Sandra Bou Morales - El club de los ojos claros

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Emma ya no siente, desde hace dos meses. Ya no toca el violín, no encuentra inspiración ni emoción en ninguna parte. Ya no es ella. Desde que murió su hermano, Emma no es la misma; sin embargo, un curioso acontecimiento la hará despertar y darse cuenta de que, quizás, la vida es mucho más compleja de lo que ella imaginaba, y que nada es como parece ser, que la luna no es solo un astro que va más allá, y que solo el hecho de amar a alguien con todas tus fuerzas puede arrasarlo todo y cambiar el rumbo.

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Sonreí, completamente agradecida. Ángela podía meter la pata mil y una veces, pero siempre sabía animarme. Tenía esa chispa, era mi mejor amiga.

—¡Eso es maravilloso! Pero sería mejor que lo hablásemos con detenimiento.

Escruté sus ojos, buscando una pizca de entendimiento. Lo que necesitaba no era hablarlo, sino más tiempo para hacerme a la idea de que mi hermano no volvería a formar parte de la banda.

—Está bien, pero no desentrenes tu voz. Nadie quiere que deje de ser melodiosa —dijo dándome un golpe amistoso en el brazo—. Será mejor que vayamos a clase de Mates. Últimamente el profesor está muy quisquilloso.

Entré a clase con un cosquilleo en la barriga y empecé a observar mi alrededor con añoranza. La clase parecía estar como siempre. Nada más entrar, había unas escaleras laterales que conducían a los pupitres, puestos de manera que parecía un cine, pero con mesas arriba de los respaldos y una decoración más seria. El profesor Jones tanteaba un bolígrafo sobre su enorme mesa con gesto aborrecido. Sus gafas seguían siendo las de siempre, negras y escacharradas. La mayoría estaban sentados en sus sitios, pero hablando y riendo. En la pizarra había algo escrito, pero nada más me detuve a leerlo, Ángela me tiró de la manga de la chaqueta.

—Vamos, a ver si pillamos el puesto más alto.

—Yo, la verdad, prefiero uno intermedio, más bien bajo.Así puedo atender con claridad.

Ángela detuvo su pie en el primer escalón y volvió su cabeza hacia mí con el ceño fruncido.

—¿Atender? —preguntó como si acabase de decir la mayor estupidez del mundo—. Llevamos dos meses sin vernos, ¡Tenemos demasiado de que hablar!

Me fijé en que el profesor Jones arreglaba la pila de hojas que tenía ante él pulcramente, lo cual significaba que iba a empezar la clase. Dibujé una media sonrisa de disculpa.

—Lo siento, ya he perdido bastante curso. Mejor hablamos en el patio.

—Está bien —bufó ella, poniendo los ojos en blanco.

Subí las escaleras tras mi amiga, escrutándolo todo a mi alrededor. Noté como varias personas me seguían con la mirada, como si no entendiesen por qué estaba allí.Ángela se sentó en un asiento centrado, dejando dos libres a la esquina de las escaleras. Me senté justo a su lado y suspiré con alegría. Hacía demasiado tiempo que no pisaba aquellos pasillos, aquellas clases. Básicamente hacía demasiado tiempo que no retomaba mi vieja vida.

Saqué el libro de Física y diversas hojas del carpesano. Mi cerebro desconectó totalmente del mundo para poder centrarse en la explicación, ignorando que alguien se sentaba a mi lado.Ángela tosió de la manera que lo hacía siempre cuando se producía una situación incómoda, y a mí se me erizó el vello de la nuca al divisar una melena pelirroja a mi derecha. Mantuve el lápiz en mi mano, sin moverlo.

—Hola…

Sofía me miró de reojo con malicia, soltando un resoplido desdeñoso como respuesta a mi saludo. Ángela me pasó una pequeña nota: “No le hagas caso a la reinita, no sabe ni mirar a la cara por educación”.

Aquello me pilló por sorpresa, pero no tardé en asumirlo. Desde que éramos pequeñas, Sofía había estado en nuestro grupo de mejores amigos, al igual que Kate, Carlos y Dilan, y siempre había tenido un lazo muy estrecho con Ángela. Pero en los últimos meses mi vida se había revolucionado lo suficiente como para crear una rivalidad atroz entre Sofía y nuestro grupo.

Sofía agacho su cabeza y comenzó a escribir algo con afán, ocultándolo con su pelo. Me volví hacia Ángela, la cual estaba canturreando en voz baja.

—¿Te has leído Crepúsculo? —me preguntó, sin siquiera desviar la mirada de la pizarra.

Yo negué con lentitud, también sin desviar mi atención.

—Yo tampoco, y este me parece el mejor momento —susurró mientras se agachaba y sacaba algo de su mochila.

Puso un enorme libro negro sobre sus piernas y empezó a leer la primera página. Era típica en Ángela su obsesión por la lectura.A mí los libros nunca me llamaron la atención, pero me tuve que leerme más de uno por orden de mi mejor amiga, cosa que nunca estuvo mal. Antes de que pudiese volver a centrarme en la explicación, mi oído derecho captó una queja:

—Menudo rollo —comentó Sofía.

Intenté hacer como que no había oído nada. Tras decir eso, se giró con incertidumbre y empezó a llamar a alguien:

—Brianna, Brianna.

Tragué saliva y suspiré con frustración.Aquel día no parecía estar destinado a aprender algo de Física.

—¡Brianna!

Ángela tiró el libro que tenía sobre las piernas al suelo y cogió su lápiz con rapidez, observando la pizarra como si llevase toda la clase atendiendo.

—Señorita Dawson, intento dar clase —espetó el profesor con mala cara.

No había duda: mi amiga tenía un sexto sentido para detectar el peligro en clase.

Ángela se tapó la boca para esconder una risita, a la vez que Sofía se giraba con expresión inocente, con los mismos ojos brillantes que tendría un cachorrito. Su expresión era vomitivamente falsa.

—Perdón —dijo casi en un murmullo.

El profesor la fulminó con la mirada, arrugando su espeso bigote con una mueca de soberbia. Dio unos golpecitos con el lápiz en la pizarra, intentando captar la atención de todos, pero la mayoría, como Ángela, estaban centrados en sus cosas. Finalmente, esta levantó la cabeza del libro y señaló a Sofía con un movimiento del codo.

—Menos mal —dije.

Sofía soltó aire con brusquedad, como si buscase atención, y se cruzó de brazos con una rabia infantil. Sabía que me había oído, o entendido lo que decía. Mi amiga volvió su atención hacia el libro que tenía sobre las piernas y lo cerró, decidiendo escuchar la clase de una vez. Sacó su libreta y empezó a escribir con velocidad el texto que Jones había puesto en la pizarra. Lo que a ella le costó un minuto, a mí me había costado los diez que llevábamos de clase.

—¿Aun estamos con lo de la ley de Kepler?

—Es un recordatorio —murmuré señalando una de las cosas que había copiado.

Ella movió sus ojos con frenesí de un lado al otro de la libreta, y abrió su boca en un murmullo de entendimiento.

—¡Tu cállate! —espetó Sofía.

Me quede a cuadros. No estaba segura de si aquello iba hacia mí. Lo único que sabía es que yo era la única persona sentada a su lado. Negué con lentitud e intenté ignorarla, pero una voz atronadora me hizo dar un respingo, al igual que a media clase, y rayar sin querer la hoja.

—¡Señorita Dawson, si no quiere oír la clase, ahora es su oportunidad de marcharse! —gritó el profesor señalando la puerta.

Me fijé en que tenía una vena en la frente realmente marcada. Su cara estaba roja de ira y la mano que apuntaba la puerta le temblaba. Podía asegurar que en mis dos meses de ausencia la clase no había sido exactamente pacífica. Sofía revolvió sus manos antes de decir nada:

—Pero…

—No le he dado a elegir —le interrumpió el profesor con un tono cargado de furia—. Fuera de mi clase.

Siguió señalando la puerta con tal ímpetu que asombraba. No lo recordaba de aquella manera. Sofía me miró de reojo y se levantó a regañadientes, murmurando algo para sí misma. Cerré la leve conexión que había entre las dos para seguir copiando el texto de la pizarra, pero un cosquilleo en mi oreja me detuvo.

—Me debes una, ojos azules —me susurró Sofía al oído.

No esperó respuesta. Aceleró el paso por las escaleras y salió por la puerta con rapidez, sin siquiera esperar al profesor. Él escruto la clase entera, todos estaban en silencio. Levantó los hombros y salió tras Sofía. Los escasos segundos que tardó la gente en echarse a hablar fueron casi incontables. Ángela me tocó el hombro repetidas veces para capar mi atención:

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