Katherine Pancol - Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos

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Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos: краткое содержание, описание и аннотация

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Josephine tiene cuarenta años, está casada y tiene dos hijas, Hortense y Zoé. Es consciente de que su matrimonio ha fracasado, pero sus inseguridades le impiden tomar una decisión. A Antoine, su marido, le despidieron hace un año de la armería de caza donde trabajaba y desde entonces se dedica a languidecer en el apartamento y a engañar a su mujer.
La discusión que provocará la separación del matrimonio de Josephine y Antoine es el punto de partida de una serie de acontecimientos, más o menos relacionados, en los que se verán envueltos otros personajes, como Iris, la guapísima hermana mayor de Josephine; la glamurosa y gélida madre de ambas, Henriette, casada en segundas nupcias con el millonario Marcel Gorsz; la místeriosa Shirley, la vecina…
Tras la separación, Antoine se verá obligado a aceptar una oferta de trabajo que le convertirá en capataz de una granja de cocodrilos en África, pero las cosas no serán tan fáciles como parecían.
A Iris se le ocurre decir que está escribiendo una novela, y una vez lanzada la mentira se niega a echarse atrás, y convence a su hermana para que escriba realmente el libro, basándose en sus conocimientos. Ella se llevará la fama y el protagonismo y Josephine el dinero, pero los verdaderos amigos de ésta están convencidos de que ella es la verdadera autora de la novela que llena los escaparates de las bibliotecas de Paris…

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– Tengo varios. Depende de quién me llama…

– ¿Me los dejas escuchar? Podríamos cambiárnoslos…

Los dos chicos se pusieron a hacer sonar sus móviles, dejando a Zoé a un lado.

– Yo ya sé lo que quiero -murmuró Zoé-. Quiero un móvil. Iré al mercado negro de Colombes y robaré uno.

* * *

Joséphine se despertó la primera y bajó a prepararse el desayuno. Le gustaban esas mañanas en las que estaba sola en la gran cocina cuyo ventanal daba a la playa. Ponía las rebanadas de pan en el tostador, calentaba agua para el té, sacaba la mantequilla salada y las mermeladas. A veces se hacía un huevo frito con una salchicha o beicon y desayunaba mirando al mar.

Echaba de menos a sus personajes. Florine, Guillermo, Thibaut, Balduino, Guibert, Tancredo, Isabeau y los demás. He sido injusta con el pobre Balduino. Lo ejecuté apenas entró en escena. Y todo porque estaba enfadada con Shirley. Guibert le producía un estremecimiento. Se sentía como Florine: subyugada. A veces, por las noches, soñaba que venía a besarla, sentía su olor, sus labios cálidos y suaves sobre los suyos, ella respondía a su beso y él le colocaba un puñal en la garganta. Se despertaba con un escalofrío. ¡Los hombres eran tan violentos en aquella época! Recordaba una escena leída en un antiguo manuscrito. Un marido que asiste al parto de su mujer. «Más de cien kilos de carne, sangre e irascibilidad. En una mano un largo y grueso atizador, en la otra una enorme cafetera llena de líquido hirviendo. El bebé era un varón y el padre se relajó, se puso a llorar, a rezar y a reír». Las mujeres sólo servían para dar a luz. Isabeau canta una nana que dice: «Mi madre pretende que me ha dado a un hombre de corazón. ¿Qué corazón es ese? Me clava su dardo en el vientre y me pega como a su mula». Había entregado el manuscrito a Iris, que se lo había llevado a Serrurier. Cada vez que sonaba el teléfono, las dos hermanas se sobresaltaban.

Esa mañana, Philippe se unió a ella en la cocina. También él se levantaba pronto. Iba a buscar el periódico y los cruasanes, tomaba un primer café fuera y volvía a terminar su desayuno en casa. Sólo iba los fines de semana. Llegaba el viernes por la noche y se iba el domingo. Se cogía las vacaciones el mes de agosto. Llevaba a los niños a pescar. Salvo a Hortense, que prefería quedarse en la playa con sus amigos. Debería conocerlos, pensó Jo. No se atrevía a pedirle que se los presentara. Hortense salía a menudo por la noche. Decía: «¡Oh, mamá! Estoy de vacaciones, he trabajado todo el año, ya no soy un bebé, ya puedo salir…». «Pero, como Cenicienta, vuelves a medianoche», había decretado, con un tono de broma que escondía mal su ansiedad. Temía que Hortense se rebelara. Pero Hortense estaba de acuerdo. Joséphine, aliviada, no había vuelto a plantear el tema, y Hortense volvía, puntual, a medianoche. Después de la cena, se escuchaba el ruido breve de un claxon, Hortense terminaba rápidamente el postre y abandonaba la mesa. Los primeros días, Joséphine la había esperado hasta medianoche, aguardando el ruido de los pasos de Hortense en la escalera. Después, aliviada por la actitud de Hortense, cedió al sueño. ¡Era la única forma de estar en paz! No tengo el valor de enfrentarme a ella todas las no-ches. Si su padre estuviese aquí, nos repartiríamos los papeles, pero, sola, no me siento con fuerzas para luchar, y ella lo sabe.

El mes de agosto las niñas viajarían a Kenia con su padre y sería Antoine el que haría de carabina. Por el momento, lo que más deseaba Joséphine era no agotarse en interminables disputas con su hija.

– ¿Quieres un cruasán caliente? -preguntó Philippe dejando los periódicos y la bolsa del pan sobre la mesa.

– Sí, con mucho gusto.

– ¿En qué pensabas cuando entré?

– En Hortense y sus salidas nocturnas…

– Es dura tu hija. Necesitaría un padre con puño de hierro…

Joséphine suspiró.

– Es cierto… Al mismo tiempo, es tan dura que no me preocupo por ella. No creo que se deje embarcar en historias turbias. Sabe exactamente lo que quiere.

– ¿Tú eras como ella a su edad?

Joséphine estuvo a punto de atragantarse con su té.

– Estás de broma, supongo. ¿Ves cómo soy ahora? Pues bien, era la misma pero aún más torpe.

Se detuvo, arrepintiéndose de sus palabras; tenía la impresión de estar mendigando piedad.

– ¿Qué te faltó de niña?

Ella reflexionó un instante y le agradeció que le hiciese esa pregunta. Nunca se la había planteado y, sin embargo, desde que escribía, había retazos de su infancia que volvían a su memoria y le llenaban los ojos de lágrimas. Como aquella escena en brazos de su padre gritando a su madre «¡eres una criminal!». El final de una tarde con un cielo cubierto de nubes negras y el ruido estrepitoso de las olas. Está creciendo en mí una sensibilidad un poco tonta, tengo que recobrarme. Intentó describirlo sin sensiblería.

– No me faltó de nada. Recibí una buena educación, tenía casa, un padre y una madre, un auténtico equilibrio. Incluso me di cuenta varias veces del amor que mi padre sentía por mí. Pero me faltó… Era como si yo no existiera. No se me tenía en cuenta. No se me escuchaba, no me decían que era guapa, inteligente, graciosa. Eso no se hacía en aquella época.

– Pero se lo decían a Iris…

– Iris era mucho más guapa que yo. Pronto me eclipsó. Mamá la citaba siempre como ejemplo. Yo me daba cuenta de que estaba orgullosa de ella y no de mí…

– Y eso dura todavía, ¿verdad?

Enrojeció, dio un mordisco a su cruasán y esperó a que se deshiciese en la boca.

– No hemos seguido el mismo camino. Pero es verdad que ella es más…

– Pero ¿y ahora, Jo? -interrumpió Philippe-.Ahora…

– Mis hijas me dan un sentido, un objetivo en la vida, pero no me hacen existir, es cierto. Escribir da cierto sentido a mi existencia. Cuando estoy escribiendo, porque cuando me releo… ¡no! Podría tirarlo todo.

– ¿Escribir tu informe de habilitación para dirigir trabajos de investigación?

– Sí… -balbuceó, comprendiendo que acababa, una vez más, de meter la pata-. Sabes, yo soy uno de esos seres que se desarrollan lentamente. Me pregunto si no me voy a despertar demasiado tarde, si no voy a dejar pasar mi oportunidad y, al mismo tiempo, no sé qué puede ser esa oportunidad que deseo con todas mis fuerzas…

Philippe sintió el deseo de tranquilizarla, de decirle que se tomaba las cosas demasiado a pecho, que se hacía reproches sin razón. Su actitud rígida, sus ojos fijos expresaban algo demasiado intenso y añadió como si leyera el pensamiento:

– ¿Así que crees que has dejado pasar tu oportunidad, que tu vida se ha acabado?

Ella le miró con aire grave y después sonrió para disculparse por estar tan seria.

– En cierto sentido, sí… Pero, sabes, no importa. No será una renuncia desgarradora, sólo un pequeño paso hacia la nada absoluta. El deseo de vivir se va deshaciendo y, un día, nos damos cuenta de que se reduce a casi nada. Tú no sabes nada de eso. Tú has cogido la vida por los cuernos. Nunca has dejado que nadie te imponga su ley.

– Nadie es realmente libre, Joséphine. Y yo no más que cualquiera. Y quizás, en cierto sentido, tú eres más libre que yo… Pero lo ignoras, eso es todo. Un día podrás tocar con tus propias manos tu libertad y, ese día, sentirás pena de mí.

– Como tú la sientes por mí en este momento…

El sonrió y no quiso mentir.

– Es cierto, he sentido pena por ti e incluso, a veces, desagrado. Pero has cambiado. Estás cambiando. Te darás cuenta de tu metamorfosis cuando se haya completado. Siempre somos los últimos en darnos cuenta del camino que hemos recorrido. Pero estoy seguro de que un día, tendrás el tipo de vida que te gusta y, esa vida, la habrás construido tú sola.

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