vanas, corteses, vacías… ¡No! No puedo permitir que le hagan esto; ¡ella es también mi madre! No quiero que se lo digan así, como yo tuve que oírlo.
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