– ¿Por qué se ha puesto mala mamá? -susurró Zoé a Shirley.
– De ver a tu tía actuar así. Vamos, poned la mesa, que voy a sacar mi pollo de corral, que ya debe de estar dorándose en el horno. Menos mal que ha salido la primera, si no se habría carbonizado.
Gary se levantó el primero y su metro noventa y dos se desplegó de golpe. Joséphine no conseguía acostumbrarse. No lo había reconocido cuando volvió en septiembre. Lo había visto de espaldas en el portal del edificio y había pensado que era un nuevo inquilino. Había crecido aún más y le sacaba a su madre una cabeza y media. También se había fortalecido. Sus hombros parecían estallar dentro de su camisa de cuadros abierta sobre una camiseta negra, donde podía leerse «Fuck Bush». Ya no había nada del adolescente del que se había despedido a principios de julio. Su media melena de pelo negro encuadraba su rostro y subrayaba el verde de sus ojos, sus dientes eran blancos y bien alineados. Una ligera barba marcaba su mentón. Su voz había mudado. ¡Casi diecisiete años! Se había convertido en un hombre, pero conservaba aún, por momentos, la gracia torpe del adolescente que surgía en una sonrisa, en una forma de meterse las manos en los bolsillos o de balancearse con los pies. Unos meses más y pasaría definitivamente al lado de los adultos, había pensado ella observando cómo se movía. Tiene una clase innata, se desplaza con elegancia, quizás sea verdaderamente «royal», después de todo.
– No sé si voy a poder comer algo -dijo Joséphine sentándose a la mesa.
Shirley se inclinó y susurró al oído de Jo «¡serénate, se van a preguntar por qué te pones en ese estado!».
Shirley le había contado a Gary el secreto de Joséphine. «¡Pero no se lo digas a nadie!». «Te lo juro», había respondido él. Podía confiar en él: sabía guardar un secreto.
Habían pasado un verano magnífico juntos. Dos semanas en Londres y cuatro en Escocia, en una casa solariega que les había prestado un amigo. Habían cazado, pescado, dado largos paseos por las verdes colinas. Gary pasaba todas las veladas con Emma, una chica que trabajaba durante la jornada en el pub del pueblo. Una noche, él había vuelto y le había dicho a su madre «I did it» con una sonrisa de bestia saciada. Habían brindado por la nueva vida de Gary. «La primera vez -había dicho Shirley-no es gran cosa, pero, ya verás, ¡cada vez será mejor!». «No estuvo mal. Con el tiempo que llevaba muerto de ganas… Sabes, es curioso, pero ahora tengo la impresión de estar en igualdad con mi padre». Había estado a punto de añadir: «Háblame de él», pero ella había visto morir la pregunta entre sus labios. Todas las noches iba a encontrarse con Emma, que vivía en una pequeña habitación encima de la taberna. Shirley encendía el fuego en la gran sala de armas y, acurrucada sobre el sofá situado frente al hogar, cogía un libro. A veces, se citaba con el hombre. Había venido a pasar dos o tres fines de semana con ella. Se encontraban en el ala oeste del castillo, cuando caía la noche. Nunca se había cruzado con Gary.
Miró a Gary, que terminaba de poner la mesa. Sorprendió a Hortense mirando a Gary y sonrió satisfecha. ¡Ja! Va a dejar de ser el perrito faldero de antaño. Well done, my son! [8] Ha cambiado algo en Gary, se decía Hortense. Por supuesto, ha crecido, se ha desarrollado, pero hay otra cosa. Como si hubiese ganado una nueva autonomía. Como si ya no estuviese a mi merced. No me gusta que mis pretendientes me ignoren, pensó mientras tocaba su móvil hundido en el bolsillo de sus vaqueros.
Ella también ha cambiado, pensó Shirley mirándola. Es guapa y se ha vuelto peligrosa. Segrega una sensualidad turbia. Sólo Jo no se ha dado cuenta y continúa tratándola como a una niña pequeña. Regó el pollo con la salsa de la bandeja, constató que estaba bien hecho, bien dorado, y lo depositó sobre la mesa. Preguntó quién quería pechuga y quién quería muslo. Las niñas y Gary levantaron la mano para reclamar la pechuga.
– ¿Nos quedamos los muslos para nosotras? -dijo Shirley a Jo, que contemplaba el pollo con cara de disgusto.
– Te doy mi parte -dijo Jo rechazando su plato.
– Mamá, tienes que comer -ordenó Zoé-. Has adelgazado demasiado, no está bien, sabes, has perdido tus hoyuelos.
– ¿Has hecho el régimen de la señora Barthillet? -preguntó Shirley sirviendo los trozos de pechuga.
– He trabajado en agosto y no he comido mucho. Hacía tanto calor…
Y me he pasado el tiempo buscando a Luca en la biblioteca, consumiéndome esperándole, no podía tragar nada.
– ¿No ha salido un poco pronto el libro? -preguntó Shirley.
– El editor prefirió jugar la carta de la rentrée literaria.
– Eso es que debía de estar muy seguro de la obra.
– ¡O de ella! Y ahí está la prueba: tenía razón… -murmuró Jo.
– ¿Tienes noticias de los Barthillet? -preguntó Shirley deseosa de cambiar de conversación.
– Ninguna, y lo llevo muy bien.
– Max no ha vuelto al instituto -suspiró Zoé.
– Mejor. Ejercía una influencia malísima sobre ti.
– No es un mal tío, Jo -intervino Gary-, sólo que está un poco colgado… Hay que decir que con los padres que tiene que aguantar, ¡no le ha tocado la lotería! Ahora se ocupa de las cabras de su padre. No debe de ser muy divertido. Tengo un colega que le conoce bien y que ha tenido noticias suyas. Ha dejado el colegio y se ha reconvertido al queso. Good luck!
– Al menos está trabajando -dijo Hortense-. Es algo raro hoy en día. Yo me he matriculado en teatro. Eso me ayudará a enfrentarme a la vida…
– Como si te faltara seguridad en ti misma -rio Shirley-. ¡Yo de ti hubiese escogido más bien clases de humildad!
– ¡Qué graciosa, Shirley! Haces que me muera de risa.
– Te estoy picando, querida…
– De hecho, mamá, tengo que suscribirme a algunas revistas para estar al corriente de las últimas tendencias. Ayer, fui con un amigo a Colette y es fantástico.
– No hay problema, cariño. Yo te haré la suscripción… ¿Qué es eso de «Colette»?
– Una tienda súper de moda. He visto una chaquetita de Prada preciosa. Un poco cara pero muy bonita… Evidentemente, aquí sería demasiado vistosa, pero cuando vivamos en París, será perfecta.
Shirley soltó su hueso de pollo y se giró hacia Jo.
– ¿Vais a mudaros?
– Hortense tiene muchas ganas y…
– ¡Yo no quiero ir a París! -gruñó Zoé-. Pero a mí no me piden opinión.
– ¿Te irías de aquí? -preguntó Shirley.
– No hemos llegado a eso, Shirley. Tendría que ganar mucho dinero.
– Es posible que llegue ese momento mucho antes de lo que te crees -dijo Shirley, señalando el televisor apagado con el rabillo del ojo.
– ¡Shirley! -protestó Joséphine para hacerla callar.
– Perdona… Es la emoción. Tú eres toda mi familia. Sois toda mi familia. Si os mudáis, os seguiré.
Zoé empezó a dar palmas.
– ¡Sería magnífico! Viviríamos en un piso grande…
– No hemos llegado a eso -concluyó Joséphine-. Comed, niñas, se va a enfriar.
Saborearon el pollo en silencio. Shirley apuntó que era buena señal: les gustaba. Se lanzó entonces a dar una larga explicación sobre la compra de un buen pollo criado en granja, en qué marcas se podía confiar, lo que significaban, el tamaño de las jaulas, la calidad de la alimentación, y fue interrumpida por la música de un móvil.
Como nadie hizo un gesto para responder, Joséphine preguntó:
– ¿Es el tuyo, Gary?
– No, lo he dejado en mi habitación.
– ¿Es el tuyo, Shirley?
– No, no es mi música…
Joséphine se volvió entonces hacia Hortense, que terminó de comer lo que tenía en la boca, se limpió los labios con la punta de la servilleta y respondió con tono indiferente:
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