Katherine Pancol - Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos

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Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos: краткое содержание, описание и аннотация

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Josephine tiene cuarenta años, está casada y tiene dos hijas, Hortense y Zoé. Es consciente de que su matrimonio ha fracasado, pero sus inseguridades le impiden tomar una decisión. A Antoine, su marido, le despidieron hace un año de la armería de caza donde trabajaba y desde entonces se dedica a languidecer en el apartamento y a engañar a su mujer.
La discusión que provocará la separación del matrimonio de Josephine y Antoine es el punto de partida de una serie de acontecimientos, más o menos relacionados, en los que se verán envueltos otros personajes, como Iris, la guapísima hermana mayor de Josephine; la glamurosa y gélida madre de ambas, Henriette, casada en segundas nupcias con el millonario Marcel Gorsz; la místeriosa Shirley, la vecina…
Tras la separación, Antoine se verá obligado a aceptar una oferta de trabajo que le convertirá en capataz de una granja de cocodrilos en África, pero las cosas no serán tan fáciles como parecían.
A Iris se le ocurre decir que está escribiendo una novela, y una vez lanzada la mentira se niega a echarse atrás, y convence a su hermana para que escriba realmente el libro, basándose en sus conocimientos. Ella se llevará la fama y el protagonismo y Josephine el dinero, pero los verdaderos amigos de ésta están convencidos de que ella es la verdadera autora de la novela que llena los escaparates de las bibliotecas de Paris…

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Mientras Hortense hacía sus pinitos en la empresa de Chef, Zoé, Alexandre y Max paseaban por las salas del Museo de Orsay. Iris les había llevado allí, temprano, con la esperanza de que las obras de arte impresionistas calmasen la turbulencia de los niños. Ya no soportaba más el Jardín Botánico, las colas delante de las atracciones, los gritos, el polvo, los peluches horribles con los que había que cargar porque los habían ganado y los exhibían como trofeos. Ya es hora de que Jo termine y yo vuelva a mi vida de antes. ¡Ya no puedo aguantar más tiempo a estos adolescentes calenturientos! Alexandre pase todavía, pero los otros dos ¡qué mal educados están! La pequeña Zoé, antes encantadora, se ha convertido en un monstruo. Debe de ser la influencia de Max. Después de la visita al museo, los llevaría a comer al café Marly y les interrogaría sobre lo que habían visto. Les había pedido que eligiesen cada uno de ellos tres cuadros para comentar. El que se expresase mejor ganaría un regalo. Así yo también podré ir un poco de compras. Eso me relajará. Fue Philippe el que había tenido la idea del museo. Ayer noche, al acostarse, le había dicho: «¿Por qué no les llevas a Orsay? He estado con Alexandre y le gustó mucho». Algo más tarde, antes de apagar, había añadido: «¿Y tu libro, avanza?».

– A paso de gigante.

– ¿Me lo dejarás leer?

– Prometido, en cuanto lo haya terminado.

– ¡Muy bien! Termínalo pronto y así tendré algo que leer este verano.

Ella había creído escuchar un punto de ironía en la voz de Philippe.

Mientras tanto, deambulaban por las salas del Museo de Orsay. Alexandre miraba los cuadros, avanzando, retrocediendo, para hacerse una idea, Max arrastraba los pies arañando la punta de sus playeras en el parqué y Zoé dudaba entre imitar a su amigo o a su primo.

– Desde que Max vive con vosotros, ya no me hablas -se quejaba Alexandre a Zoé, que acababa de colocarse a su lado mientras que miraba una tela de Manet.

– No es verdad… Te quiero igual que antes.

– No. Has cambiado… No me gusta ese verde que te pones en los ojos… Me parece vulgar. Te hace más vieja. ¡Es horroroso!

– ¿Qué cuadros vas a elegir?

– Todavía no lo sé.

– A mí me gustaría ganar. Ya sé lo que le pediría a tu madre como regalo.

– ¿Qué le pedirías?

– Un montón de bártulos para ponerme guapa. Como Hortense.

– ¡Pero si ya eres guapa!

– No, no como Hortense.

– ¡No tienes personalidad! Lo quieres hacer todo como Hortense.

– Y tú no tienes personalidad, lo quieres hacer todo como tu padre. ¿Te crees que no me he dado cuenta?

Se separaron, molestos, y Zoé fue al encuentro de Max, que miraba impresionado una mujer desnuda de Renoir.

– ¡Vaya tía en pelotas! No sabía que existían cosas así en los museos.

Zoé rio y le dio un codazo.

– No le digas eso a mi tía, se va a desmayar.

– Me da igual. ¡Yo ya he marcado tres cuadros!

– ¿Dónde los has marcado?

– Aquí…

Le enseñó la palma de la mano donde había anotado tres cuadros de Renoir.

– No puedes elegir tres cuadros del mismo pintor, eso es trampa.

– A mí me gustan las chávalas de ese tío. Son acogedoras y parecen buenas y felices de estar vivas.

Durante la comida, a Iris le costó mucho hacer hablar a Max.

– No tienes mucho vocabulario, querido -no pudo evitar comentar-. No es culpa tuya, ¡es una cuestión de educación!

– Sí, pero yo sé cosas que usted no sabe. Cosas para las que no se necesita vocabulario. ¿Para qué sirve el vocabulario?

– Sirve para ayudarte en tu pensamiento. Para expresar con palabras las emociones, las sensaciones… Clarificas tu cabeza sabiendo poner la palabra correcta en la cosa justa. Y al clarificarte la cabeza, te forjas una personalidad, aprendes a pensar, te conviertes en alguien.

– ¡Yo no tengo miedo! ¡A mí me respetan! ¡Nadie se me sube a la chepa!

– No es eso lo que quería decir… -empezó a decir Iris, que decidió abandonar la conversación.

Había un abismo entre ese chico y ella, y no estaba segura de querer salvarlo. Para no provocar celos, decidió conceder a los tres niños la elección de un regalo, y fueron hasta el Marais de tiendas. A ver cuándo se acaba esta tarea, termina Jo el libro, se lo llevo a Serrurier y nos reencontramos, en familia, en Deauville. Esperaremos juntas a que lo haya leído y dé su opinión. Allí estarán Carmen o Babette y yo no tendré que soportar el humor de estos niñatos todos los días. Había conseguido convencer a Joséphine de que pasase el mes de julio con ellos. «Si hay que hacer algún cambio, estarás conmigo, será más práctico». Joséphine había aceptado con reticencias. «¿No te gusta nuestra casa?»

– Sí, sí -había respondido Joséphine-, es sólo que me gustaría no pasar todas mis vacaciones con vosotros. Me da la impresión de ser una niña subnormal.

Deambulando por las calles del Marais, Zoé, presa de remordimientos, se acercó de nuevo a Alexandre y le cogió suavemente de la mano.

– ¿Qué quieres? -refunfuñó Alexandre.

– Voy a contarte un secreto…

– ¡Me dan igual tus secretos!

– No, porque este es un secreto enorme.

Alexandre cedió. Le entristecía el tener que compartir a su prima con ese Max Barthillet, que le imponían cada vez que salían. No puedo aguantar a ese tío; además, hace como si yo no existiera. Todo porque vive en las afueras y yo, en París. Me toma por un pijo y me desprecia. Era mucho mejor cuando estábamos solos Zoé y yo.

– ¿Cuál es tu secreto?

– Ah, veo que te interesa. Pero no se lo digas a nadie, ¿me lo prometes?

– De acuerdo…

– Entonces, venga… Gary el hijo de Shirley es un «royal».

Zoé se lo contó todo: la velada ante la tele, las fotos de Internet, Guillermo, Harry, Diana, el príncipe Carlos. Alexandre se encogió de hombros diciendo que no eran más que tonterías.

– No son tonterías, es cierto Alex, te lo juro. De hecho, hay algo que prueba que es verdad: Hortense se lo cree. Se ha vuelto muy amable con Gary desde entonces. Ya no le habla con altanería, lo acepta… Antes, no lo podía tragar.

– Ahora hablas tan mal como él.

– No está bien estar celoso.

– No está bien contar mentiras.

– No son mentiras -gritó Zoé-, es la verdad…

Fue a buscar a Max y le pidió que corroborara su versión. Max aseguró a Alexandre que todo era verdad.

– Pero él, Gary, ¿qué dice? -preguntó Alexandre.

– No dice nada. Dice que nos hemos equivocado. Dice lo que su madre, que alguien se le parece, pero nosotros no nos creemos lo del parecido ¿eh, Max?

Max asintió con aire serio.

– Y tú, ¿crees que es verdad? -preguntó Alexandre a Max.

– Pues, sí, porque les he visto. En la tele y en Internet. ¡Puede que no tenga vocabulario, pero tengo ojos!

Alexandre sonrió.

– ¿Te ha molestado mi madre?

– Pues, sí, mogollón… ¡Porque cague en un tigre de oro no tiene que joder a los que no lo tienen!

– Está claro que eso no es culpa tuya.

– Tampoco es culpa de mi madre. Me toca los huevos con sus discursitos de pija, ¡payasa!

– ¡Eh! Tranquilo, que si fuese tu madre…

– ¡Eh! No vayáis a pelearos… Venga, haced las paces.

Alexandre y Max se dieron una palmada en la espalda. Caminaron un rato los tres juntos. Iris les llamó para pedirles que la esperasen, había visto una blusa en un escaparate. Se detuvieron y Max preguntó a Alexandre:

– ¿Qué móvil tienes tú?

Alexandre sacó su móvil y Max soltó un grito.

– ¡El mismo que el mío, colega! ¡El mismo! ¿Y qué tono utilizas?

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