Colleen McCullough - El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino)

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El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino): краткое содержание, описание и аннотация

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En la Australia casi salvaje de los primeros años delsiglo XX, se desarrolla una trama de pasión ytragedia que afecta a tres generaciones. Una historia de amor ¿la que viven Maggie y el sacerdote Ralph de Bricassart? que se convierte en renuncia, dolor y sufrimiento, y que marca el altoprecio de la ambición y de las convenciones sociales. Una novela que supuso un verdadero fenómeno y que ha alcanzado la categoría de los clásicos.

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Había llegado a la pequeña playa a donde le gustaba nadar, una media luna amarilla entre cantiles, y estuvo un rato mirando, por encima del Mediterráneo, hacia lo que debía ser Libia, mucho más allá del oscuro horizonte. Después, bajó ágilmente los peldaños hasta la arena, se quitó los zapatos de lona, los recogió y echó a andar sobre el mullido suelo hasta el sitio donde solía dejar sus zapatos, sus camisas y sus pantalones. Dos jóvenes ingleses, que hablaban con el reposado acento de Oxford, yacían como langostas en parrilla no lejos de allí, y, más allá, había dos mujeres que hablaban perezosamente en alemán. Dane miró a las mujeres y se sujetó mejor el traje de baño, observando que habían interrumpido su conversación para sentarse, alisarse el cabello y sonreírle.

– ¿Qué tal les va? -preguntó a los ingleses, aunque mentalmente los llamaba como los llaman todos los australianos: pommies.

Parecían formar parte del paisaje, porque estaban todos los días en la playa.

– Magnífico, muchacho. Pero tenga cuidado con la corriente; es demasiado fuerte para nosotros. Debe de haber tormenta en alguna parte.

– Gracias -dijo Dane, sonriendo, y corrió hacia las olitas de inofensivo aspecto y se zambulló limpiamente en el agua poco profunda, como experto que era en estas cosas.

Pero era sorprendente lo engañosa que podía ser el agua mansa. La corriente era fortísima y podía sentirla tirando de sus piernas para sumergirle; pero era demasiado buen nadador para preocuparse por esto. Se deslizó boca abajo en el agua, jugueteando en su frescura, gozando de su libertad. Cuando se detuvo y miró a la playa, vio que las dos alemanas se ponían sus gorros y corrían riendo hacia las olas. Haciendo bocina con las manos, les gritó en alemán que no se adentrasen demasiado en el mar, a causa de la corriente. Ellas rieron y agitaron la mano, en señal de que habían comprendido. Entonces, él bajó de nuevo la cabeza, volvió a nadar y le pareció escuchar un grito. Pero nadó un poco más y se detuvo en un lugar donde la resaca era menos fuerte. Sí, eran gritos, y, al volverse, vio que las dos mujeres se debatían, que tenían los rostros convulsos y chillaban, y que una de ellas levantaba las manos y se hundía. En la playa los dos ingleses se habían levantado y se acercaban al agua de mala gana.

Él se puso plano sobre el vientre y braceó, acercándose más y más a ellas. Unos brazos aterrorizados se estiraron, le asieron con fuerza, le sumergieron; consiguió agarrar a una mujer por la cintura y sostenerla el tiempo suficiente para dejarla sin sentido de un fuerte golpe en el mentón; después, agarró a la otra por un tirante del traje de baño, apoyó la rodilla en su espina dorsal y la hizo girar sobre sí misma. Tosiendo, pues había tragado agua al sumergirse, se volvió de espaldas y empezó a remolcar su desvalida carga.

Los dos pommies estaban de pie, con agua hasta los hombros, demasiado asustados para aventurarse más, y Dane no les censuró por ello. Tocó la arena con las puntas de los pies; suspiró aliviado. Agotado, hizo un último esfuerzo supremo y empujó a las mujeres hacia su salvación. Ellas, recobrando en seguida el sentido, empezaron a gritar de nuevo, corriendo desaforadamente de un lado a otro. Dane, jadeando, consiguió esbozar una sonrisa. Había hecho su trabajo; los pommies podían cuidar de lo demás. Pero, mientras descansaba, casi sin resuello, la corriente le había arrastrado de nuevo mar adentro; sus pies ya no tocaban el fondo, por más que estirase las piernas. Las mujeres se habían salvado por un pelo. Si él no hubiese estado allí, seguro que se habrían ahogado; los pommies no habrían tenido fuerza o habilidad para salvarlas. Pero, le dijo una voz, ellas sólo quisieron nadar para acercarse a ti; mientras no te vieron, no pensaron siquiera en meterse en el agua. Si corrieron peligro, fue por tu culpa, por tu culpa.

Y, mientras flotaba sin dificultad, sintió un\terri-ble dolor en el pecho, como si le clavasen una lanza, una larga lanza al rojo, de indecible angustia. Gritó, alzo los brazos sobre la cabeza, trató de relajar los músculos convulsos; pero el dolor aumentó, le obligó a bajar los brazos, a apretarse las axilas con los puños, a encoger las rodillas. ¡Mi corazón! ¡Sufro un ataque de corazón, me estoy muriendo! ¡Mi corazón! ¡No quiero morir! Todavía no, no sin comenzar mi trabajo, ¡no sin tener ocasión de probarme a mí mismo! ¡Ayúdame, Señor! ¡No quiero morir, no quiero morir!

Cesaron los espasmos y el cuerpo se relajó; Dane se volvió sobre la espalda y abrió los brazos, dejándolos flotar, a pesar del dolor. A través de las mojadas pestañas, contempló fijamente la alta bóveda del cielo. Esto es; ésta es Tu lanza, la lanzada que, en mi orgullo, Te pedí hace menos de una hora. Dame ocasión de sufrir, Te dije; hazme sufrir. Y ahora me resisto, incapaz de sentir el amor perfecto. Amadísimo Señor, ¡es Tu dolor! Debo aceptarlo, no debo luchar contra él, no debo luchar contra Tu voluntad. Tu mano es poderosa y éste es Tu dolor, como el que debiste sentir en la Cruz. Dios mío, Dios mío, ¡soy Tuyo! Hágase Tu voluntad. Me pongo como un niño en Tus manos infinitas. Eres demasiado bueno conmigo. ¿Qué he hecho para merecer tanto de Ti, y de las personas que me quieren más que a nadie? ¿Por qué me has dado tanto, si soy indigno de ello? ¡El dolor, el dolor! ¡Qué bueno eres para mí! Te pedí que no durase mucho, y no durará mucho. Mi sufrimiento será breve, terminará pronto. Pronto veré Tu faz, pero ahora, cuando todavía vivo, Te doy las gracias. ¡El dolor! Amadísimo Señor, eres demasiado bueno conmigo. ¡Te amo!

Un fuerte temblor sacudió el cuerpo inmóvil, expectante. Los labios se movieron, murmuraron un Nombre, trataron de sonreír. Entonces, las pupilas se dilataron, y todo el azul de los ojos se extinguió para siempre. Ya a salvo en la playa, los dos ingleses soltaron sus llorosas cargas sobre la arena y le buscaron con la mirada. Pero el plácido mar azul estaba vacío en su inmensidad; las oflitas llegaban corriendo y se retiraban. Dane se había ido.

Alguien pensó en la cercana base de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos. Menos de media hora después de la desaparición de Dane, se elevó un helicóptero que batió frenéticamente el aire y describió círculos cada vez más grandes desde la playa hacia el mar, buscando. Nadie esperaba hallar nada. Los ahogados se hunden y no vuelven a flotar hasta pasados varios días. Transcurrió una hora; y entonces, unas quince millas mar adentro, descubrieron a Dane flotando plácidamente en las profundas aguas, abiertos los brazos, mirando al cielo. De momento, pensaron que estaba vivo y lanzaron gritos de júbilo; pero, al descender el aparato, cubriendo el agua de sibilante espuma, vieron claramente que estaba muerto. Comunicaron por radio las coordenadas, y una lancha se hizo a la mar y regresó tres horas más tarde.

Había circulado la noticia. Los cretenses gustaban de verle pasar, de cambiar con él unas tímidas palabras. Le querían, aun sin conocerle. Bajaron a la playa; las mujeres vestidas todas de negro, como pajarracos; los nombres, con sus anticuados pantalones bombachos, camisa blanca de cuello abierto y mangas arremangadas. Y formaron grupos silenciosos, esperando.

Cuando llegó la lancha, un corpulento sargento mayor saltó a la arena y se volvió para recibir en sus brazos un cuerpo envuelto en una manta. Dio unos pasos playa arriba, hasta más allá de la línea del agua, y, con la ayuda de otro hombre depositó su carga en el suelo. La manta se abrió, y los cretenses emitieron un agudo y chirriante murmulló. Se apretujaron alrededor, apretando crucifijos sobre los labios curtidos por el tiempo, y las mujeres gimieron: un ¡ohhhhh! inarticulado que casi tenía melodía, plañidero, resignado, fúnebre, femenino.

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