La revolución había pasado, las noticias que se tenían eran más tranquilizadoras y había que vivir y trabajar. Empecé a buscar trabajo. El primer contrato que me salió fue para Petrogrado. Yo no quería volver allí ni a tres tirones; pero ¿qué hacer? Uno es artista que tiene que ir a bailar donde le llaman; ni el zar ni Kerenski tenían nada conmigo. Por lo demás, un tiro se lo pueden dar a uno en Petrogrado como en la calle del Bastero le puede caer una teja encima; eso no lo evita más que la Divina Providencia. ¡A Petrogado otra vez!
Moscú, por otra parte, no estaba mucho mejor ni más tranquilo. La vida era más cara aún que en la capital; los judíos se aprovechaban bien. Aparte la carestía y la escasez, que ocasionaban largas colas a la puerta de los establecimientos de comestibles, la gente no se preocupaba demasiado de la revolución. Por otra parte, los barrios céntricos de Moscú presentaban un aspecto deslumbrador; parecía que no había pasado nada, y en el corazón de la ciudad los burgueses seguían teniendo un aire triunfal, quizá más insolente que nunca, porque el triunfo de los revolucionarios los tenía irritados. La muchedumbre elegante de Moscú discurría como si tal cosa bajo las bóvedas de cristales de las galerías. Sólo alguna que otra vez se arremolinaba la gente y se enteraba uno de que un grupo de mujeres del pueblo, sucias, desgreñadas, estaba acorralando a una de aquellas elegantes damas moscovitas —las más finas y elegantes del mundo—, que con sus pieles blancas y sus toilettes parisinas provocaban el odio de los pobres que venían de las colas del pan. Las comadres escupían a la burguesa y la insultaban, y los hombres del pueblo, con el pretexto de cortar la escena, la empujaban, dándole achuchones y procurando rozarse con ella. A veces, surgía un oficial de los que de mala gana se había tenido que arrancar las charreteras, o bien de los que aún las llevaban, desafiadores, y tomaban caballerescamente la defensa de la dama. Entonces ocurría una de-estas dos cosas: o lo linchaban o los desarrapados se asustaban ante sus desplantes y se iban refunfuñando amenazas.
Presentimientos
Todo había terminado. Al menos, así lo aseguraban los periódicos, y en vista de que había tranquilidad, nos fuimos de nuevo a Petrogrado para debutar en el Olimpia. La capital había recobrado su aspecto normal, pero por todas partes se veían los destrozos causados por la revolución; las fachadas de las casas estaban acribilladas a balazos y aún humeaban las cenizas de las casas incendiadas.
A los dos días de llegar nosotros se celebró el entierro de las victimas de la revolución, para lo cual cavaron una fosa enorme en los jardines de una gran plaza próxima a la Perspectiva Nevski. A presencia del Gobierno revolucionario y de un gentío inmenso, fueron depositados los féretros —unos trescientos— en aquella fosa grande y honda. La ceremonia se desarrollaba en medio de un silencio impresionante, y sólo tenían vida en aquella masa compacta de hombres inmóviles y silenciosos los trapos rojos de las banderas azotadas por el viento de marzo. No he visto nunca tanta gente tan quieta y tan callada. Mientras iban colocando los féretros en la gran fosa, y luego, cuando en el silencio aterrador de la plaza sonaban claras y distintas las paletadas de tierra, que golpeaban lúgubremente los ataúdes, estuvieron estremeciendo los aires los estampidos sordos de la artillería, que allá, a lo lejos, hacía salvas por los héroes de la revolución. Eran dos baterías, una a cada extremo de Petrogrado, que disparaban alternativamente, haciendo contrapunto. Al final, las bandas de todos los regimientos, con el bombo tapado por un crespón negro, tocaron una marcha fúnebre. Sobre los trescientos féretros se echaron unas cuantas flores, pocas, y el Gobierno provisional desfiló ante la multitud. Aquel día vi a Kerenski y oí hablar de él por primera vez en mi vida.
Terminada la ceremonia la muchedumbre se desparramó por los barrios calladamente. El comercio había cerrado sus puertas, y se tenía la sensación de que era día de Viernes Santo en mi tierra, en Castilla. La gente, después de haber enterrado a los muertos, volvía a sus hogares silenciosa, preocupada, triste. Aquello no había terminado, ni mucho menos. Yo, por mi parte, tuve esa impresión, y con ella volvimos aquel día a casa.
Vivíamos entonces en la pensión de un español llamado Rocha, gaditano, ya viejo, domador de leones en su juventud y casado con una alemana, de la que tenía varias hijas, artistas también, entre ellas una muy buena cantante, a la que llamaban el Mirlo de oro . Una familia pintoresca y buena. Rocha era un santo, y la mayor parte de sus huéspedes eran por entonces españoles a quienes la revolución había dejado varados en Petrogrado, y no pagaban su pensión. Los compatriotas nuestros que antes de la revolución vivían en Petrogrado normalmente se habían ido marchando en las expediciones organizadas por la Embajada. Aún estaba allí Angelita Mignon, que consiguió marcharse poco después por Siberia con los funcionarios del Consulado, como nosotros, dando bandazos a través de la revolución: el bailarín Pepe Ojeda y la Catalanita . Se ayudaban bailando por los cines de barrio, pero con muchas dificultades. Poco a poco habían ido abriéndose de nuevo los cabarets. Villa Rodé, que no fue incendiado hasta que tomaron el poder los bolcheviques, volvió a abrirse también después del saqueo. Pero a mí me daba todo aquello muy mala espina, y en abril o mayo decidí irnos hacia el Sur, adonde se iban todos los que no querían nada con la revolución, que, en definitiva eran los que a nosotros, los artistas, nos daban de comer. El viaje resultaba difícil, porque ya el servicio de trenes estaba militarizado. Nada tan difícil en Rusia durante la revolución como el viajar, y nosotros teníamos que viajar constantemente. A vuelta de muchas penalidades, conseguimos llegar a Moscú, donde actuamos unos días en el Odeón, y, siguiendo nuestro designio de ponernos al socaire de la revolución en la Rusia Blanca, obtuve un contrato para Kiev, y allá nos fuimos a mediados de julio. Moscú y Petrogrado olían ya a algo que yo entonces no sabía a qué era: olían a bolchevique.
El paraíso de los burgueses
En el viaje de Moscú a Kiev tuve mi primer tropiezo con un oficial blanco. ¡Cuántos disgustos habían de darme! En la estación de Brianski había que hacer transbordo, y el tren que teníamos que tomar llevaba cerradas a piedra y lodo las portezuelas de los vagones. Los viajeros entraban y salían por las ventanillas a viva fuerza y en medio de una confusión espantosa. Sole, empujándola yo, entró fácilmente por una ventanilla; pero cuando yo quise meterme tropecé con un oficial zarista que quería salir. Era un tipo imponente, con los bigotes del káiser y con las charreteras y las condecoraciones del ejército imperial luciendo como un reto. Cuando yo estaba colgado de la ventanilla, con medio cuerpo dentro y medio fuera, me dio un empellón y me tiró sobre el andén como a un perro. No me he resignado nunca a ser atropellado ni he podido sufrir sin sublevarme, aunque haya estado a punto de costarme el pellejo muchas veces, esto de que los fuertes abusen de los débiles. La cosa era corriente en Rusia, y lo sigue siendo, sin que la gente reaccione jamás como en España reacciona. Un perro es y cuando lo pisan chilla, señor. Me encorajiné y volví a encaramarme en la ventanilla dispuesto a entrar a todo trance, porque tenía tanto derecho como el oficial aquel. En esto sonó la segunda campanada para la partida del tren, y el oficial, que estaba forcejeando conmigo, se hizo atrás, sacó el sable y lo descargó sobre mi cabeza furiosamente. Suerte que marró el golpe, y no me alcanzó más que de refilón. Si no, me deja en el sitio. Caí atontolinado al andén de nuevo. Pero un segundo después sonó la tercera campanada, y al pensar que Sole se iba en el tren y yo me quedaba reaccioné furioso. Tomé carrerilla y volví al asalto con tal ímpetu que entré en el vagón de un golpe, y el oficial y yo, hechos una pelota, llegamos rodando al suelo del departamento. Me quería matar. Gracias a que el tren se había puesto en marcha y no tuvo tiempo más que para tirarse de cabeza al andén. Desde allí, con la guerrera arrugada y las guías del bigote torcidas, me amenazaba con el puño cerrado, mientras nuestro tren corría, aunque no tanto como yo hubiese deseado. Sole se quedó sin habla para todo el viaje.
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