Manuel Chaves Nogales - El maestro Juan Martínez que estaba allí

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El maestro Juan Martínez que estaba allí: краткое содержание, описание и аннотация

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Después de triunfar en los cabarets de media Europa, el bailarín flamenco Juan Martínez y su compañera, Sole, fueron sorprendidos en Rusia por los acontecimientos revolucionarios de febrero de 1917. Sin poder salir del país, en San Petersburgo, Moscú y Kiev sufrieron los rigores provocados por la revolución de octubre y la sangrienta guerra civil que le siguió. El gran periodista sevillano Manuel Chaves Nogales conoció a Martínez en París y asombrado por las peripecias que éste le contó, decidió recogerlas en un libro.
conserva la intensidad, riqueza y humanidad que debía tener el relato que tanto fascinó a Chaves. Se trata, en realidad, de una novela que relata los avatares a los que se ven sometidos sus protagonistas y cómo se las ingeniaron para sobrevivir. Por sus páginas desfilan artistas de la farándula, pródigos duques rusos, espías alemanes, chequistas asesinos y especuladores de distinta calaña.
Compañero de generación de Camba, Ruano o Pla, Chaves perteneció a una brillante estirpe de periodistas que, en los años 30, viajaron por todo el mundo, ofreciendo algunas de las mejores páginas del periodismo español de todos los tiempos.

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El «asunto número 148»

La cosa no era tan fácil como a primera vista parecía, porque en los registros de extranjeros de Odesa y Kiev y en toda la documentación soviética yo aparecía como español. Tuve primero que sobornar al encargado del Registro de Extranjeros, para que copiase íntegro un cuaderno del registro, poniendo a Juan Martínez como italiano; pude sobornarle fácilmente, porque un día que estaba yo robando leña, me encontré a él robándola también, y como aquello estaba severísimamente castigado se estableció entre nosotros una solidaridad de delincuentes que, estimulada por unos cuantos millones de rublos, me sirvió para lograr de él lo que pretendía.

En cuanto a la documentación expedida por las autoridades soviéticas que yo debía presentar para que me extendiesen el visado y me dejasen salir no me servía, porque en ella constaba que yo era español; tuve, pues, que destruirla y notificar a la Checa que se me había extraviado, para que si la encontraban me la devolviesen. No se encontró, naturalmente, y entonces tuvieron que darme un duplicado, en el cual ya aparecía mi nueva nacionalidad italiana. En amañar todo aquello tardé varios meses. Provisto al fin de cuantos requisitos se necesitaban me presenté en la Checa para solicitar el visado y el permiso para embarcar con rumbo a Italia, cosa a la que, como tal italiano, tenía perfecto derecho, en virtud de las negociaciones llevadas a cabo entre la URSS y el Gobierno de Roma.

El comisario que me recibió, después de examinar mis documentos, me envió al comisario del puerto, Masquetti, que era el que distribuía los pasajes. Masquetti estudió mi caso y dijo que él, por su cuenta, no resolvía tampoco. Tuve, pues, que acudir al jefe supremo de la Checa de Odesa, a cuya presencia me llevó el propio Masquetti.

Para mi desgracia era entonces jefe supremo de la Checa en Odesa el camarada Jacobleva, aquel que había fusilado a su padre por considerarlo poco adicto a los bolcheviques. Entré en su despacho más muerto que vivo. Jacobleva estaba charlando muy animadamente con su secretaria, una mecanógrafa rubia, y me hizo el mismo caso que a un perro.

—¿Qué quiere éste? —preguntó al fin a Masquetti.

—Irse.

—¡Hum! —gruñó Jacobleva—. No conviene dejar salir a mucha gente. ¿Quién es? ¿Dónde ha estado?

Masquetti y Jacobleva estuvieron charlando un momento en voz baja. Yo vi en seguida que aquello tomaba mal cariz. Finalmente, Jacobleva, se volvió hacia mí, y me dijo secamente:

—No te vas. No se te concede el visado.

—Pero, ¿por qué?

—No lo considero oportuno. Has andado mucho por Rusia; sabes demasiadas cosas.

—¿Pero qué hago yo aquí?

—Haz lo que te dé la gana. Ya te he dicho que no sales.

—Soy artista, aquí no tengo medios de vida, si no me dejáis salir no me quedará más recurso que robar y asesinar.

—Ya te resignarás como se resigna todo el mundo.

—¡No! —grité—. Antes de morir como un perro, yo sabré lo que tengo que hacer.

Sole me puso la mano en la boca y me arrancó de allí. Yo iba como loco. Estaba deshauciado y mi destino era morirme de hambre y de asco en Rusia, «porque sabía demasiado».

Conté luego en el Sindicato de Artistas de Circo lo que me había pasado con Jacobleva. Un camarada, que, por cierto, era muy bolchevique, me dijo:

—Eso no puede ser. Si has sido víctima de un atropello en tu derecho por parte del jefe de la Checa, ve al abogado del pueblo y denúncialo. Él te defenderá. ¿Para qué, si no, hemos hecho la revolución?

Fui, aunque sin ninguna convicción, a buscar al abogado del pueblo, y, contra lo que yo esperaba, aceptó mi asunto y presentó la demanda. La tramitación fue muy lenta, y todavía hube de aguardar varias semanas antes de que señalase el día para la vista del «asunto número 148», que era el de mi expediente de extradición como súbdito italiano.

Yo tenía que llevar a la vista once testigos, que declarasen bajo su responsabilidad ser yo el Juan Martínez, italiano, artista, etc., que decía. No conseguí llevar más que siete; pero di los nombres de los que faltaban, alegando que yo no tenía la culpa de que no hubiesen querido ir. Lo espantoso para mí fue que, sentado en el tribunal y formando parte de la troika de jueces, me encontré con un sujeto que sabía perfectamente que yo no era italiano, sino español. Como que era el agente artístico que me había firmado el primer contrato que yo tuve en Rusia. Durante la celebración del juicio estuve comiéndomelo con los ojos. Notó él mi ansiedad y en un descanso se me acercó, y me dijo disimuladamente:

—¿Por qué no me has advertido? Cuenta conmigo.

El Tribunal falló a mi favor, decretando que tenía derecho a que se me concediese el visado. Lloré de alegría. ¡Podía salir de Rusia! ¡Ya era hora! Mi aspecto no podía ser más lamentable. Había enflaquecido hasta un extremo inverosímil; no digo más sino que de hambre, de puras hambres, las orejas me habían crecido.

Todavía tuve que pagar mil quinientos rublos por los gastos de papel del proceso; pero nunca he pagado nada con tanto gusto.

El adiós al amigo

Ya con la sentencia firme en el bolsillo, no me quedaba más que esperar mi turno para el embarque. Tenía tantas ganas de marcharme, que cogí a Sole, cargué con nuestro baúl, ya casi vacío, y nos fuimos al muelle, donde estuvimos seis días durmiendo sobre unos fardos en espera de que llegase el barco que debía sacarnos de Rusia. Durante aquellos días el italiano Armando y el madrileño Zerep nos llevaban algo de comer; lo que buenamente podían los pobres. Antonio no se separó de nosotros durante las últimas horas que estuvimos en Rusia. ¡Era un gran camarada!

Estábamos en el muelle aguardando ansiosamente la llegada de nuestro barco, cuando tocó en el puerto un buque italiano cargado de trigo; al enterarse los tripulantes de que allí había un italiano que esperaba la ocasión de ser repatriado, vinieron a verme y me trajeron chocolate, galletas, mantequilla y otras vituallas. No poco les chocó el hecho de que yo fuese un italiano que no sabía una palabra de italiano; pero como mis documentos estaban en regla, y yo les conté el cuento de que había salido de Italia cuando tenía cinco años, no hicieron nada contra mí. Uno de ellos, que hablaba francés, me dio un latazo terrible preguntándome cosas; tuve que decirle que había nacido en Nápoles, que mi padre era italiano de origen español, que habíamos emigrado por falta de trabajo y qué sé yo cuántas mentiras más. Me llevó a su barco y me enseñó un retrato de Mussolini que tenía colocado entre uno de Garibaldi y otro de Trotsky. Era la primera vez en mi vida que yo oía hablar del tal Mussolini.

Por fin llegó al muelle un barco pequeñito llamado Anastasia , que era el que debía conducirnos a Constantinopla. Arrastramos el baúl hasta la Aduana, y allí nos hicieron una revisión en la que no dejaron de registrarnos ni el cielo de la boca. Desgraciadamente yo no tenía nada que llevarme de Rusia. Aquellas alhajitas que tan penosamente fui reuniendo en los primeros tiempos tuve que escupirlas después para no morirme de hambre. Ya en el muelle, esperando el barco, vendí lo último que me quedaba: un alfiler de corbata y una pitillera; dos prendas a las que había tomado cariño. Todavía me pusieron dificultades en la Aduana para dejarme sacar las músicas de mis bailes y tuve que gestionar en el Sindicato de Artistas una certificación de que me eran indispensables para ejercer mi profesión.

En el momento de embarcar, le di el último abrazo al madrileño Zerep, el gran amigo, el fiel camarada de penas y fatigas. Allí se quedó en el muelle diciéndome adiós hasta que le perdimos de vista. ¡Pobre Zerep! Nuestro calvario terminaba; pero el suyo, ¿cuánto duraría todavía? No he vuelto a verle; pero he sabido que logró salir al fin, y que recientemente, estando en América, se ha fracturado una pierna cuando trabajaba, como siempre, en el circo.

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