La amistad que yo tenía con algunas familias judías me hizo estar al tanto de lo que se les venía encima a los blancos.
Señalada la fecha del ataque, los judíos se prepararon cautelosamente. Atrancaron las puertas de sus casas, clavaron las ventanas y dispusieron grandes ollas de aceite hirviendo. Al amanecer comenzó el bombardeo. Los bolcheviques avanzaron y ocuparon una de las barriadas extremas. Acudieron los blancos a la defensa y movilizaron su artillería.
Tenían emplazado un cañón en la esquina de la Fondukrestkaya, junto a una gran farola de la plaza, pero cuando fueron a utilizarlo, desde el tejado de una casa próxima, en que habitaba una familia judía, empezaron a disparar contra los servidores de la pieza y no hubo posibilidad de servirse de ella. El cañón estaba maravillosamente enfilado por los judíos, que durante una hora estuvieron haciendo bajas a los blancos, sin que éstos lograran utilizarlo. Cuando las tropas blancas, batidas en el campo, se replegaban sobre Kiev, los judíos, parapetados en los tejados y las ventanas, rompieron el fuego sobre ellas a mansalva. Les hicieron una verdadera carnicería. Las calles del Podol fueron aquel día para los blancos terribles desfiladeros donde los fusilaron a placer. Ciegos de furor por aquel ataque que no esperaban, los blancos fugitivos, a quienes venían los rojos pisando los talones, se olvidaban hasta de huir y arremetían a culatazos y hachazos contra las puertas cerradas, con la ilusión de cazar siquiera un judío y despedazarlo. La ira que tenían contra ellos les hacía morir aporreando las puertas de las casas, desde cuyos tejados les volcaban un diluvio de agua y aceite hirvientes. Obsesionados, frenéticos, los oficiales se olvidaban hasta de los rojos, y por vengar la inesperada agresión de los judíos se dejaban cazar en aquellas callejuelas retorcidas del Podol, ciegos a todo lo que no fuese su ansia de reventar judíos. Estaban tan acostumbrados a que los judíos, cobardes siempre, se dejasen degollar como corderos, que se revolvían frenéticos contra la idea inconcebible para ellos de que se atreviesen a agredirles, y tanta indignación les entró que morían achicharrados por el aceite hirviendo y las balas de los judíos mientras aporreaban enconadamente sus puertas cerradas y los insultaban por su traición y su cobardía.
Hambre y bolchevismo
Sucumbieron o huyeron para siempre los blancos y Kiev cayó de nuevo en poder de los bolcheviques, que cada vez venían mejor organizados, más certeros, con un sistema más exacto para la ejecución de sus propósitos revolucionarios. El terror rojo no era ya una ciega oleada de furor, sino una sistemática «supresión» de la burguesía. Ocuparon nuevos palacios para instalar la Checa, montaron sus innumerables oficinas y hasta se cuidaron de blanquear las fachadas de sus casas. Venían mucho mejor equipados y organizados y les entró el prurito de organizarlo todo a la alemana, meticulosamente, con arreglo a una disciplina estricta. Contaban ya entonces con el apoyo de todo el comercio judío, que se había jugado su carta al bolchevismo, y con la adhesión ferviente de grandes masas de trabajadores, que después de la eliminación y el fracaso de los anarquistas y de los demás partidos revolucionarios, se pusieron incondicionalmente al lado de los bolcheviques.
Pero había hambre. Un hambre negra, terrible, que hacía sucumbir a los ciudadanos, bolcheviques o burgueses, sin que nadie pudiese evitarlo. Hacía ya mucho tiempo que los campesinos no llevaban a Kiev ni verduras, ni trigo, ni carne, y la gente moría de inanición en las calles. Toda la organización burocrática de los bolcheviques no servía para encontrar un pedazo de pan. Ellos, obstinados, sin preocuparse de los hambrientos que perecían diariamente a centenares, proseguían dictando disposiciones y montando oficinas. Todo estaba bajo su control. Hicieron un censo de extranjeros. A mí me dieron un documento de identidad, en el que se me consideraba como ciudadano ruso nacido en España, con los mismos derechos y los mismos deberes que todos los rusos, pues para ellos no había extranjeros. El Sindicato de Artistas de Circo no pudo organizarse esta vez, porque al cabo de dos años de revolución y guerra civil, todos los artistas se habían ido a los bandos beligerantes; unos peleaban al lado de los rojos, y otros, al lado de los blancos. Y los que no se fueron con unos ni con otros, murieron víctimas de los unos o de los otros.
Los bolcheviques eran implacables. Asesinaban fríamente a su padre que les pusiesen por delante. Y luego aquel azote silencioso del hambre.
Empezó a hablarse de los polacos. Se decía que se había pactado un acuerdo con los polacos, en virtud del cual un ejército vendría a Ucrania a echar a los bolcheviques y a terminar con la guerra civil. Los polacos se quedarían en Ucrania gobernando durante quince años, y luego los ucranianos serían libres. La gente hambrienta y desesperada vio aquello como una liberación y la noticia de la ocupación polaca se acogió con gran entusiasmo. Cuando se supo que, efectivamente, un formidable ejército polaco avanzaba sobre Kiev, los bolcheviques liaron sus bártulos y evacuaron la ciudad sin combatir.
Terreno conquistado
Cuarenta mil hombres perfectamente armados y equipados con artillería pesada y grandes masas de caballería formaban, según se dijo, el ejército polaco de ocupación.
Los polacos hicieron una entrada triunfal en Kiev. Venían formados como para una gran parada, con vistosos uniformes y precedidos por sus clarines y charangas. A la cabeza de la columna de ocupación entraron en Kiev veinticinco caballeros polacos, jinetes en briosos corceles blancos con lujosos ataharres. La gente se echó a las calles alegre y satisfecha para aplaudir por las esquinas a aquellas tropas disciplinadas y bien vestidas que venían a terminar con la pesadilla de la guerra civil. A los dos días de llegar los polacos celebraron una gran revista militar y un aparatoso desfile para que los rusos pudiesen admirar su poderío. Ucrania, desangrada, famélica, harta ya de luchas intestinas, recibió en palmitas a los polacos que venían a poner orden y a traer pan.
Fueron unos días de júbilo. La gente discurría por Kiev alborozada. Yo quise participar en el regocijo general y me puse mis mejores trapitos y me eché a la calle hecho un brazo de mar. Mi ropa estaba bastante deteriorada, pero para darme importancia saqué aquel día un bastoncito muy elegante que tenía y me fui a sentar en la terraza de un hotel, al que antes acudía la gente distinguida, hecho todo un señor.
Pasaba la gente vestida de fiesta. Entre el pueblo se veían los soldados polacos con su limpios y elegantes uniformes.
Estaba yo sentado en la terraza del hotel, ambas manos apoyadas en el puño de plata de mi bastón, cuando se me acercó un soldado polaco que pidió lumbre con corteses frases. Se la di muy gustoso y cambiamos unas palabras amables.
Daba gusto poder hablar, al fin, con gente educada. Charlamos un poco y hubo un momento en el que el soldado se fijó —¡cómo no!— en mi precioso bastón con puño de plata.
—¡Qué bastón más bonito! —me dijo.
—¡Pschs! —dije yo, vanidosillo, alargándoselo para que lo admirase bien.
—Me gusta mucho —repitió después de examinarlo—; sí, me gusta. Voy a quedarme con él.
—¿Cómo?
—Sí, sí; decididamente me quedo con él —repitió con el aire más natural del mundo.
—Perdone usted —le dije—; el bastón es mío.
—Vamos, vamos… —contestó—. Este bastoncito será un buen regalo para mi oficial. Le gustará mucho.
Dio media vuelta y echó a andar con el bastón bajo el brazo. Eché tras él y le sujeté por un brazo.
—Este bastón es mío, y si su oficial quiere uno, que vaya a la tienda y lo compre.
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