La crueldad inútil
Pero si eran poco el hambre y el tifus, padecíamos en Odesa otra plaga que rivalizaba en mortandad con las anteriores: la Checa.
La Checa en Odesa era entonces tan cruel y sanguinaria como lo había sido en Kiev, con la diferencia de que su crueldad no tenía siquiera la atenuante de la guerra civil y el contrapeso del terror blanco. Estaba instalada la Checa en un buque de guerra, el célebre barco Almas , que se hallaba fondeado en medio de la bahía. Aquel buque siniestro había sido convertido en prisión flotante, a la que se trasladaba a los detenidos por los esbirros de la Checa. Era entonces comisario en Odesa de la terrible institución un marino, tan sanguinario y cruel como todos los marinos que intervinieron en la revolución, y, además, medio loco. Era un tipo vesánico, que se gozaba dando muerte a los reos por su propia mano, y de ello se vanagloriaba después. Un ser monstruoso, cuyo solo nombre ponía espanto en el ánimo de la gente. Se decía que una de sus reacciones más frecuentes era la de coger la pistola inopinadamente y disparar a bocajarro sobre los infelices detenidos a los que estaba tomando declaración. Era un muchachote grande, fuerte y guapo. Tenía unas manías raras. Le daba por llevar siempre adelantado en media hora el reloj, y a todo el que se encontraba la preguntaba qué hora era, y cuando le decía la hora exacta se enfurecía y gritaba:
—¡Vas atrasado! ¡Todo el mundo va atrasado en Rusia! ¡Adelanta ese reloj si no quieres que te meta en la cárcel!
Se enamoró de una artista, y se iba al teatro para estar al lado de ella las horas y las horas. La artista le tenía miedo, pero no osaba rechazarlo. A un hermano de ella que se atrevió a insinuarle que no siguiese cortejándola le puso el revólver en el pecho y le dijo:
—¡Vete! Que no te vea más en mi vida. No te mato ahora mismo porque eres hermano de ella, y la quiero tanto que no me atrevo a darle el disgusto de matarte.
Ya se comprenderá que en estas condiciones no había mujer que se resistiera. Era, además, de figura atrayente, y a ratos, hasta jovial y divertido. Pero estaba completamente loco. Su enfermedad, él mismo lo decía, no le permitía dormir. Era aquél un hombre que hacía muchos meses que andaba por el mundo sin haber cerrado los ojos ni reclinado la cabeza.
Sus crueldades fueron tales que al final se decidieron a destituirle, caso extraordinario, porque no era cosa fácil que echasen a nadie de la Checa por ser cruel. Casi todos los chequistas eran tipos anormales por el estilo, o bien unas malas bestias sin apelación, bárbaros, movidos sólo por sus malos instintos de aldeanos. Un día se fugó de los calabozos de la Checa de Odesa un faquir que trabajaba en el circo, y que había sido detenido por especulación. Para escaparse hipnotizó al comisario que estaba de guardia en la prisión, y aprovechándose del estado sonambúlico en que le puso se apoderó del sello de la Checa y se decretó a sí mismo la libertad. Pues bien: aquellos idiotas dictaron entonces una disposición en virtud de la cual en lo sucesivo los faquires tendrían que estar en la cárcel bajo la custodia de cinco comisarios.
Y hombres así eran los que decidían inapelablemente sobre la vida y la muerte de millares de ciudadanos. Las ejecuciones eran diarias. Pero en Odesa a los condenados a muerte no se les fusilaba, sino que desde el barco Almas, en el que estaban prisioneros, se les arrojaba al mar vivos y con una piedra atada al cuello o a una pierna. Oí contar un día en el café que un buzo que había bajado al fondo de la bahía para hacer unas exploraciones había encontrado allí un verdadero bosque de ahogados que flotaban hinchados como globos a la altura que el largo de las cuerdas les permitía.
¡Hambre!
Pero insensiblemente todos aquellos horrores producidos por la crueldad humana fueron palideciendo ante el magno azote del hambre. Mataba más el hambre que la Checa.
En Odesa no había nada, absolutamente nada que llevarse a la boca. De los escasos víveres que llegaban se incautaban los bolcheviques, que abrieron unos restaurantes cooperativos para los obreros. Costaba cada comida mil quinientos rublos, y consistía en una sopa que era como agua sucia, un puñadito de krupa y un trozo de aquella masa repugnante que llamaban pan. Todas las ganancias de mi negocio de alpargatas las consumimos Sole y yo yéndonos a uno de aquellos restaurantes cooperativos y comiéndonos, uno tras otro, cuatro o cinco cubiertos de una vez. Luego resistíamos sin probar bocado días y días, pero cuando veía que íbamos a perecer de hambre sacaba una de aquellas moneditas de oro y la vendía clandestinamente para poder tirar otra semana. Por una libra de oro me daban hasta cincuenta o sesenta millones de rublos.
Los infelices que no tenían siquiera aquellos recursos perecían. Recuerdo que al llegar nosotros a Odesa empezamos a reunimos en un café quince o veinte artistas, rusos unos, extranjeros los más. Era una tertulia en la que nadie hacía gasto, pues la consumición mínima costaba cien mil rublos, lo que ganábamos trabajando durante una semana. Nos reuníamos allí para contarnos mutuamente nuestras penas y avivar nuestras esperanzas. Pero el tiempo pasaba, apretaba el hambre y las bajas fueron frecuentes. Un día nos enteramos de que nuestro camarada el equilibrista, que llevaba unos días sin aparecer por la tertulia, había muerto de hambre en su tabuco; otro día nos anunciaban que la cantante rumana había caído víctima del tifus; otro, que el bailarín polaco se había suicidado. Así, suavemente, casi imperceptiblemente, fueron pereciendo unos tras otros, y ya al final no quedábamos más que cuatro: Armando, Zerep, Fernández y yo. Tres españoles y un italiano. Fuimos los únicos que resistimos todas las calamidades.
Los hambrientos, al principio, se sublevaban y promovían frecuentes rebeliones en las calles; pero los guardias rojos disparaban sobre ellos a mansalva y les obligaban a esperar resignadamente la muerte por consunción, que era mucho más cómoda que la muerte recibida a balazos. Aprendí entonces que no es verdad que las revoluciones se hagan con hambrientos.
Cuando se tiene hambre no se es capaz de nada. Ni de protestar siquiera. Odesa entonces era la ciudad más tranquila, más apacible del mundo. La gente se dejaba morir en sus tugurios sin un ademán airado, casi sin quejarse.
Toda mi vida me acordaré de una mujer famélica con un niño en brazos que, al pasar, estuve viendo durante varios días sentada en un portal próximo a la casa en que vivíamos. El primer día que reparé en ella aquella mujer pedía pan a los que pasaban, y su hijo se revolvía en su regazo llorando. Al día siguiente la infeliz mujer, extenuada, ni siquiera tendía la mano a los transeúntes. Así siguió dos, tres días. Una mañana me fijé en que la mujer ya ni siquiera se movía. Se había quedado muerta de inanición en la misma postura que tenía. El chiquillo, prisionero entre los brazos agarrotados del cadáver, lloraba todavía. Cuando pasé al día siguiente ya tampoco se quejaba la criatura.
Ahora que evoco aquello me maravillo de cómo pude ver fríamente día tras día el desenlace fatal y previsto de aquella tragedia silenciosa. ¿Cómo no arranqué el chiquillo de los brazos helados de la muerta y evité que pereciera?
¡Ah! No se sabe nunca a qué extremos puede llevarnos el instinto de vivir; hasta dónde llega el egoísmo. Nadie sabe lo egoísta que es mientras no llega el caso, y a quienes se hagan la ilusión de creer que en aquellas circunstancias hubiesen hecho algo mejor de lo que yo hice —volver la cara al otro lado—, yo les pondría en una de aquellas calles de Odesa durante los años del hambre, cuando centenares de criaturas, abandonadas por sus familiares, muertos de hambre o de tifus, esperaban a morir acoquinadas en los portales. Había algunos de aquellos chiquillos, los mayorcitos y los que habían venido al mundo con una vitalidad más acusada, que no se resignaban a morir, y cuando se pasaba junto a ellos el instinto les hacía saltar como alimañas y se agarraban a las piernas de uno y le daban terribles dentelladas. Otros, los más, se quedaban quietecitos en sus rincones, mirando con sus ojillos claros el mundo que pasaba, sin que al parecer notasen la impiedad de que estaban rodeados, como si estuviesen ya en el limbo o no hubiesen salido de él todavía. Únicamente, cuando sentían pasos, tendían sus manecitas afiladas, y con un débil gemido llamaban dulcemente al que pasaba:
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