—Usted no puede salir a bailar.
—¿Por qué no? —le pregunté desolado.
—Porque está usted indecente —me contestó—. No se puede bailar ante la corte del zar de Rusia con esos pantalones.
Y me señalaba, inexorable, el pantalón de alpaca entallado y abotinado que se usa para bailar flamenco. No hubo excusa ni pretexto. Quieras que no, tuve que quitarme de prisa y corriendo el pantaloncito entallado y salir a bailar flamenco con un pantalón de frac. ¡Quién ha visto bailar el bolero con fondillos en los pantalones, señor!
¡Viva el zar!
Quien hubiese estado en Kiev por entonces no hubiese soñado siquiera lo que iba a pasar en Rusia seis meses después. El zar hizo por aquellos días —octubre o noviembre de 1916— una visita oficial a Kiev y se le recibió con un entusiasmo delirante. Las calles estaban engalanadas y se organizaron numerosas manifestaciones de adhesión al emperador. Una mañana, Nicolás II salió a pasear en coche por las calles de Kiev y entró en varias tiendas para hacer compras, rodeado siempre por un inmenso gentío que le vitoreaba.
No sé si todo aquello estaba preparado por las autoridades, pero lo cierto es que Nicolás II pudo muy bien equivocarse respecto a los sentimientos para con él de sus subditos, como me equivoqué yo al juzgarlos. No hubiese creído, aunque me lo jurasen, que a aquel hombre, al que la muchedumbre vitoreaba entusiásticamente, le iban a matar como a un perro sarnoso unos meses después.
Pero ya he dicho que yo de estas cosas de política no entiendo.
El gabinete número dos
Ya, a fines de 1916, nos fuimos a Petrogrado. Se tardaban dos días, pero se hacía el viaje en coche-cama con grandes comodidades. En la capital de Rusia todo estaba tranquilo, por lo menos en apariencia. Se advertía una cierta severidad en el ambiente y un orden estricto, pero mucha cortesía, y, sobre todo, una gran amabilidad para con los extranjeros. Fuimos a trabajar a Villa Rodé, el cabaret de más lujo de Petrogrado, el más famoso, el que frecuentaban los aristócratas y los personajes de la corte imperial. Villa Rodé estaba casi en las afueras de Petrogrado, en Novaia Derevnia, un lugar delicioso, rodeado de arboledas y situado más allá del segundo puente. El dueño, Rodé, entendía bien el negocio; tenía la mejor bodega de Petrogrado, los mejores artistas, las mejores mujeres y, naturalmente, los mejores clientes de toda Rusia. Estuvimos contratados allí durante mes y medio. Se trabajaba, no en una sala pública, sino en unos amplios gabinetes reservados, porque los habituales clientes de Villa Rodé, las personas verdaderamente distinguidas y los dignatarios de la corte no querían que los viesen en una sala pública. Casi toda era gente de palacio.
Había en Villa Rodé un famoso reservado, el gabinete número dos, al cual iban siempre los personajes de verdadero compromiso. ¡Sabe Dios quiénes serían aquellas damas y aquellos caballeros de uniforme, ante los que bailábamos! A este gabinete número dos era al que iba a juerguearse con las grandes damas de la corte el célebre Rasputín, y de allí le sacaron más de una vez hecho una cuba.
Al fondo del gabinete había un gran diván, donde las damas, con sus trajes de noche escotados, se recostaban.
Los oficiales que las acompañaban permanecían en pie, estirados y ceremoniosos, ofreciéndoles el champaña con muchas reverencias. De vez en cuando, uno doblaba el espinazo y besaba la mano de su dama. Cuando los coros de gitanos cantaban sus tonadas, las damas entornaban los ojos, echaban el busto hacia atrás y seguían el compás de las guitarras moviendo lentamente sus hombros desnudos.
Yo recuerdo que algunas noches, mientras los clientes de Villa Rodé estaban en el gabinete número dos bebiendo y viéndonos bailar, la calle estaba cubierta por un interminable cordón de guardias y policías que, a pie firme sobre la nieve, les custodiaban. Era difícil saber quiénes eran; a las damas no las conocíamos y a los caballeros, aunque iban de uniforme, no era fácil descubrirles los grados y las categorías que tenían en el ejército, porque de ordinario llevaban unos capotes adornados en el pecho y en las bocamangas con unos puñalitos de plata diminutos que les tapaban las insignias.
A los artistas nos daban cien rublos, la cena y champaña a discreción cada vez que tomábamos parte en una de estas soirées privadas del famoso gabinete número dos. En una de aquellas juergas me bebí una botella de coñac Martell, cruzando mi brazo con el de un oficial, y comprometiéndonos ambos a no soltarnos hasta que uno de los dos cayese rodando al suelo. Cayó él, naturalmente. A mí no me ha tumbado nadie todavía. Me puse un poco alegrito, eso sí, y empecé a bromear con los demás artistas. Había en el coro de gitanos una gachí estupenda y me entusiasmé con ella. Sole se enfadó, y allí mismo, delante de todos aquellos aristócratas, me largó una bofetada que me quitó la curda. En vez de tomarlo a mal los señores aquellos, se echaron a reír de buena gana. Les hizo mucha gracia. A mí no.
Llegué a tener cierta amistad con algunos clientes asiduos. Aunque aquellos personajes eran muy soberbios, a veces se ponían amables, como si fuesen unos pobres diablos. Las cosas del vino. Ya he dicho, sin embargo, que el ruso no es mala persona. Más condescendiente con los artistas era, a veces, un príncipe de aquellos que cualquier señorito esmirriado de Madrid o Sevilla. Hice buena amistad con un hijo de Filipov —un alto personaje—, que iba siempre de juerga con unos cuantos oficiales aristócratas. Siempre me llamaban a su palco, me invitaban y charlaban conmigo como si yo fuese uno de sus iguales. Una noche que estaban bien metidos en juerga se quedaron sin dinero; creo que habían jugado o querían jugar. Yo se lo di; le di cuanto tenía ahorrado. Al día siguiente me lo devolvió y me regaló mil rublos de propina. Días antes de la revolución estuvo en Villa Rodé por última vez. Al despedirse de mí me besó. No he vuelto a saber de él. Le matarían.
Con todo aquello acabó la revolución de un manotazo. Villa Rodé fue asaltada por los revolucionarios, saqueada su magnífica bodega, que valía más de sesenta mil rublos, y finalmente incendiada y reducida a astillas. La furia del pueblo contra Villa Rodé fue terrible. Un caso de rabia y de encono verdaderamente frenéticos. Arrasaron hasta el solar. El dueño, Rodé, se volvió loco de desesperación. Escapó a París, salvando la vida de milagro [1] He conocido, efectivamente, en París al honorable monsieur Rodé. Me lo presentaron en un casinillo o garito parisiense, adonde fui una vez siguiendo el rastro de los aristócratas rusos emigrados. Cuando le hablé de sus antiguos clientes, se ofreció a contarme centenares de historias escabrosas del famoso reservado número dos. A la persona que nos servía de intérprete le preguntó, sin embargo: «¿Crees tú que a este periodista español se le puede sacar algún dinero?». Debió convencerse de que no era tan fácil sacarle dinero a un periodista español como a un gran duque ruso y renunció a contarme sus regocijantes historias. (N. del A.)
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Por los cabarets de Moscú
En Petrogrado se pasaba bien entonces. Había restaurantes donde se comían tres platos y postre por un rublo. En una pensión francesa, en la que nos hospedábamos, cerca de Aquarium Balchaia Rugenia, encontramos a varios artistas conocidos de Rumania y trabamos amistad con otros, entre ellos un célebre cantante francés, llamado Milton. Los artistas extranjeros estábamos encantados con Petrogrado y con los rusos. El público era muy entusiasta, se ganaba mucho dinero y la vida era relativamente barata. Cerca de la Perspectiva Nevski había un café en el que nos reuníamos y hacíamos nuestra tertulia los artistas. Era una vida más amable, más grata que en ninguna otra ciudad de Europa.
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