Cómo se acababa en una semana con cuarenta mil policías
¡Qué odio negro les tenía! Cuarenta mil policías del zar había en Petrogrado el día que estalló la revolución. En ocho días no quedó ni uno. El pueblo tenía tanto rencor acumulado contra ellos que cuando yo llegué salían a cazarlos como si fuesen conejos. A muchos los clavaron a bayonetazos en las puertas de las casas, como aquel que vi a la salida de la estación. A otros los acribillaban a balazos, y luego arrastraban sus cadáveres hasta dejarlos convertidos en montones informes de sangre y barro.
En los primeros momentos habían hecho ellos una buena carnicería con los revolucionarios. La cosa empezó, días antes de que yo llegara, por una manifestación tumultuosa que intentó atravesar el puente de Vigorg, sobre el Neva y llegar hasta el centro de Petrogrado. Los policías, al otro lado del río, formaban una barrera que cortaba el paso a la muchedumbre. Constantemente llegaban a la cabeza del puente nuevas oleadas de huelguistas procedentes de las barriadas industriales. Los que iban delante se detenían al ver al otro extremo la línea amenazadora de las bocas de los fusiles y pretendían retroceder, pero la presión de aquella multitud que se les venía encima les hizo avanzar, quieras que no, por el puente adelante. Los desgraciados iban vueltos de espaldas, queriendo inútilmente contener con sus manos aquella avalancha humana que les empujaba a la muerte. Apenas avanzaron unos metros por el puente, la barrera de los policías se abrió en dos alas, y una masa arrolladora de jinetes se lanzó al galope contra la multitud con los sables en alto. Los escuadrones de policías y cosacos cayeron como tigres sobre aquella muchedumbre aterrorizada, hendiéndola, despedazándola, haciéndole saltar los cráneos con el golpe terrible de sus charrascos. Muchos, muchos cayeron. Pero no sirvió de nada.
Tres días después, el pueblo era dueño y señor de las calles y se aplicaba frenéticamente al exterminio de los policías. Atrincherados en sus cuarteles primero y formando grupos aislados después, vendían caras sus vidas, acosados por un monstruo de un millón de ojos y manos que caían sobre ellos dondequiera que se metían. En este momento llegué yo a Petrogrado.
En socorro de los policías habían sido movilizados varios regimientos de cosacos, que al principio tiraron contra los revolucionarios, y que aún eran dueños de algunas barriadas; pero pronto empezaron a desertar de sus puestos y a negarse a tirar contra los obreros.
Llegaron tropas traídas aprisa y corriendo por el Gobierno del zar, en vista de que los revolucionarios batían a la policía, pero los soldados que venían del frente, antes de entrar en Petrogrado se ponían en contacto con los comités revolucionarios que les salían al paso, les escuchaban, discutían con ellos, se ponían de acuerdo y terminaban matando a los oficiales y enarbolando la bandera roja para entrar en la capital, bajo las aclamaciones del pueblo. Acto seguido, los soldados ponían mano también a la tarea de acabar con los policías. Toda la esperanza de los zaristas estaba en unos regimientos de cosacos del Don que se esperaban. Llegaron en tres trenes sucesivos, pero, a medida que fueron llegando, se fueron pasando a los revolucionarios. Aquella deserción de los cosacos fue el sálvese quien pueda.
Los policías perseguidos se defendían como jabatos. Tres días después del asalto a palacio todavía quedaba en uno de sus tejados un grupo de policías tiroteando a los revolucionarios, que no se atrevían a subir por ellos. Allí fueron cayendo uno tras otro. El último dejó de disparar al sexto día.
En nuestra pensión había vivido un policía. Cuando, por alguna delación, las patrullas de revolucionarios fueron a buscarle, ya había desaparecido. En su habitación quedaron abandonados su baúl y su capote. A cinco personas les costó la vida aquel maldito capote. Como era una prenda magnífica, lo cogió uno de los huéspedes, le quitó las insignias y salió tan abrigadito con él a la calle.
Aquella misma tarde le pegaron un tiro desde una ventana. Llevaron el muerto a casa, se le quitó el capote para amortajarlo y se le enterró. Otro despreocupado se hizo amo del capote días después y también se lo cargaron de un balazo. Así, hasta cinco. El último que mataron, por el solo hecho de llevarlo puesto, fue precisamente uno de los revolucionarios que más heroicamente había luchado en las barricadas. Pero la gente, cuando veía un capote de policía, no se paraba a investigar y tiraba. ¡Tan negro odio les tenía!
Los españoles se van
Aún funcionaba la Embajada de España y el Consulado. Fuimos allí a pedir protección, y nos contestaron que no respondían de nada. La representación diplomática de España estaba organizando una expedición para retirarse de Petrogrado y anunció el día de la partida para que los españoles que quisieran la siguiesen. El español que no marchase ya sabía que se quedaba huérfano de toda protección por parte de su país. Los españoles que había en Petrogrado, en su mayoría se dispusieron a abandonar Rusia. Yo me volví loco de desesperación. Tenía a Sole en Moscú y no había modo humano de ir por ella ni de hacerla venir. Veía angustiado que España se iba de aquel infierno, que los españoles huían protegidos por su representación oficial, y que yo me quedaba allí desamparado, sin patria, sin nadie que me defendiese contra cualquier atropello. En el Consulado me incitaban a marcharme con ellos, diciéndome que Sole podría salir de Moscú cuando se marchase el personal de aquel Consulado. Yo no quise. Por nada del mundo hubiese dejado abandonada a mi pobre Sole sin saber lo que iba a ser de ella. Lo que fuese de uno sería de los dos. Por si aún tenía tiempo de ir y volver con ella antes de que los españoles se marchasen, me fui a buscar un billete para Moscú. Doce días estuve en la cola de la taquilla. Doce mortales días aguantando a pie firme con la esperanza, siempre fallida, de obtener el billete. El servicio de trenes no se había interrumpido, pero era tal la aglomeración de gente que emigraba hacia el Sur que no había manera de salir de Petrogrado. Allí, en la cola, consumido por la angustia de no llegar a tiempo y de no saber qué sería de Sole en medio de aquel caos de la revolución, me pasaba las horas muertas tiritando hasta que colgaban el cartelito «No hay billetes» y cerraban la taquilla hasta el día siguiente.
Allí vi cómo se desarrollaba la revolución, oyendo a intervalos el crepitar de las ametralladoras y viendo pasar, de tiempo en tiempo, las ambulancias cargadas de heridos que iban dando al aire la bandera blanca y pidiendo vía libre con el agudo chirrido de una trompeta.
Así es la revolución
Así viví yo la revolución de marzo de 1917, durante aquellos doce mortales días que estuve en Petrogrado aguantando en una cola para obtener un billete de ferrocarril que me permitiera marcharme.
Por la mañana todo aparecía tranquilo. Se oía decir a alguien que en una calleja próxima había amanecido un policía del zar asesinado. Y nada más. La gente se iba a sus quehaceres, si los tenía. Se entreabrían las tiendas con muchas precauciones y preparadas a cerrar de un solo golpe a la primera señal de alarma. Petrogrado, envuelto en la bruma matinal, silencioso, solemne, con los penachos blancos de humo de sus chimeneas perforando la niebla, me daba la impresión de una ciudad completamente tranquila cuando, muy de mañana, iba a ponerme en la cola de la compañía ferroviaria. Ni siquiera se veían patrullas. Los revolucionarios tenían mucho trabajo durante la madrugada, y a aquellas horas dormían. Alguna vez sonaba un tiro aislado allá lejos; no se le concedía importancia; podía ser alguna explosión de un gasómetro, podía ser un neumático que reventase; podía ser un guardia asesinado. Nada. La gente no se alarmaba y los comercios seguían abiertos. Eso sí, vendían al precio que les daba la gana; la revolución, de momento, era el paraíso de los tenderos; lo que hoy costaba uno, al día siguiente valía cinco, y dos días después, veinte o cincuenta; lo que querían pedir. Los víveres escaseaban, pero sólo para los que no tenían dinero bastante para pagar lo que pedían por ellos. Los tranvías no circulaban ya. Los automóviles habían desaparecido. Los coches de punto se hallaban, sin embargo, en sus paradas habituales, como si tal cosa, y le llevaban a uno donde quisiera, sorteando las calles donde estaba levantado el pavimento y metiéndose en los sitios más comprometidos, aun en aquellos en los que se había entablado un tiroteo. El cochero se limitaba a ponerse en pie en el pescante cada vez que pasaba por un sitio peligroso, se santiguaba devotamente, y adelante.
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