En los primeros momentos intentaron la resistencia y estuvieron bombardeando el campo bolchevique. Cuando vieron que la artillería era ineficaz para contenerles, hicieron saltar con dinamita cinco puentes, pero los atacantes pasaron el río como pudieron, en barcas, en balsas, a nado, eficazmente auxiliados por la población. Cuando se inició el ataque rojo, los polacos, que no se hacían ya muchas ilusiones, prepararon la evacuación de la plaza, y como no se podían llevar los enormes depósitos de víveres que habían acumulado en Kiev, anunciaron que permitirían a los vecinos no bolcheviques ni judíos ir a la estación y coger las provisiones que buenamente pudiera cada cual. Se corrió la voz, y mientras en un extremo de Kiev se luchaba a la desesperada, a los que traían sin cuidado los blancos y los rojos, y a los que no preocupaba otra cosa que su hambre, se dirigieron a la estación con la esperanza de coger aquellos víveres que los polacos no se podían llevar. Pero en el curso de una hora el levantamiento de la población civil de Kiev y la violencia con que atacaban los bolcheviques, operaron un gran cambio en el ánimo de los polacos, y cuando aquella muchedumbre hambrienta se precipitó sobre los sacos de trigo y harina, los destacamentos polacos que los custodiaban, furiosos contra los rusos, los dejaron llegar confiadamente y luego los fusilaron por la espalda. Yo estuve también junto a los sacos de trigo con la mano abierta y no tuve tiempo de cerrarla con el primer puñado, porque las balas polacas silbaban a mi alrededor, una tras otra, buscando mi cabeza. Como si fuésemos una bandada de pajarillas levantada del sembrado por la perdigonada de un cazador, salimos ahuyentados los hambrientos; desangrándose en tierra junto al cebo que nos habían puesto quedaron unos cuantos infelices. Los polacos, viéndose perdidos, rociaron con petróleo los depósitos de víveres y les prendieron fuego.
Aquella infamia acabó de enloquecer a la gente de Kiev contra los invasores. Se luchó en el campo y en las barriadas extremas durante el día y la noche enteros. Al principio, los cañones polacos trabajaron bien; tenían una batería emplazada cerca de Alejandrovski y causaron con ella muchas pérdidas a los bolcheviques. Yo iba con Antonio camino de mi casa, cuando me pasó una bala de cañón tan cerca que me quedé ciego para todo el día. Al pobre Antonio le dio un polaco fugitivo tal culatazo en la espalda que a poco más le deja en el sitio. Al caer la tarde, la gente frenética, desesperada, salía ciega de sus casas y atacaba a los polacos a palos, a pedradas, con los dientes.
Nadie, ni blancos ni rojos, había salido nunca de Kiev como salieron los polacos. Antes de marcharse intentaron llevar a cabo su amenaza de hacer saltar la fábrica de electricidad, pero los obreros lo impidieron.
Cuando cayó la noche siguió la lucha en las barriadas. La población civil, viejos, niños y mujeres, se refugió en la parte alta de Kiev, donde estuvo hasta que fue de día llorando y rezando para que aquella carnicería terminase. Y lo curioso era que le pedían a Dios que triunfasen los bolcheviques.
De madrugada evacuaron la ciudad los polacos en los trenes que tenían preparados. Cuando amanecía llegaron los bolcheviques al centro de Kiev. Como habían prometido.
Con flores a los bolcheviques
Presencié la entrada de los rojos como había visto la de los cosacos detrás de aquella ventanita estratégica de mi casa de la Krischatika que daba a dos calles. La primera patrulla llegó a las seis de la mañana. La formaban seis hombres descalzos y desharrapados que avanzaron en guerrilla arrastrándose por el arroyo. No llevaban más que el fusil y un trapo liado a la cintura con la dotación de cartuchos.
Deslizándose silenciosamente como larvas, llegaron hasta el cruce con la Fondukrestkaya. El que los mandaba, un muchachillo lampiño, se adelantó un poco, y con la cara pegada al suelo sacó la gaita al llegar a la esquina y escudriñó durante un rato la desierta avenida. Hasta poco antes se había estado advirtiendo la presencia de los polacos allá, al fondo de la Fondukrestkaya, en la plaza del Gran Teatro. Los últimos carros polacos cargados de paja habían pasado momentos antes de que rompiera el día; ocultas bajo la paja de estos carros iban las ametralladoras encargadas de cubrir la retirada. El jefe de los rojos, cuando comprobó que estaba libre el campo, hizo a sus hombres un movimiento de cabeza y aquellas larvas se incorporaron, doblaron la esquina, y después de echar una ojeada a las ventanas de las casas próximas, fusil en ristre, sacaron de sus bolsillos tabaco de majorca y su pusieron a fumar tranquilamente, dejando los fusiles en el arroyo, sostenidos unos contra otros, de manera que formaban dos pirámides. Kiev había sido ocupado por los rojos y ya nadie les echaría jamás.
El primero que llegó al palacio de la Duma fue el camarada Jacobleva. Se presentó allí solo, seguido únicamente de su ordenanza. Llevaba unas botas altas hasta los muslos que estaban rojas de sangre. Entró en la Duma, se hizo el amo de aquello y esperó solo durante una hora a que llegaran los primeros destacamentos. Jacobleva era un comisario bolchevique, famoso por su audacia y su crueldad. Era de aquellos fanáticos del comunismo a los que nada amedrentaba. Un día denunció a la Checa a su propio padre y le hizo fusilar por contrarrevolucionario. Yo conocí entonces a Jacobleva, y más tarde tuve ocasión de tratar con él cuando me trasladé a Odesa, donde me lo encontré de jefe de la Checa.
A media mañana la gente empezó a reunirse en la plaza de la Duma para celebrar el término de la batalla. Fue aquélla la primera vez que el pueblo se puso al lado de los bolcheviques. Se les recibió con vítores y aplausos, y los representantes de la ciudad les entregaron solemnemente en una bandeja las llaves de Kiev y les hicieron la tradicional oferta del pan y la sal. Desde los balcones se vitoreaba a los bolcheviques, y por todas partes, hasta en las casas de los burgueses, había banderas rojas. Nunca había ocurrido. Era la primera vez que se recibía amistosamente a los comunistas. ¡Quién lo hubiera dicho unos meses atrás!
Cuando yo era saboteador y ladrón
Cada vez había más hambre y más tifus. Los pobres morían como chinches. Apretando las mandíbulas los bolcheviques se obstinaban en imponer su dura ley a una masa humana que se caía de hambre, y si no perecimos fue gracias a mis alhajitas, que tuve que ir malbaratando poco a poco. ¡Con cuánto dolor salía a vender clandestinamente mis joyas cuando ya no podíamos resistir más! Era sencillamente cambiar diamantes por mendrugos. Pero ¿qué hacer, si estábamos a punto de perecer de inanición con nuestra inútil bolsita de alhajas junto al pecho?
Unos bolcheviques amigos míos me ofrecieron colocarme como intérprete en una de las oficinas dependientes del Comisariado de Negocios Extranjeros, pero como yo entonces no sabía escribir ruso, no fue posible. No me dieron más categoría que la que se daba a los analfabetos, y sólo podía encontrar trabajo propio de analfabeto. Hasta entonces me había defendido vendiendo tabaco por las calles, pero ya no era posible comer con aquella industria y tuve que ir a pedir trabajo a los bolcheviques. Me nombraron guardavías y me mandaron a la estación. Mi obligación era estar de guardia desde las seis de la tarde hasta las seis de la mañana recorriendo las cincuenta vías que había en la estación de Kiev para que no se robase en los centenares de vagones que diariamente pasaban por allí. Aquellos vagones iban cargados de víveres en dirección a Moscú, y los hambrientos de Kiev se iban por las noches a merodear por los alrededores de la estación para robar lo que podían.
Al principio tenía grandes apuros, porque me pasaba las noches ahuyentando sombras de ladrones. Era en el invierno y hacía un frío espantoso. Yo iba metido en un magnífico abrigo de astracán que conservaba, y llevaba colgado del cuello, con una cintilla roja, un silbato que tenía que tocar en el momento en que descubriese algo sospechoso. La primera vez que lo toqué, porque vi unos bultos sospechosos manipulando en unos vagones, vino el jefe de los guardavías y me dijo que era un idiota y que había visto visiones. Allí robaba todo el mundo. Pronto me di cuenta de que lo único que había que hacer era conseguir que los vagones que iban precintados conservasen sus precintos cuando por la mañana entregase uno la guardia, aunque los hubiesen vaciado. Lo esencial era que no se tocasen los precintos. Así eran en todo los bolcheviques. Una madrugada me llamaron a una de las casetas de los guardagujas y me hicieron coger un saco de harina y llevármelo a mi casa. Era la parte que me correspondía de un robo que habían hecho los guardas de acuerdo con los jefes. Dándome una parte se aseguraban mi complicidad. Yo la hubiese rehusado con mucho gusto, no por quijotismo, sino por miedo, porque ya sabía cómo las gastaban los comisarios con los que ellos llamaban saboteadores, pero no tuve más remedio que cargar con mi parte de harina y de responsabilidad. Así como entre las personas decentes no se deja vivir a los ladrones, entre los ladrones no es posible ser persona decente, y terminé robando tanto y tan limpiamente como mis camaradas veteranos. Se robaba todo lo que iba en los vagones. El trigo, que iba en sacos, lo robábamos haciendo un agujero con un berbiquí en el fondo del vagón y hurgando allí con una pajita para que fuese cayendo. El petróleo nos lo llevábamos chupando con una jeringuilla. Una noche robamos papel, cosa valiosísima entonces; la hoja de papel blanco llegó a valer más de mil rublos. Robábamos también leña, que llevábamos a casa arrastrándola sobre un riachuelo helado que pasaba junto a las vías, en dirección a Kiev.
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