Al día siguiente tocamos en un puerto búlgaro, cuyo nombre no recuerdo, en el que desembarcaron los dos guardias rojos que habían hecho el contrabando de los brillantes. Dos días más tarde llegábamos a Turquía. No nos dejaron ir directamente a Constantinopla, sino que nos obligaron a recalar en Prinkipo, donde los aliados habían puesto un lazareto para todos los barcos que venían de Rusia. Apenas fondeamos vinieron las Comisiones interaliadas a inspeccionar el Anastasia . Llegaron primero los ingleses, que se marcharon sin molestarnos cuando vieron que no había ingleses a bordo. Vinieron después los franceses y los italianos, y entonces empezaron los trabacuentas. Casi ninguno de los que habíamos salido de Rusia tenía efectivamente la nacionalidad que había invocado para salir: un armenio se había fingido ciudadano francés, un judío polaco había dicho que era belga, nosotros habíamos pasado por italianos.
Nos obligaron a desembarcar en Prinkipo y nos llevaron a un hospital, donde nos despojaron de nuestras ropas, nos bañaron, nos pelaron, fumigaron y desinfectaron. Quieras que no, yo me encontré rapado al cero y vestido con un uniforme de soldado italiano. Por la tarde nos formaron militarmente y vino un oficial italiano, que me reclamó. Yo entonces di dos pasos al frente y dije:
—Usted perdone, señor; pero yo no soy italiano.
—¿Cómo que no?
—No, señor. ¡Usted qué se ha creído! Yo soy español. ¡Nada menos que español! ¿Estamos?
—Pero su documentación es italiana y está usted a las órdenes de las autoridades italianas.
—Mi documentación se ha perdido o se me ha caído al mar.
—Pues será usted devuelto a Rusia.
—¡Amos, anda, so pasmao! El Consulado español en Constantinopla pagará a Italia los gastos de mi repatriación.
Tuvieron que resignarse, y se dispuso que el Anastasia me llevaría a Constantinopla; pero no se me dejaría desembarcar hasta que, efectivamente, el Consulado español se hiciese cargo de mí y abonase las diez libras que había costado a Italia mi repatriación. Si España no pagaba me volverían a llevar a Odesa.
Cuando el Anastasia fondeó al lado de Estambul envié un recado al Consulado contando lo que me pasaba y pidiendo que viniesen a rescatarme, pues no me dejaban desembarcar mientras no tuviese la autorización de la Comisión interaliada, que sólo con el aval de mí país podían concederme. Con la esperanza de que el Consulado pagaría me dieron de comer en el barco aquel día y el siguiente, pero como al tercer día no había aparecido nadie a reclamarme me comunicaron que no me darían más de comer y que tres días más tarde me reexpedirían para Rusia. Mandé un nuevo recado, y me contestaron que en el Consulado no reconocían ni amparaban subditos españoles llegados de matute, y que podían devolverme a Rusia si querían. Pasé unos días terribles. ¿Sería posible que España me abandonase? Me comunicaron, al fin, que al día siguiente me reexpedirían a Odesa. Aquella noche me escondí en la cubierta del Anastasia y aprovechando el primer descuido de los vigilantes del muelle salté por la borda, gané a nado el malecón y eché a correr en dirección al Consulado, que estaba en Taxim. El portero del Consulado no me dejaba pasar, pero haciéndole un regate eché escaleras arriba y entré como una tromba en el despacho del cónsul.
Estaba el cónsul despachando con varios funcionarios del Consulado, y al verme entrar y cerrar la puerta se asustaron. Yo debía de tener un aspecto de loco terrible. Antes de que pudiera abrir la boca cayeron sobre mí y, ayudados por el portero, me querían sacar del despacho a viva fuerza. Chillé y pateé desesperadamente, agarrándome a los muebles y a las paredes para que no me echasen.
—Pero ¿quién es usted? —gritó el cónsul.
—Un español que viene buscando la protección de España.
—No le conocemos.
—Sí me conocen. Y yo les conozco a ustedes. Usted es don Fulano, y usted, don Mengano. Y tú, ¿no eres el hijo de Fernández, el primer dragomán del Consulado?
El aludido se molestó al ver que aquel desharrapado le trataba con tanta confianza. Tuve que llevarle a un rincón y decirle:
—¿No te acuerdas de lo que tuviste en los brazos en la iglesia de Santa María? ¿Qué ha sido de ella? ¿Sabes algo?
Abrió los ojos desmesuradamente y me miró con estupor y pena.
—¡Martínez! —exclamó.
—Juan Martínez, el mismo. ¿Me conoces ahora?
—No es posible. Juan Martínez murió en Rusia hace tiempo.
—Pues ha resucitado. Yo soy Juan Martínez.
Me miraban todos como si yo fuese una aparición. Mi aspecto debía de ser, efectivamente, el de un alma en pena.
Aprendiendo a comer
El cónsul, que era don Juan Estrada, me dio algún dinero y me extendió el aval para la Comisión interaliada. Cuando volví a bordo del Anastasia el capitán estaba furioso. Le enseñé triunfalmente la autorización, le pagué lo que le debía y pude rescatar a la pobre Sole y sacar nuestro baúl. Nos fuimos a un hotel y, sin lavarnos siquiera, nos metimos en uno de los mejores restaurantes de Galata.
Íbamos Sole y yo convertidos en unos pordioseros. El vestido de Sole, hecho con una sábana vieja, se clareaba; yo, con mi chaquetón de arpillera teñido de verde y unos trapos negros liados a las piernas en forma de polainas, parecía un forajido. Atravesamos el suntuoso restaurante altivamente y fuimos a dejarnos caer en unos soberbios sillones de terciopelo. Acudió el maître con la carta, y me confeccioné un menú pantagruélico: sopa, pescado, legumbres, ternera, un pollo para cada uno, vino y pan, mucho pan. El maître me preguntó:
—¿Cuántos son ustedes?
—Dos —contesté impertérrito.
Se encogió de hombros y se fue a traer todo lo que habíamos pedido. Sole y yo, cogidos de las manos, llorábamos de alegría ante aquel mantel blanco, aquellas copas de cristal refulgente, aquellos sillones cómodos, cuyo terciopelo acariciábamos, y aquel parquet cuidadosamente encerado. Trajeron la comida, y nos tiramos sobre ella como fieras; pero a la tercera cucharada de sopa nos entraba un sudor y una angustia tales que no pudimos seguir. La cuchara se nos cayó de la mano, y nos quedamos casi congestionados ante aquellas montañas de comida que los camareros iban trayéndonos. Tuvimos que pagar e irnos sin probar bocado. Se nos había olvidado aquello de comer. No sabíamos.
Hasta tal punto habíamos perdido la costumbre de comer que ni siquiera podíamos sufrir el olor de la comida. Nos daban náuseas, nos poníamos malos. Tuvimos que ir acostumbrándonos poco a poco, para lo cual tomábamos al principio únicamente unos calditos, unas frutas, un pescado ligero…
A los dos o tres días me eché a buscar trabajo. Fui al Petit Champs, donde de primera intención ni me dejaron entrar siquiera. Hablé, por fin, con el director, quien me dijo:
—Tráigase la ropa que le queda, a ver si está presentable. Había salvado mi traje corto de todas las peripecias, pero en el lazareto de Prinkipo, al desinfectarnos el baúl, me habían quemado los alamares de la chaquetilla. No se notaba mucho, y seis días después de haber llegado de Rusia ya estaba yo, como si tal cosa, en lo alto de un tablado bailando el bolero. Estábamos tan flojos de piernas que el primer día sólo pudimos echar un baile. A nuestros amigos de otro tiempo que habían acudido a vernos se les saltaban las lágrimas. Pero ya estábamos otra vez en nuestro elemento.
Un español compasivo apellidado Malé me regaló alguna ropa de calle y me dio de comer. Algunos días fuimos también a comer por caridad a la iglesia española de Constantinopla. Cuando cobré el sueldo de la primera semana me hice un traje negro que daba gloria verme. Y dos meses después estábamos como nuevos.
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