Con los bolcheviques no había casas de juego, pero continuaba clandestinamente la especulación de joyas. Estaba muy perseguida, y a mí me hicieron varias requisas; pero no me encontraron nada. Mi amistad con Mischa y con los demás chequistas me servía eficazmente para neutralizar las denuncias de los camaradas del circo. Una madrugada se presentó de improviso una patrulla bolchevique. Iban buscando las joyas, en virtud de una denuncia formulada contra mí; pero por más que registraron no dieron con ellas. El jefe de la patrulla gruñía malhumorado, mientras sus hombres husmeaban:
—¡Hum, hum! El pueblo se muere de hambre y en estos escondites hay cosas que valen dinero.
—No tenemos nada. Estamos muertos de hambre —imploraba yo.
—Sí, sí…, ya te conozco, perro. Hay muchos proletarios descalzos, mientras tú tienes aquí todos esos pares de zapatos —decía señalando a lo único que encontró, mis zapatillas, mis escarpines y mis botinas de bailarín.
—Son mis herramientas de trabajo —le dije—. Te las puedes llevar, si quieres, pero no encontrarás en todo el ejército rojo un soldado que sea capaz de calzarse esta botina en punta del treinta y seis.
La miró, la comparó con su botaza embreada, que debía de tener lo menos el cuarenta y cuatro, y la arrojó despectivamente. Pareció convencerse a regañadientes y nos dejó en paz.
Al pobre Antonio le quitaron todas las joyas que penosamente había ido reuniendo. Las tenía escondidas en el colchón, pero seguramente se había ido de la lengua en algún sitio y los que se presentaron a requisarle fueron a tiro hecho. Le levantaron de la cama, abrieron el colchón y dieron con ellas sin un momento de duda. Cuando al día siguiente Antonio fue a reclamar a la Checa le dijeron que allí no se había dado ninguna orden de requisa contra él y que, seguramente, había sido víctima de un robo por parte de una cuadrilla de expropiadores privados. Unos amateurs, como si dijéramos.
Ya entonces se carecía de todo. Se acabaron también los tejidos y todo el mundo iba vestido de pordiosero. Por aquellos meses hizo su aparición en Kiev una moda originalísima. La gente se vestía con unos trajes hechos con tela de saco. Eran los sacos de las expediciones de víveres que se enviaban a Rusia desde Europa y Norteamérica. Los sastres judíos los cortaban y cosían primorosamente, elaborando con aquellas arpilleras unos gabanes y unos pantalones elegantísimos. Con tres sacos bastaba para un traje. Tenían, además, la originalidad de que después de confeccionados cada cual los pintaba del color que quería, y se veían por las calles los más caprichosos y audaces modelos.
Mientras tanto, los bolcheviques seguían enconados en su tarea de hacer tragar al pueblo el bolchevismo, por las buenas o por las malas. Por todas partes no se veían más que emblemas soviéticos y letreros de propaganda comunista. «El que no trabaja no come», decía uno de los más frecuentes; pero la verdad era que allí no trabajaba nadie, por la sencilla razón de que no había en qué trabajar. Teóricamente todo estaba maravillosamente dispuesto. A los obreros se les daba un jornal fijo y víveres, con arreglo al número de bocas que cada cual tenía que mantener.
Es decir, víveres, no; bonos para conseguir los víveres, que no era exactamente lo mismo. Cuando a la casa en que habitábamos no le quedó una astilla que quemar, nos fuimos a otra casa que estaba cerca del circo. En la buhardilla de aquella casa vivía una banda de carteristas y bolsilleros, cuyo jefe era un tipo magnífico de anarquista que se apodaba el Rojo . Eran diez o doce y había entre ellos dos o tres que sabían hacer juegos malabares y se colocaban en las plazuelas para entretener a los papanatas, mientras sus camaradas les desvalijaban. Una madrugada, estando nosotros ausentes, se presentaron en nuestra casa unos titulados bolcheviques para hacernos una visita.
Arrancaron el candado de la puerta y entraron en nuestra habitación; pero el Rojo , que advirtió su presencia, les obligó a marcharse sin tocar nada. Luego estuvo a la puerta de nuestra habitación, de guardia, hasta que nosotros volvimos. Me extrañó mucho aquella prueba de honradez del Rojo y se lo hice notar.
—Hoy por ti y mañana por mí —me contestó—. Yo soy ladrón; pero robo por las buenas, valiéndome de mis mañas, y me da asco toda esta canalla que roba al amparo del Estado bolchevique fingiendo pesquisas. Nosotros somos anarquistas y tú deberías serlo también; seguramente lo eres sin saberlo.
Di las gracias al caballeroso anarquista y le ofrecí interesarme por el anarquismo.
Procuré, sin embargo, alejarme de ellos todo lo posible, pues a los anarquistas no les lucía mucho el pelo con los bolcheviques. A mí me iba mejor con los judíos del Podol, y, por si acaso, con Mischa y con los comisarios de la Checa. Entre los judíos del Podol tenía muy buenos amigos, y gracias a ellos no me moría de hambre. Algunos me admitieron en su intimidad, y recuerdo que una vez estuve hasta en una sinagoga presenciando una boda. Era una ceremonia muy curiosa. Los novios iban bajo palio, y luego hacían una pantomima en la que ella le golpeaba a él. Después, en la casa, celebraban la boda con una gran juerga en la que los invitados formaban un corro alrededor del novio, que tenía que dar vueltas sin pararse un momento, mientras los demás canturreaban.
Una madrugada, al volver de una juerga en el Podol, a la que habían asistido varios comisarios bolcheviques, me detuvieron y me mandaron a los calabozos de la Checa. Pasé varias horas tirado en una tarima con ocho o diez presos, que de tiempo en tiempo despertaban sobresaltados, creyendo que les iban a matar. Mischa, cuando se enteró de que yo estaba preso, me puso en libertad.
Por aquel entonces se presentó en Kiev aquel judío de Minsk, amigo mío, que se llamaba Paulich. Venía por encargo de un general del ejército blanco para sacar de Kiev a su mujer y a su hija. La empresa era arriesgada, porque a base de una falsificación de documentos, Paulich tenía que pasarlas como si fuesen su mujer y su hija propias; pero el general pagaba bien. Nosotros no nos atrevimos a correr la aventura de intentar una huida aprovechando aquella coyuntura; pero ayudamos a Paulich y lo tuvimos escondido en el circo hasta el momento oportuno. La cosa salió bien y se ganó un buen dinero. Recientemente he sabido que Paulich vive ahora en Hamburgo con holgura. El circo iba de mal en peor: en las pocas funciones que se daban no se recaudaba un céntimo; todo el público era «tifus». Antonio y yo trabajábamos algunas veces por nuestra cuenta y decidimos dedicarnos a la venta ambulante de tabaco. Obtuve un permiso, por el que me cobraron los bolcheviques doscientos rublos, y me instalé con una sombrerera por establecimiento a la puerta del hotel donde estaban alojados los jefes bolcheviques; casi todos eran parroquianos nuestros. Antonio, Sole y yo nos turnábamos, y si no ganábamos dinero, por lo menos justificábamos nuestra existencia. Eso sí; hacíamos unas cifras de ventas sorprendentes. Baste decir que diez cigarrillos costaban cinco mil rublos, y que llegó un momento en que valía mil rublos un solo cigarro.
«Tres horas me bastan para no dejar un judío con vida»
Empezó a hablarse de la posible vuelta del ejército blanco. Los bolcheviques habían sufrido algunos reveses en el campo y se temía un ataque a fondo sobre Kiev. Los judíos del Podol, aterrorizados, pidieron armas a los bolcheviques, dispuestos a vender caras sus vidas, pues sabían por experiencia que para ellos no habría cuartel. Se dijo entonces que Bagdanov, al iniciarse el avance de los blancos, había pedido permiso al general Denikin para estar tres horas en Kiev con su tropa.
—¿Qué piensas hacer? —le preguntó Denikin.
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