Colleen McCullough - El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino)

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El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino): краткое содержание, описание и аннотация

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En la Australia casi salvaje de los primeros años delsiglo XX, se desarrolla una trama de pasión ytragedia que afecta a tres generaciones. Una historia de amor ¿la que viven Maggie y el sacerdote Ralph de Bricassart? que se convierte en renuncia, dolor y sufrimiento, y que marca el altoprecio de la ambición y de las convenciones sociales. Una novela que supuso un verdadero fenómeno y que ha alcanzado la categoría de los clásicos.

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– Yo no sé que lo esté ahora -dijo el Ja, rumiando la noflcia.

Él se puso en pie y Ja obligó a levantarse.

– Bueno, puedes hacer un poco de práctica preparándome el desayuno. Si estuviésemos en mi casa, yo te haría los honores; pero, en tu cocina, tú eres la cocinera.

– No me importa prepararte el desayuno esta mañana; teóricamente, ¿comprometerme hasta el día de mi muerte? -Meneó la cabeza-. No creo que esto se haya hecho para mí, Rain.

Él volvía a poner cara de emperador romano, imperialmente imperturbable ante las amenazas de insurrección.

– Justine, esto no es cosa de juego, ni estoy dispuesto a jugar con ello. El tiempo es largo. Y tienes razones para saber que soy paciente. Pero quítate de la cabeza toda idea de que esto puede arreglarse de algún modo que no sea el matrimonio. No quiero que me conozcan por algo menos importante para ti que tu marido.

¡No voy a renunciar al teatro! -replicó ella, en tono agresivo.

Verfluchte kiste, ¿acaso te lo he pedido? ¡No seas niña, Justine! ¡Cualquiera diría que te condeno a cadena perpetua en la cocina y en el fregadero! No estamos precisamente a dos velas, y lo sabes. Podrás tener todo el servicio que quieras, niñeras para los hijos, todo cuanto necesites.

– ¡Caray! -dijo Justine, que oo había pensado en los hijos.

Él echó la cabeza atrás y soltó vina carcajada.

– ¡Oh, herzchenl ¡Esto es lo que llaman expiación del pecado! He sido un tonto al plantear tan pronto las realidades, lo sé; pero creo que éste es el momento de que empieces a pensar en ellas. En todo caso, voy a hacerte una advertencia leal: antes de tomar una decisión, recuerda que si no puedo tenerte como esposa, no quiero saber nada más de ti.

Ella le echó los brazos al cuello y apretó con fuerza.

– ¡Oh, Rain, no me lo pongas tan difícil! -gritó.

Dane, solo, remontó con su «Lagonda» la bota italiana, cruzando Perugia, Florencia, Bolonia, Ferrara, Padua, era mejor dejar Venecia atrás y pasar la noche en Trieste. Ésta era una de sus ciudades predilectas; por consiguiente, pasó un par de días en la costa del Adriático antes de lanzarse por la carretera de montaña hacia Liubliana, para pasar la noche siguiente en Zagreb. Después, descendió por el valle del río Sava, entre campos azules de flores de achicoria, hasta Belgrado, y de allí a Nis, donde pasó otra noche. Macedonia y Skopie, todavía en ruinas a causa del terremoto de dos años antes; y Tito-Veles, la ciudad de vacaciones, curiosamente turca con sus mezquitas y minaretes. Durante toda la travesía de Yugoslavia había comido con frugalidad, sintiendo vergüenza de sentarse ante un gran plato de carne, cuando la gente del país se contentaba con un pedazo de pan.

La frontera griega, en Evzone, y, más allá, Tesalónica. Los periódicos italianos habían hablado mucho de la revolución que se fraguaba en Grecia y ahora, al observar desde la ventana de su hotel los miles de antorchas llameantes moviéndose incansablemente en la oscuridad de la noche tesalonicense, se alegró de que Justine no le hubiese acompañado.

«¡Pa-pan-dreu! ¡Pa-pan-dreu!», vociferaban las multitudes, hormigueando entre las antorchas hasta después de medianoche.

Pero la revolución era un fenómeno de ciudades, de densas concentraciones de gente y de pobreza; el mellado paisaje de Tesalia debía ser igual que el que vieron las legiones de César, al cruzar los campos quemados para enfrentarse con Pompeyo en Farsa lia. Los pastores dormían a la sombra de tiendas de pieles de animales; las cigüeñas se sostenían sobre una pata en sus nidos, en la cima de los pequeños edificios viejos y blancos, y en todas partes había una aridez aterradora. Con su cielo alto y azul, y sus eriales pardos y sin árboles, este paisaje le recordaba Australia. Y respiró profundamente y empezó a sonreír, al pensar que iría a casa. Cuando hubiese hablado con ella, mamá comprendería.

Llegó al mar en las proximidades de Larísa, y allí detuvo el coche y se apeó. El mar oscuro como el vino de Hornero; una delicada y clara aguamarina cerca de las playas, que se teñía de púrpura, como los racimos, al extenderse hacia el curvo horizonte. En un prado verde, allá en el fondo, se levantaba un pequeño templo, redondo y con columnas, muy blanco bajo el sol, y detrás de él, en lo alto de una colina, subsistía una amenazadora fortaleza del tiempo de las Cruzadas. Eres muy hermosa, Grecia, más hermosa que Italia, a pesar de que yo adoro Italia. Pero aquí está la cuna, para siempre.

Ansiando llegar a Atenas, siguió adelante, lanzó el rojo coche deportivo cuesta arriba, por la serpenteante carretera del puerto de Dcmokos, y descendió por el otro lado a Beoda: un panorama imponente de olivares, de vertientes mohosas, de montañas. A pesar de la prisa, se detuvo para contemplar el extraño y hollywoodense monumento a Leónidas y sus espartanos, en las Termopilas. La lápida decía: «Extranjero, ve y diles a los espartanos que aquí yacemos, en cumplimiento de su mandato.» Esto hizo vibrar una cuerda en su interior; casi le pareció que había oído estas mismas palabras en un contexto diferente; se estremeció y arrancó rápidamente.

Cuando el sol marchaba hacia el ocaso, se detuvo un rato sobre Kamena Voura, inmersa en aguas claras y mirando a Eubea a través del angosto estrecho; de allí debieron de zarpar miles de barcos desde Aulis, rumbo a Troya. La corriente era fuerte y se dirigía a alta mar; sin duda no tuvieron que esforzarse mucho con los remos. Los extasiados arrullos y palmadas de la vieja vestida de negro de la casa de baños le molestaron; le faltó tiempo para largarse de allí. Ahora, la gente no se refería ya a su belleza delante de él,, y por esto podía olvidarse de ella casi siempre. Deteniéndose solamente para comprar en la tienda un par de enormes bocadillos cargados de mostaza, siguió su camino por la costa del Ática y llegó finalmente a Atenas cuando se ponía el sol, dorando el gran roquedal y su preciosa corona de columnas.

Pero Atenas era una ciudad tensa y viciosa, y la descarada admiración de las mujeres le mortificaba; las mujeres romanas eran más refinadas, más sutiles. Algo bullía en las multitudes, una algarada latente, una amenazadora determinación en el pueblo de tener a Papandreu. No; Atenas no era la misma; era mejor estar en cualquier otra parte. Guardó el «Lagonda» en un garaje y tomó el transbordador hacia Creta.

Y al fin, allí, entre los olivares, el tomillo/ silves tre y las montañas, encontró la paz. Después de un largo trayecto en autobús, entre atadas gallinas vocingleras y un olor a ajo que lo invadía todo, encontró una pequeña posada pintada de blanco, con unos porches y tres mesas con sombrillas sobre las losas de la terraza, y unas alegres bolsas griegas festoneadas, colgadas como farolillos. Pimenteros y eucaliptos australianos, traídos de la nueva tierra del Sur a un terreno demasiado árido para los árboles europeos. El canto estridente de las cigarras. Y polvo, girando en nubes rojas.

Por la noche, durmió en una habitación parecida a una celda, con las ventanas abiertas de par en par; al amanecer, celebró una misa solitaria, y, durante el día, se dedicó a pasear. Nadie le molestaba, ni él molestaba a nadie. Pero, al pasar, los ojos negros de los campesinos le seguían con evidente asombro, y las arrugas de las caras se acentuaban en una sonrisa. Hacía muchísimo calor y todo estaba en silencio, como amodorrado. La paz perfecta. Y los días se sucedían como cuentas de rosario entre unos curtidos dedos cretenses.

Él oraba sin palabras; era más bien un sentimiento, una extensión de lo que pasaba por su interior, ideas como cuentas de un rosario, días como cuentas de un rosario. Señor, soy realmente Tuyo. Te doy las gracias por Tus muchos dones. Por el gran cardenal, por su ayuda, por su profunda amistad^ por su inquebrantable amor. Por Roma y por la oportunidad que me diste de estar en Tu corazón, de postrarme ante Ti en Tu propia basílica, de sentir la piedra de Tu Iglesia dentro de mí. Tú me has dado mucho más de lo que merezco: ¿qué puedo hacer por Ti, para mostrarte mi gratitud? No he sufrido bastante. Mi vida ha sido de una larga y absoluta alegría desde que entré a Tu servicio. Debo sufrir, y Tú, que sufriste, lo sabes. Sólo a través del sufrimiento puedo elevarme sobre lo que soy, comprenderte mejor. Porque esto es la vida: un paso hacia la comprensión de Tu misterio. Clava Tu lanza en mi pecho, ¡entiérrala tan hondo que nunca pueda arrancarla! Hazme sufrir… Por Ti renuncio a todos los demás, incluso a mi madre y a mi hermana y al cardenal. Sólo Tú eres mi dolor y mi alegría. Humíllame y cantaré Tu amado Nombre. Destruyeme, y me regocijaré. Porque Te amo. Sólo a Ti…

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