Paso a paso fuimos registrando los salones de aquel tenebroso palacio. Atravesamos piezas verdaderamente suntuosas con muebles y tapices de gran valor. Todo estaba en desorden acusando la huida precipitada de los rojos. Sobre las consolas y las mesas había montones de balas y sucios legajos; en los sillones y los canapés, forrados de raso, se veían pedazos de pan y trozos de longaniza. En uno de los despachos encontramos, sobre una mesa, un montón de pasaportes rusos y extranjeros que debieron de pertenecer a los prisioneros. Mientras el oficial y los soldados continuaban el registro, yo me quedé rezagado curioseando aquellos pasaportes. Había algunos manchados de sangre y otros estaban agujereados por un balazo. Los había de todas las nacionalidades: franceses, turcos, italianos. Me sorprendió mucho aquello, pues había sido creencia general la de que la Checa no fusilaba a los extranjeros para no acarrear complicaciones internacionales a los soviets, y en aquella confianza había yo vivido alegremente. Sin saber concretamente para qué, pensé que aquello podía servirme algún día, y cuando después de echar una ojeada a mi alrededor comprobé que nadie me veía, cogí cuatro o cinco pasaportes de aquellos y me los metí disimuladamente en el bolsillo. Ya contaré cómo a este hurto debí mi salvación.
De salón en salón fuimos dando la vuelta a toda la manzana. Por todas partes se veían camas, colchonetas y catres de campaña de los chequistas. En el pabellón que hacía esquina a dos calles estaba la antigua capilla del palacio. La nave de la capilla estaba ocupada también por las camas de campaña de los chequistas y en el altar mismo había una colchoneta, en la que dormía, por lo visto, uno de ellos. No se habían molestado siquiera en quitar las imágenes, y presidiendo aquel horrible campamento aparecía un gran icono de Jesucristo. Era espantosa aquella mezcolanza de objetos del culto, iconos, armas y correajes.
Dejando atrás la capilla salimos al patio, lo atravesamos y nos metimos en un pabellón para entrar en el cual había que bajar unos escalones. Allí no había ningún signo de riqueza. Avanzamos casi a tientas y dimos en una pieza abovedada, a la que no llegaba más luz que la que pasaba a través de unos estrechos tragaluces situados junto a la bóveda. En un rincón de aquella mazmorra vimos entre las sombras un bulto que se movía.
—Aquí hay un hombre vivo —gritó un soldado encañonándole. El bulto aquel no se movió siquiera. Hicimos luz, nos aproximamos y vimos de espaldas a la pared y sujetándose a ella con las manos abiertas un anciano demacrado, con los ojos muy abiertos y unos cuajarones de sangre en la camisa.
Estaba vivo todavía, en efecto, pero debía de quedarle apenas un hilillo de vida. Fue inútil que le interrogásemos. Después de jadear angustiosamente durante un rato levantó trabajosamente una mano para señalarnos una puertecilla disimulada en el fondo de la pieza, y perdido el equilibrio se desplomó exánime diciéndonos: —¡Allí!
La gran bestia del Apocalipsis trabaja
Por aquella puerta estrecha pasamos a los sótanos de la Checa. Los calabozos estaban vacíos. Calculamos en unos ciento cincuenta los presos que podía haber habido en aquellas celdas. Todos debieron de ser fusilados al huir los chequistas. Había indicios claros de que hasta horas antes habían estado allí y de que los habían sacado precipitadamente.
Más adelante encontramos las celdas de los condenados a muerte. Las paredes de aquellas celdas estaban llenas de nombres escritos por los condenados en el momento en que salían al patio para ser fusilados. En la última habitación, la que daba al patio de ejecuciones, encontramos una jofaina llena de agua tinta en sangre y una toalla húmeda todavía de las manos de los verdugos.
El espectáculo que se ofreció a nuestra vista cuando llegamos al patio no se me olvidará en la vida. Había en el centro un informe montón de cadáveres y miembros amputados, todo ello revuelto con barro y cascotes. Daba la impresión de que, al mismo tiempo que habían ido fusilando a los prisioneros y descuartizando los cadáveres para que no pudieran ser identificados, habían estado removiendo el suelo y cavando una fosa en que enterrarlos; pero por lo que se veía les había faltado tiempo, y al sonar la voz de «¡Sálvese quien pueda!», habían tirado los picos y las palas y habían echado a correr, dejando sin terminar su horrible faena. Más tarde nos enteramos de que, efectivamente, no habían tenido tiempo de fusilar a todos los prisioneros, y en la confusión de la huida, unos pocos habían conseguido escapar, escalando las tapias del patio, de los fusilamientos, a pesar de que algunos chequistas, enconados, seguían tirando contra ellos, con lo que perdían un tiempo precioso para salvarse. A tanto llega la ferocidad humana.
Uno de los soldados vino diciendo que se habían oído voces pidiendo auxilio en los sótanos. Se buscó la entrada con la ilusión de encontrar gentes con vida todavía; pero yo, lo confieso, no me atrevía a bajar. Era tanto el horror de lo que me rodeaba que no tuve valor para más. Me quedé solo en aquel patio de los fusilamientos mientras el oficial y los soldados buscaban en los sótanos a los supervivientes de aquella carnicería.
Levanté los ojos de aquel montón de carne humana y barro, en el que se destacaban los rostros contraídos y las manos crispadas de los ejecutados. Arriba había un cielo azul impasible y las copas de unos árboles esbeltos mecidas por el vientecillo de la primavera. En el tronco de uno de aquellos árboles del patio siniestro descubrí, a la altura de un hombre, un trozo de cartón sujeto a la corteza por un alfilerito. Me acerqué. Era una fotografía en la que aparecían dos niños gorditos, sonrientes, con muchos lazos y encajes, dos burguesitos felices e inocentes. Aquel retrato debió de ponerlo allí algún condenado para poder contemplar hasta el último instante la imagen de los dos seres queridos. En otro árbol descubrí otro retrato, sujeto también por un alfiler a la corteza. Era el de una mujer joven y guapa. Sujetos a las tapias o caídos en el suelo encontré hasta media docena de estos retratos familiares que me angustiaron más que los mismos muertos amontonados a mis pies. Me imaginaba la última mirada del reo al retratillo del ser amado atravesado por los cañones de los fusiles, y me entraba una angustia que no me podía valer.
En el rincón del patio encontré varios fusiles rotos por la culata. Se adivinaba que habían estado golpeando con ellos a los reos hasta que se les rompieron en las manos. Había también una larga bayoneta triangular con piltrafas de carne adherida a todo lo largo. Una bestia carnicera debió de estar hundiéndola a placer, no ya en una sola víctima, sino en una gran masa de carne humana, quién sabe si viva y estremecida aún.
La Rosa de la Checa
A la puerta del caserón de la Checa empezó a juntarse gente. Eran familiares de los presos, que venían angustiosamente a saber si sus deudos estaban vivos aún. Como las puertas estaban cerradas quisieron asaltar el palacio y fue preciso que acudieran tropas a contenerlos. Con las fuerzas vinieron varios jefes y oficiales del ejército blanco, que levantaron el acta de ocupación con todos sus detalles. Hicieron, además, una película, en la que se veía el interior de la Checa tal como estaba cuando llegamos. En aquella película aparecía yo en el patio de los fusilamientos ante el montón de cadáveres, aunque, como es natural, procuré que no se me viese la cara.
La película de la Checa se exhibió durante muchas noches en un cine de Kiev para concitar al pueblo contra los bolcheviques, y, efectivamente, la indignación que el público sentía ante aquellas escenas macabras era enorme. Cuando los bolcheviques volvieron a Kiev triunfantes, lo primero que hicieron fue quemar la película, el cine donde se exhibía y la casa donde estaba el cine.
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