La ciudad enmudeció como por ensalmo. Se acabaron los vítores patrióticos, apagados como una candelada cuando se le echa un cubo de agua.
La vertiginosa rapidez de los alemanes en el ataque desconcertó a los rumanos. Bucarest quedó inmediatamente a oscuras y en silencio. Sólo se oía el tañido desesperado de las campanas de iglesia tocando a rebato.
Tanteando las paredes, sin más luz que la de aquel cielo claro de agosto, yo iba por las calles negras de Bucarest, cojeando, del brazo de Sole y pensando:
«¿Adónde ir que haya paz?»
«¿Adónde ir que haya pan?»
4. El desvalijador de cadáveres
Cerrábamos puertas y ventanas, y luego tapábamos las rendijas con mantas. Así nos pasábamos las noches muertas, mirándonos los unos a los otros, con el temor de vernos saltar despanzurrados por la metralla de los aviones alemanes en cualquier instante. Era la primera vez que los aviones bombardeaban así una ciudad, y el pánico que se produjo entre los habitantes de Bucarest al ver caer del cielo las bombas fue fabuloso. Desde el anochecer hasta la madrugada no se veía una luz en toda la ciudad. Por las calles no se podía ir siquiera con el cigarrillo encendido. Aquello parecía un cementerio. Únicamente, en el interior de las casas, a cubierto de puertas, ventanas, cortinas y mantas, la gente se atrevía a sentarse bajo la luz de la lámpara familiar, con el oído soliviantado, esperando a cada momento escuchar el sordo bum-bum de una casa que se desplomara con las entrañas arrancadas de cuajo por la explosión de cien kilos de dinamita.
Fueron ocho días terribles. Los aviones alemanes bombardeaban Bucarest cada vez con más furia, como si se hubiesen propuesto acabar con todos nosotros. Mañana, tarde y noche venían a dejar caer sobre los tejados de los pobres rumanos aquellas bombas enormes que arrancaron la vida a muchos infelices cuando contemplaban la sopa humeante en sus mesas o dormían a pierna suelta en sus alcobas. En los hospitales había ya centenares de heridos. El barrio preferido por los alemanes para el bombardeo era el del Arsenal. Precisamente, nuestro barrio. Nadie se atrevía a salir. Apenas sonaba la señal de alarma, todo el mundo buscaba refugio en las cuevas. Yo, una noche, me atreví a salir al patio de la casa y me puse a mirar al cielo. Aquello era imponente. En la negrura de la ciudad resaltaba la luz pálida del cielo estrellado, que, de vez en vez, atravesaban los relámpagos de los reflectores. Se oía a intervalos el zumbido distante de los motores. Cuando roncaban fuerte, uno pensaba: «¿Vendrá éste por mí?» Sole, muerta de miedo, asomaba por la boca de la cueva y venía a tirarme de la chaqueta para que me metiese en el abrigo donde estaban guarecidos todos los vecinos. Pero aquello era bonito de verdad. La única cosa bonita que he visto en la guerra. Hubo un momento en el que pude seguir, en el fondo azulado del cielo, el paso de un puntito negro, como un moscardón. De súbito lo iluminaron los haces de luz de los shrapnell que se encendían uno tras otro a su alrededor. Lo vi allá, en lo alto, pequeñito, brillante, avanzando firme entre las lucecitas que le salían al paso o le perseguían. De pronto, cayó verticalmente. Había sido tocado. Como cae la caña todavía de un cohete, lo vi caer dando volteretas, envuelto en una llamarada, que crecía a medida que se acercaba al suelo. ¡Pobre pajarraco! Me dio lástima que lo hubiesen cazado. Por la mañana fuimos a ver el montón de hierros retorcidos y aplastados contra la tierra que quedaban de él. A los siete días de bombardeo constante, cuando serían las dos de la tarde, apareció en el horizonte la escuadrilla alemana y sonó la alarma, pudo verse que otra escuadrilla de aviones franceses le salía al paso. Los alemanes eran veintitantos; los franceses, algunos más. ¡Cómo se batieron! ¡Qué emoción producía verlos girar, graciosos, en el cielo, pasarse los unos por encima de los otros, y atacarse vomitando metralla! ¡Cuántos debieron de caer! Dominando aquellos revoloteos de los aviones, muy alto, un enorme zepelín evolucionaba lentamente, negro y pesado, como una nube que llevara en su panza la muerte.
¡Ea, ya estamos en Rusia! Ahora viviremos tranquilos
Aquello era la guerra, pero no a retaguardia, sino en el frente mismo. Me explicaron que Bucarest era lo que se llama una plaza fuerte y me explicaron que seguramente las batallas se darían allí, en las calles de la ciudad. No me gustó el programa y decidimos marcharnos a Rusia.
Desde el mismo día de la declaración de la guerra, las gentes huían de Bucarest a millares. No se podía soñar siquiera en seguir trabajando. Pronto se acabaría el pan. Fui al Consulado. Allí estaban todos los españoles que había en Bucarest, unos diez o doce, entre ellos dos parejas de artistas, los Mendoza, bailarines de salón, y los Gerard, bailarines excéntricos. El cónsul nos socorrió dándonos cinco leis por cabeza y nos obtuvo un pase especial para poder entrar en Rusia. Yo salí solo con mi mujer un día antes que los demás, llevando un billete hasta Odesa. La mañana que salimos vimos entrar por las calles de Bucarest una columna de tropas rumanas que volvía del frente. Jamás había visto una tropa con tan miserable aspecto. Los pobres soldados, agobiados bajo el peso de los pertrechos, llegaban a los arrabales de Bucarest espantosamente agotados. Parecía que habían hecho el último esfuerzo para llegar hasta allí, y al verse ya en las calles de la capital se dejaban caer extenuados en las aceras; los vecinos acudían en socorro de los que se desplomaban y les cortaban el cuello azul de los capotes y los correajes para que respirasen a sus anchas y se reanimasen. Muchos de aquellos infelices soldados que venían del frente no llevaban armamento. Era terrible.
Salimos de Bucarest con billete de segunda, pero en un vagón de ganado. Y gracias. Desde el primer día de bombardeo había gente en la estación esperando la ocasión de marcharse. El tren no se veía de gente cuando arrancó. Arracimados en los techos, en los vagones, en la máquina, iban centenares de fugitivos.
Cuando llegamos a Jassy me detuve allí un día con la esperanza de encontrar trabajo y quedarnos. El corazón me decía que en Rusia no iban a estar las cosas tan boyantes como nos las presentaban. En Jassy estuve en el Cinematógrafo Moderno pidiendo trabajo. No había nada que hacer. También allí se dejaba sentir la guerra intensamente. A cada hora llegaban trenes de heridos del frente. Cosa curiosa. Casi todos estaban heridos en la cabeza o en las piernas. Salimos de Jassy a la mañana siguiente y unas horas más tarde estábamos en la frontera de Rusia. Hay un puente. A un lado están los rumanos; a otro, los rusos. Las revisiones de los rusos eran escrupulosísimas. Yo creí que no pasábamos nunca. Afortunadamente le fui simpático a un oficialito joven que había en la frontera. En Rusia, me he convencido luego, el problema está en serle simpático o no a la gente. Es como en España. Cuando se cae en gracia, todo está resuelto. Pero si no se cae en gracia, se muere uno sin poderse valer. Los rusos no son malas personas, pero sí muy desiguales, arbitrarios y caprichosos.
Llegamos a una gran estación rusa, de cuyo nombre no me acuerdo. Los andenes estaban llenos de gente miserable, hombres como borregos, vestidos con pieles de borrego y con unos gorros de piel de borrego, como esas zaleas que les ponen a los bueyes en el testuz para que no les piquen las pulgas. Había en la estación una sala de espera para los mendigos. Tantos eran. En la cantina, unas tazas de hojalata sobre las mesas. Yo llevaba el dinero en el equipaje, pero el vagón en que iba lo habían precintado y no lo abrían hasta Odesa. Me quedaba una libra inglesa y me dieron por ella varios kilos de billetes rusos. Los había hasta de diez céntimos. En Odesa nos dijeron que el vagón de los equipajes había quedado rezagado y nos encontramos con lo puesto y sin dinero. Con los copecks que nos quedaban del cambio de la libra inglesa nos llevaron al hotel Rusia, un hostal de unos judíos polacos, en el que nos pidieron tres rublos al día por la habitación, con derecho a cocina. «Ea, ya estábamos en Rusia. Ahora —pensamos— viviremos tranquilos.»
Читать дальше