Katherine Pancol - Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos

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Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos: краткое содержание, описание и аннотация

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Josephine tiene cuarenta años, está casada y tiene dos hijas, Hortense y Zoé. Es consciente de que su matrimonio ha fracasado, pero sus inseguridades le impiden tomar una decisión. A Antoine, su marido, le despidieron hace un año de la armería de caza donde trabajaba y desde entonces se dedica a languidecer en el apartamento y a engañar a su mujer.
La discusión que provocará la separación del matrimonio de Josephine y Antoine es el punto de partida de una serie de acontecimientos, más o menos relacionados, en los que se verán envueltos otros personajes, como Iris, la guapísima hermana mayor de Josephine; la glamurosa y gélida madre de ambas, Henriette, casada en segundas nupcias con el millonario Marcel Gorsz; la místeriosa Shirley, la vecina…
Tras la separación, Antoine se verá obligado a aceptar una oferta de trabajo que le convertirá en capataz de una granja de cocodrilos en África, pero las cosas no serán tan fáciles como parecían.
A Iris se le ocurre decir que está escribiendo una novela, y una vez lanzada la mentira se niega a echarse atrás, y convence a su hermana para que escriba realmente el libro, basándose en sus conocimientos. Ella se llevará la fama y el protagonismo y Josephine el dinero, pero los verdaderos amigos de ésta están convencidos de que ella es la verdadera autora de la novela que llena los escaparates de las bibliotecas de Paris…

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– ¿Lo crees de veras?

Ella esbozó una sonrisa breve y triste.

– Eres tu enemiga más temible, Jo.

Philippe cogió el periódico, su taza de café y preguntó:

– ¿Te molesta si me voy a leer a la terraza?

– En absoluto. Así podré retomar mi ensoñación. ¡Sin Sherlock Holmes a mi lado!

El abrió el Herald Tribune pensando en el día anterior. Es tan fácil hablar con Jo. Hablar de verdad. Con Iris, me cierro como una ostra. Ella había propuesto ir a tomar una copa al bar del Royal. El no había querido contrariarla y había aceptado. En realidad, no tenía más que un deseo: volver a ver a Alexandre. Había terminado de escribir su carta. ¡Qué alegría la de Alexandre cuando la recibió! Fue a Babette a la que se lo había contado. ¡Había que verlo! Estaba que parecía que iba a estallar. Se precipitó en la cocina diciéndole: «¡He recibido una carta de mi papá! ¡Una carta en la que me dice que me quiere y que me va a dedicar todo su tiempo! ¿Te das cuenta, Babette? ¿No es genial?». Agitaba la carta en el aire hasta marear. Desde entonces, Philippe había cumplido su palabra. Había prometido a Alexandre enseñarle a conducir, y todos los sábados y domingos por la mañana le llevaba a algún camino poco transitado, le sentaba sobre sus rodillas y le enseñaba a coger el volante.

Iris había pedido dos copas de champán. Una joven vestida de largo tocaba el arpa con sus largos y afilados dedos.

– ¿Qué has hecho esta mañana en París?

– He estado trabajando…

– Cuéntame…

– Venga Iris, no es interesante y, además, cuando estoy aquí, no tengo ganas de hablar de mi trabajo.

Se habían situado al borde de la terraza. Philippe observaba un pájaro: intentaba transportar un trozo de pan de molde que había debido de caer del plato que el camarero había depositado al traer las copas de champán.

– ¿Y cómo está el hermoso abogado Bleuet?

– Siempre tan eficaz.

¡Y cada vez más pagado de sí mismo! El otro día, en el avión que le llevaba a Nueva York en primera clase, descontento con la cocción de su filete, había redactado un mensaje de protesta que metió en el sobre de Air France para los comentarios sobre el viaje. Antes de cerrar el sobre, había adjuntado su tarjeta de visita y… ¡el filete! Air France dobló sus puntos de fidelidad.

– ¿Te importa que me quite la chaqueta y me afloje la corbata?

Ella le había sonreído y le había acariciado suavemente la mejilla con la mano. Una caricia que denotaba cierta costumbre conyugal. Afección, en verdad ternura, pero también una forma de relegarle al rango de niño impaciente. No soportaba que ella le tratase como a un niño. Sí, lo sé, eres muy guapa, eres magnífica, tienes los ojos del azul más profundo del mundo, ojos que son ejemplares únicos, un porte de sultana anoréxica, tu belleza no peligra por ninguna preocupación, reinas, soberana y serena, sobre mi amor y verificas con una palmadita en mi mejilla que todavía te pertenezco. Todo eso, en otro tiempo, pudo emocionarme, embrujarme, tomaba tu condescendencia afectuosa por una muestra de amor pero, ya ves, Iris, ahora me aburro contigo, me aburro porque toda esa belleza está construida sobre mentiras. Te conocí por culpa de una mentira y no has dejado de mentirme desde entonces. Creí, al principio, que iba a cambiarte, pero no cambiarás nunca porque estás satisfecha con lo que eres.

Sonrió ligeramente mordiéndose el labio e Iris interpretó mal su gesto:

– Nunca me dices nada…

– ¿Qué quieres que te diga? -preguntó siguiendo los progresos del pájaro, que se había empeñado en el trozo de pan e intentaba cogerlo con su pico.

Iris lanzó un hueso de aceituna sobre el pájaro, que intentó volar llevándose el botín. Sus esfuerzos por despegar eran patéticos.

– ¡Qué mala eres! Quizás sea la cena de toda su familia.

– ¡Eres tú el malo! Ya no me hablas.

Refunfuñó, se enrabietó, se enfurruñó, pero él le dio la espalda y sus ojos volvieron al pájaro, que, constatando que ya no le atacaban, había depositado su fardo y trataba de cortarlo en dos con pequeños picotazos. Philippe sonrió, se relajó y estiró los brazos soltando un suspiro de alivio.

– ¡Ay! ¡Por fin lejos de París!

Ea observó con el rabillo del ojo: seguía enfurruñada. Ya conocía esa actitud que gritaba: ocúpate de mí, mírame, soy el centro de la Tierra. Ya no es el centro de la Tierra. Me he cansado. Me canso de todo: de mis negocios, de mis compañeros de trabajo, del matrimonio. El abogado Bleuet me ha presentado un asunto formidable y apenas le he escuchado. Ya no me gusta la pareja que formamos. Estos últimos meses han sido particularmente tristes y vacíos. ¿Soy yo el que ha cambiado o ha sido ella? ¿Soy yo el que ya no se contenta con las sobras que ella tiene a bien concederme? En todo caso, hay que constatar que ya no pasa nada. Y, sin embargo, continúa. Pasamos el verano juntos, en familia. ¿Estaremos juntos todavía el verano que viene? ¿Habré pasado página? Sin embargo, no tengo nada que reprocharle. Muchos hombres deben envidiarme. Algunos matrimonios segregan un suave aburrimiento que se vuelve una especie de anestesia. Seguimos porque no tenemos la fuerza ni la energía para marcharnos. Hace algunos meses, no sé por qué, me desperté. ¿A causa de mi encuentro con John Goodfellow? ¿O lo encontré precisamente porque me había despertado?

El pájaro había conseguido dividir su comida en dos y voló tan veloz que desapareció del suelo rápidamente. Philippe miró la mitad que había dejado en tierra: volverá, volverá, siempre se vuelve a donde está el botín.

* * *

– ¡Papá, papá! ¿Me dejarás conducir hoy? -gritó Alexandre al ver a su padre en la terraza.

– Te lo prometo, hijo. Iremos cuando quieras.

– ¡Y nos llevamos a Zoé! No se cree que sé conducir.

– Pregunta a Jo si está de acuerdo.

Alexandre volvió a la cocina y pidió autorización a Joséphine, que se la concedió con alegría. Desde que no estaba permanentemente con Max, Zoé se había convertido en la niñita de antes. Había vuelto a su edad, ya no hablaba de maquillaje ni de chicos. Había vuelto a sus antiguas costumbres con Alexandre; habían inventado un lenguaje secreto que sólo era secreto para ellos. The dog is barking significaba atención peligro, the dog is sleeping, todo va bien, the dog is running away, ¿y si vamos de paseo? Los padres hacían como que no lo entendían y los niños adoptaban un aire misterioso.

Joséphine había recibido una postal de la señora Barthillet. Alberto le había encontrado un apartamento amueblado en la calle Martyrs, cerca de su empresa. Le daba su nueva dirección. «Todo va bien. Hace bueno. Max pasa el verano con su padre, que hace queso de cabra en el Macizo Central con su novia. Le gusta mucho trabajar con los animales y su padre habla de quedárselo, lo que me vendría bien. Le deseo lo mejor, Christine Barthillet».

– ¿A qué día estamos hoy? -preguntó Joséphine a Babette, que entraba en la cocina.

– A 11 de julio. Todavía es un poco pronto para tirar petardos.

«Todavía es un poco pronto para tirar petardos». Dos días después sería el aniversario de la muerte de su padre. No olvidaba nunca esa fecha.

– ¿Qué hacemos hoy para comer? ¿Tiene usted alguna idea? -preguntó Babette.

– Ninguna. ¿Quiere usted que vaya al mercado?

– No. Ya iré yo, estoy acostumbrada. Era sólo por saber si había algo que le gustase.

Carmen se tomaba las vacaciones en julio. En París. Se ocupaba de su anciana madre, una señora irascible que sufría un enfisema pero que conservaba su cabeza perfectamente. Había reducido a su hija a la esclavitud, le había impedido hacer su vida. Joséphine estaba más a gusto con Babette. Carmen la intimidaba. Sus maneras de gobernanta estilizada la paralizaban. Tenía siempre la impresión de tener la espalda encorvada o un dedo en la nariz en su presencia.

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