—Tres horas le bastan a mi gente para no dejar un judío con vida —contestó.
Conscientes de lo que les aguardaba si triunfaban los blancos, los obreros y los judíos de Kiev estaban, pues, dispuestos a resistir a todo trance. Cada casa se convirtió en una fortaleza.
Cuando una tarde se supo, al fin, que el ejército rojo se replegaba sin combatir y evacuaba Kiev, pasó por la ciudad una ola de terror. Cada cual se encerró en su casa con la convicción de que no saldría vivo de ella. Los bolcheviques dieron armas a los más decididos, y desde las primeras horas de la noche comenzaron a abandonar la ciudad. Los carros de material de guerra y provisiones fueron saliendo lentamente y en perfecto orden, sin que se oyese un tiro. De los puestos avanzados del campo fueron llegando escalonadamente los destacamentos de guardias rojos, que a medida que avanzaba la noche se concentraban en las avenidas principales y formaban las columnas de evacuación. A media noche había salido de Kiev toda la impedimenta soviética y las tropas aguardaban formadas a pie firme la orden de partir. Cuando se les incorporaron los destacamentos de avanzadilla que habían estado hasta el último momento en contacto con las vanguardias del ejército blanco, evolucionó lentamente aquella serpiente parda y se escurrió en la noche. Los árboles de la alameda se la tragaron. Yo fui corriendo a meterme en mi gazapera. Se había dado la orden de que la población civil intentara resistir, y los artistas del circo habíamos sido movilizados, como los obreros de todos los sindicatos. Al nuestro se le confió no sé qué misión estratégica, pero yo opté por encerrarme prudentemente en casa, y creo que lo mismo que yo hicieron otros muchos artistas. Poco después de haberse marchado los bolcheviques se oyeron varios cañones. Luego hubo un par de horas de silencio absoluto. Sole estuvo rezando por los pobres judíos del Podol. ¿Sabrían defenderse? ¿Serían esta vez tan cobardes como siempre?
Cuatro cosacos en la avanzadilla
Eran las cinco de la madrugada. El tac-tac de unas herraduras, hiriendo el empedrado, rompió el silencio del amanecer. Entreabrí la ventana y vi destacarse en el fondo borroso de la gran calle solitaria las siluetas de cuatro cosacos. Al llegar al cruce de la Fondukrestkaya tiraron de las riendas y se quedaron plantados, cada uno frente a una bocacalle.
Pasó un rato. La luz de la mañana iba haciéndose clara y precisa. Por la Fondukrestkaya abajo vino arrastrando las alpargatas y pegándose a las fachadas de las casas un muchachillo desastrado. Iba con la pelambre al aire, canturreando y mordisqueando una pera.
Uno de los cosacos le llamó:
—¡Eh, tú! ¿Adónde vas?
Las voces sonaban claras y distintas en aquella limpia mañana de primavera, barrida por un vientecillo fino y frío.
—Voy a mi casa —contestó sonriendo el muchacho, y dio otro mordisco con fruición a su pera.
—¿Qué haces por la calle?
—He salido a buscar algo para comer. ¿Usted gusta? —y con ademán suelto y gracioso le tendía la pera mordisqueada al cosaco.
—A estas horas sales a buscar qué comer, ¿eh?
Se inclinó el cosaco en la silla, agarró del pelo al infeliz, le atrajo hacia sí y retorciéndole la cabeza sobre la montura levantó el brazo derecho y le degolló de un solo tajo.
Sangrando por el cuello a borbotones, quedó el cadáver del muchacho en el suelo, todavía con el bocado de pera entre los dientes.
Poco después apareció otro transeúnte.
El cosaco hizo dar dos pasos a su caballo y le llamó:
—¿Adónde vas?
—Al trabajo.
—¿Llevas papeles?
—No llevo ninguno.
No preguntó más el cosaco. Sacó la pistola y le hizo dos disparos a boca de jarro. En el suelo quedó el infeliz debatiéndose en un charco de sangre. No se moría de una vez y el cosaco, malhumorado, tuvo que descabalgar, coger al herido de un brazo, darle la vuelta para ponerle boca abajo y descerrajarle un tiro en la nuca que acabase con él. Luego arrastró el cadáver al borde de la acera, juntándolo con el muchacho de la pera, y volvió a la guardia, arma al brazo.
En el umbral del infierno
Ya nadie más se atrevió a pasar por aquella encrucijada de la muerte. Los cuatro jinetes permanecieron, arma al brazo, frente a las calles desiertas, mientras fue cuajándose aquel día maravilloso de primavera que la pobre gente de Kiev, aterrorizada y escondida detrás de puertas y ventanas, no se atrevía a afrontar.
A media mañana empezaron a llegar los pelotones de soldados blancos. Iban cantando alegremente en dirección al palacio de la Duma, donde poco después ondeaba de nuevo la bandera del imperio.
En un portal de la Krischatika, los soldados blancos encontraron el cadáver de un burgués, al que los bolcheviques, en su huida, habían sentado con un periódico en las manos.
Aquel dantesco pelele tenía el vientre perforado por una bala de cañón y al zamarrearlo uno de los soldados, creyendo que estaba sólo dormido, rodó a tierra y se quedó en la misma postura en que se había endurecido, con la cara sobre el asfalto y el periódico pegado a los turbios ojos de cristal desmesuradamente abiertos. Los soldados echaron mano de los primeros transeúntes que cayeron por allí y los obligaron a cavar en el acto una fosa y a enterrar en ella al profanado cadáver.
Yo, apenas vi que las tropas blancas andaban por las calles de Kiev, me decidí a salir acompañado del madrileño Zerep. Peligroso era andar callejeando en aquellos momentos de la ocupación, pero no menos peligroso era quedarse en casa, a merced de que fueran a buscarle a uno, en virtud de una delación cualquiera. Había que dar la cara y congraciarse con los vencedores.
Nos fuimos hacia la plaza de la Duma, y al llegar a ella nos vimos venir un oficial que salía del palacio precipitadamente. Nos llamó.
—¿Son ustedes obreros?
—No, señor; artistas.
—¿Judíos?
—Cristianos viejos, señor oficial.
—¿Saben ustedes dónde está la Checa?
—Sí, señor —repuse sin vacilar—; yo lo sé perfectamente y puedo guiarle.
—Vamos allá.
—Hay dos Checas en Kiev —le advertí—: la Checa popular, que está en la Elisabetkaya, y la Checa secreta, que está en un palacio de la Catherinskaya Ulitza.
Desconfió un momento.
—¿Cómo es que estás tan bien informado?
—He estado preso en los calabozos de las dos, señor oficial.
—Vamos a la Checa secreta —me contestó después de mirarme de arriba abajo. Tras él echaron a andar los seis u ocho soldados.
Llegamos frente al imponente edificio de la Catherinskaya. El sombrío caserón estaba cerrado a piedra y lodo. Era una verdadera fortaleza con altas ventanas enrejadas y puertas ferradas. El oficial, guiado por mí y seguido por la patrulla, dio la vuelta a la manzana buscando una entrada practicable. Luego se acercó a la puerta principal y llamó repetidas veces. No contestó nadie. A una señal suya se precipitaron sus hombres sobre la puerta y estuvieron golpeándola durante largo rato con las culatas de los fusiles hasta hacer astillas una de las hojas. El oficial fue a entrar el primero, pero en aquel momento se acordó de mí, y temiendo una celada desenfundó la pistola, me cogió del cogote y me echó por delante.
Dimos unos pasos en aquel zaguán oscuro y nos detuvimos sobrecogidos. ¿Qué visiones dantescas nos aguardaban en aquel antro infernal?
21. Asesinos rojos y asesinos blancos
Avanzamos cautelosamente por aquellos tenebrosos pasillos: el oficial, con el revólver en el puño; los soldados, con la bayoneta calada; yo, que iba delante, con las manos apretadas contra el forro de los bolsillos. Cada vez que adelantábamos un pie temíamos la explosión de una bomba o una descarga cerrada. Hacía escasamente dos horas que los chequistas habían abandonado aquel caserón siniestro, cuya misión ellos habían mantenido en el secreto y no era aventurado suponer que nos tendiesen una celada en los recodos de su madriguera. El ejército rojo había evacuado Kiev, pero aún luchaban en las barriadas populares núcleos aislados de comunistas que se defendían a la desesperada.
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