– Es usted muy amable, Babette. ¿Qué tal está su hija?
– ¿Marilyn? Está bien. Va a terminar una formación de secretaria de dirección. Tiene el cerebro bien colocado. No como yo.
– Está usted orgullosa de ella…
– ¡Todavía no me creo que tenga una hija inteligente! Y buena. Me ha tocado la lotería. Nunca se sabe antes de tenerlos, ¿verdad?
Había abierto el frigorífico para comprobar lo que faltaba. Volvió a sentarse para hacer una lista de la compra, buscó un lápiz, tanteando entre los objetos que había sobre la mesa, de repente recordó que tenía uno con el que se recogía el pelo y lo cogió echándose a reír.
– ¡Qué tonta puedo llegar a ser! Me olvido de todo. Anda, eso me recuerda a algo: he encontrado esto en el bolsillo de los vaqueros de su hija. ¡He estado a punto de meterlo en la lavadora!
Exhibía un teléfono móvil que colocó sobre la mesa.
– No deberían llamarse móviles sino «perdibles». Yo ya he tirado dos al agua mientras limpiaba los váteres.
– Debe usted de equivocarse, Babette, mis hijas no tienen móvil.
– No quiero contradecirla, pero este pertenece sin duda a Hortense. Estaba en el bolsillo de sus vaqueros.
Joséphine contempló el móvil extrañada.
– Hágame un favor, Babette, no diga usted nada. Vamos a ver cómo reacciona.
Cogió el teléfono y se lo guardó en el bolsillo. Babette la miró con una sonrisa cómplice.
– No sabe usted de dónde viene, ¿verdad?
– Verdad. Y como no tengo ganas de disparar la primera, voy a esperar a que se descubra.
* * *
El 13 de julio, al final de la mañana, Joséphine volvía de correr por el bosque. La brisa procedente del mar levantaba sus cabellos, que caían en finas colas sobre la punta de su nariz, y su camiseta naranja se le pegaba a la piel, dibujando unas feas manchas de transpiración. El sudor le turbaba la vista y le picaba en los ojos.
Harta de pensar «hace treinta años que murió papá, hace treinta años que murió papá, hace treinta años que murió papá», se había calzado sus playeras y se había ido a correr. ¡Cuarenta y cinco minutos! ¡Había aguantado cuarenta y cinco minutos! Miró su reloj y se felicitó. Correr le ayudaba a pensar. Sus pensamientos se desplegaban a medida que sus zancadas se amplificaban. Había llovido durante la noche. Sentía el olor a tierra mojada, el olor que intensifica todos los olores, los que exhalan el helecho, la madreselva, el musgo, las setas, las hojas muertas en un abanico de aromas y, por encima de todo, una bruma vaporizada en el aire, el olor salado a mar que venía a posarse sobre su rostro y que ella lamía sacando la lengua. Corría escuchando al pájaro que gritaba «fiu, fiu, fiu», y ella escuchaba «deprisa, deprisa, deprisa» y aceleraba el paso. O el que le decía «que sí, que sí, que sí…», y hablaba con su padre. Papá, papaíto, estás ahí, hazme una señal… «que sí, que sí, que sí». ¿Va a responder pronto el editor? ¿Qué está haciendo? Hace quince días que lo ha recibido. «Que sí, que sí…», respondía el pájaro. Estaría bien que diera su respuesta hoy, eso querría decir que velas sobre el manuscrito. Ayer, su madre había llamado y hablado con Iris durante mucho tiempo. «Mamá piensa que Chef tiene una amante», había susurrado Iris a Jo. «¿Te imaginas a Chef en la cama?». Ella se había puesto el dedo en la boca para no hablar delante de los niños y habían conversado las dos en la cocina, cuando todo el mundo se había acostado. «Le encuentra cambiado, excitado, rejuvenecido. Parece ser que se pone cremas de belleza, se tiñe el pelo, ha perdido barriga y duerme fuera de casa. Mamá presiente a la rival. Ha encontrado una foto de Chef abrazando a una mujer. Una morena voluptuosa con escote generoso y largos cabellos negros. Una jovencita. Detrás de la foto, había garabateado un nombre, Natacha, y un corazón. La foto provenía de una cena en el Lido. Parece ser que se arruina con ella y hace pasar las facturas como gastos de representación. ¡A su edad! ¡Te das cuenta!». «¿Qué va a hacer ella?», había preguntado Joséphine, recordando la escena entrevista en el andén de la estación.
Josiane era rubia, regordeta y había pasado la edad de ser llamada jovencita. Así que tiene varias amantes, pensó casi con admiración. ¡Qué naturaleza!
«¡Pretende tener un misil contra él! Le da igual que le engañe, pero si quiere divorciarse, le lanzará su misil». «¿Un misil? -Había preguntado Joséphine-. ¿De qué puede tratarse?». «Un asunto de abuso de bien social. Ha encontrado unos papeles muy comprometedores. Es cierto que pueden hacer daño este tipo de cosas. Más le vale tener cuidado si no quiere acabar arruinado y en la primera página de los periódicos».
¡Pobre Chef!, pensaba Joséphine mirando el poste rojo que marcaba la entrada de la propiedad de los Dupin, tiene derecho a enamorarse, ¡no ha debido de tener muchas ocasiones de divertirse con nuestra madre! En el cielo flotaban algodonosas nubes que dibujaban manchas blancas y redondas sobre el azul.
Iris la esperaba triunfante, al pie de la escalera de la casa, vestida con el último modelo de polo Lacoste y un pantalón corto blanco. Sus inmensos ojos azules parecían aún más grandes cuando estaba bronceada. Lanzó una mirada piadosa hacia la indumentaria de Joséphine y anunció con orgullo:
– ¡Cric y Croe se comieron al gran Cruc, que creía poder comérselos!
Joséphine se dejó caer en los escalones y, secándose la frente con su camiseta, preguntó:
– ¿Has conseguido por fin hacer un suflé?
– Frío.
– ¿Alexandre ha conducido por primera vez solo alrededor de la casa?
– Aún más frío.
– ¿Esperas un bebé?
– ¿A mi edad? ¡Estás loca!
De pronto, levantó la cabeza hacia su hermana y comprendió.
– Serrurier ha llamado.
– ¡Bingo! ¡Y LE ENCANTA!
Joséphine rodó por tierra y se quedó tumbada, con los brazos en cruz, mirando las nubes dibujar en el cielo. Dibujó las letras «¡Y LE ENCANTA!». ¡Lo había conseguido! Florine iba a nacer por segunda vez. Y Guillermo y Thibaut y Balduino y Guibert y Tancredo. Hasta ahora eran sólo figurines guardados en una caja, envueltos en papel de seda, esperando el golpe de varita mágica… Iban a poder animarse y posarse en los estantes de las librerías y bibliotecas.
Iris se plantó delante de ella, firmemente colocada a sus pies. Sus largas piernas bronceadas y finas dibujaban una V invertida, la V de la victoria.
– Le encanta. Ninguna corrección. Todo perfecto. Salida en octubre. Gran tirada. Éxito para las fiestas. Gran campaña publicitaria. Anuncios en la radio. Anuncios en la tele. Anuncios en los periódicos. Carteles. Autobuses. ¡Publicidad por todas partes!
Levantó los brazos al cielo y, dejándose caer al lado de Jo, rodó por tierra.
– ¡Lo has conseguido, Jo! ¡Lo has conseguido! ¡Se ha caído de culo! ¡Anonadado! ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Eres magnífica, eres maravillosa, eres increíble!
– Hace justo treinta años moría papá. «Los petardos del 14 de julio…». Es a él a quien hay que darle las gracias.
– ¿Ah, sí? ¿Hace treinta años?
– Hoy.
– Sí, ¡pero eres tú la que ha escrito el libro! Esta noche, nos vamos de juerga. Vamos al restaurante. Bebemos champán, comemos caviar a cucharadas, cangrejos y profiteroles con chocolate.
– He corrido pensando en él, le he pedido que me echara una mano para el libro y…
– ¡Para! ¡Eres tú la que ha escrito el libro, no él! -dijo Iris con un tono de molestia en su voz.
Pobre Jo. Triste Jo. Presa de sentimientos e ilusiones de pacotilla. Jo y su insaciable necesidad de amar, de compartir con otra persona. Jo que nunca se reconocía ningún mérito. Iris se encogió de hombros y su mente volvió al libro. Ahora era su turno. Ella cogía el testigo.
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