EL CLUB DE LOS OJOS CLAROS
LAILA NEWTTON
EL CLUB DE LOS OJOS CLAROS
EXLIBRIC
ANTEQUERA 2021
EL CLUB DE LOS OJOS CLAROS
© Laila Newtton
Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric
I° edición
© ExLibric, 2021.
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ISBN: 978-84-18730-06-1
LAILA NEWTTON
EL CLUB DE LOS OJOS CLAROS
«El amor se mira con el corazón, no con los ojos .
Por eso, al alado Cupido lo pintan ciego»
William Shakespeare
«La fantasía se encuentra en la mente de cada uno .
Por eso, a veces existe, y otras no»
Laila Newtton
“Con el demonio adecuado, cualquier infierno es perfecto”
Dylan Watson
El sonido de una sirena atronó en mis oídos, ahogando un fuerte grito de angustia que habitaba en mi garganta. Me agaché entre sollozos, dejando que mis lágrimas cayeran sobre el caliente suelo y sobre mi hermano.
—¡¿Qué ha pasado?! —gritó alguien a mis espaldas.
Era un médico, pero no hablaba conmigo.
—Un accidente —le contestó otro señalándome—. Han atropellado a un chico. Su hermana está en condiciones, pero como verás su brazo derecho no deja de sangrar. Necesito que vengas con otra ambulancia.
—Ahora mismo llamo.
Mis orejas desconectaron y empecé a respirar con dificultad. Las heridas que yo tenía eran insignificantes comparadas con las de mi hermano. Él estaba sobre mis brazos, luchando por respirar. Su cuerpo estaba embadurnado de una sangre caliente, que poco a poco iba enfriándose. Me miraba fijamente con la boca entreabierta, sus ojos suplicaban ayuda. Él intento levantar una mano para limpiarme las lágrimas, pero yo le paré.
—Tranquilo, cielo —le dije con voz cascada. No podía impedir tener una voz chillona en ese momento—. Solo ponte bien, por favor. No te preocupes por lo demás.
—E… Emma —siseó con el poco aire que consiguió recoger.
Yo solté una risita nerviosa y dejé caer unos lagrimones.
—No te mueras, hermanito, no me hagas eso por favor. —Le acaricié el pelo levemente, y él sonrió con una mueca de dolor.
—Señorita, tenemos que llevárnoslo al hospital —dijo alguien tras de mí.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano, me levanté con mi hermano en brazos y lo llevé hasta la ambulancia. Lo dejé en la camilla y le miré fijamente
—Te vas a poner bien, lo prometo —musité acongojada.
—No, no se te dan bien las promesas —carraspeó él.
Me mordí el labio superior, intentando suprimir un llanto, y negué con la cabeza. Me arrodillé y le susurré al oído:
—Solo te prometo que estaré a tu lado pase lo que pase. No me hagas lo mismo que papá, por favor.
Quería abrazarlo, pero sabía que podía hacerle daño.
—Señorita, vaya a la otra ambulancia. Nos lo tenemos que llevar —chilló un médico con frustración.
Me giré hacia él.
—Tengo que ir con él —supliqué entre llantos—. Por…
—Señorita, si quiere que se recupere —me interrumpió—, déjeme que le diga que cada segundo puede marcar la diferencia entre que tu hermano sobreviva o se muera. —Su tono era duro, serio, realista.
Le hice caso y, con un nudo en el corazón, me levanté y bajé. El médico se apresuró a cerrar las puertas y arrancar.
Me quedé en medio de la calle. Mi cuerpo no respondía, solo respiraba inconscientemente, y algo dentro de mi corazón amenazaba con hacer que me desplomase. Miré el cruce por donde se había ido la ambulancia y empecé a recordar pequeñas fracciones de mi vida. Mi hermano había sido para mí lo más parecido a un padre desde que él faltó. Me había tenido como a su mejor amiga, como a su alma gemela, nunca nos habíamos separado. Él había jurado mil y una veces protegerme como a su propia vida, y había cumplido su promesa, como siempre. Sentía que por mi culpa él iba a morir. Quizás nunca volvería a verle, y me lo culparía siempre. Solté un fuerte llanto que salió del fondo de mi alma, me dejé caer de rodillas y rompí a llorar. Alguien se me acercó y se agachó a mi lado.Abrí los ojos lentamente y giré la mirada. Él se quedó callado, mirándome con compasión:
—¿Cómo te llamas? —murmuró.
—Emma —dije de manera casi inentendible.
El médico asintió.
—Vale, vamos.Tengo que llevarte al hospital.
No rechisté. Me apoyé en una rodilla, pero al intentar levantarme, mi cuerpo se tambaleó como un flan. Sentí una fuerte punzada en el brazo que había apoyado y caí al suelo gimiendo de dolor.
—¡Ten cuidado! —espetó él. Se volvió a agachar y me observo con nerviosismo.
Me cogió por la cintura y me ayudó a levantarme. Puse un pie ante el otro e inconscientemente llegué a una ambulancia. Me senté en una silla que había atornillada a la pared y seguí con mis pensamientos, totalmente removidos. No creía recordar siquiera el orden con el que habían transcurrido las escenas de mi vida que venían a mi mente. La sonrisa de felicidad de mi hermano me atormentaba como un fantasma.
—A ver —dijo el médico mientras me inspeccionaba el brazo herido con delicadeza, necesito que me cuentes cómo te has hecho esto.
Asentí, saliendo de mis pensamientos.
—Cuando me ha empujado.
Recordé con agonía los últimos momentos antes de quedar inconsciente por unos minutos: la tonta sonrisa de mi hermano Dilan convirtiéndose en una expresión de impotencia y miedo; el sonido de un claxon a mi derecha, alarmándome; unas manos empujándome con fuerza en la tripa hasta hacerme caer con un ruido seco al otro lado de la carretera.Aquellas ruedas sobre mi brazo, que se reflejaron como un simple pinchazo en mis nervios.Y luego, lo peor, la leve visión de un cuerpo tendido en mitad de la carretera como un animal atropellado, totalmente cubierto de sangre: mi hermano.
—Si le recuerdas como ha muerto, no vas a ayudarla en nada — gritó el conductor.
—¡Tú cállate y conduce!
El conductor paró en un semáforo y aprovechó la oportunidad:
—A ti no se te ha muerto ningún, hermano.Toma, conduce tú —dijo mientras se levantaba.
El otro médico se levantó con rabia y se sentó en el asiento del conductor. El anterior conductor se sentó en una silla que había a mi lado y me limpió una lágrima.Yo le hablé sin despegar la vista del suelo:
—¡Él aún no ha muerto!
—Lo sé, tranquila. A mí me pasó lo mismo. Sé lo duro que es, pero te aseguro que haremos lo imposible porque se recupere.Ahora ¿me podrías decir cómo te has hecho eso?
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