Su mirada se cruzó con Christine Barthillet y le preguntó:
– ¿Sabe usted qué aspecto tiene su Alberto?
– Ni idea. Llevará Le Journal Du Dimanche bajo el brazo. Ya os contaré… Venga, me voy. ¡Hasta luego!
Cogió su bolso y se dispuso a salir. Hortense la atrapó y le señaló que su bolso no iba para nada con su vestimenta.
– Qué le vamos a hacer -dijo Christine Barthillet-. Ya sé que hay que llegar con retraso, pero si me duermo, ¡ya no habrá Alberto!
Ya bajaba las escaleras cuando Max y Zoé le gritaron que hiciese una foto para saber qué aspecto tenía Alberto.
– Imagínate -silbó Zoé preocupada-, quizás se convierta en tu padrastro…
* * *
En la cocina, con las persianas cerradas para protegerla del calor, Joséphine escribía. El día en el que debía entregar su manuscrito se acercaba. Sólo le quedaban tres semanas para terminar. Iris venía cada día para llevarse a los niños al cine, a pasear por París o por el Jardín Botánico. Ella comía helados mientras les pagaba vueltas en los coches de choque y partidas de tiro al plato. Como el colegio de los chicos era un centro de exámenes de selectividad, Max y Zoé habían sido liberados de toda obligación. Joséphine le había explicado a Iris que no conseguiría terminar la novela si no se sentía completamente libre de toda presencia en su casa y de la preocupación de saber qué hacían todo el día. «No puedo dejar que Zoé y Max Barthillet campen a sus anchas, ¡ella terminaría dedicándose al tráfico de móviles robados o a la venta de cannabis!». A Iris no le había gustado la idea. «Pero ¿qué voy a hacer?». «Te las arreglas como puedas -había respondido Jo-, eso o dejo de escribir». Hortense hacía sus prácticas con Chef y vivía su vida, pero había que ocuparse de Zoé y de Max.
La señora Barthillet proseguía su romance con Alberto. Se citaban en terrazas de café, pero todavía no habían consumado. «Hay algo que falla -decía Christine Barthillet-, hay algo que falla en algún sitio. ¿Por qué no me lleva a un hotel?». Me besa, me toquetea, me hace regalos, pero nada más. ¡Yo lo único que quiero es que concluya! En lugar de darnos el revolcón, nos pasamos las horas hablando, sentados, bebiendo café. Voy a terminar conociendo to-dos los bares de París. Llega siempre puntual, siempre está el primero y su placer más grande es verme andar. Dice que mi caminar le inspira, que adora verme llegar, verme marchar. Seguro que este hombre es impotente. O tullido. Sueña con tener una relación, pero no consigue pasar al acto. ¡Menuda suerte la mía! En fin, tengo la impresión de estar con un hombre-tronco. Nunca lo he visto levantado». «No mujer -había dicho Zoé-, es un romántico, se toma su tiempo». «No tengo tiempo que perder. No voy a echar raíces en esta casa. Tengo ganas de instalarme y, en eso, perdemos tiempo, perdemos tiempo. Ni siquiera sé su apellido. ¡Os digo que esto es muy sospechoso!».
Joséphine, en cambio, no tenía tiempo que perder. El cuarto marido acabada de expirar, quemado en la hoguera de los herejes. ¡Uf!, pensó secándose la frente con la mano, ¡ya era hora! ¡Qué hombre malsano y malhechor! Había llegado al castillo montado en un gran caballo de batalla negro y llevando con él los Santos Evangelios. Había pedido asilo y Florine le había acogido. La primera noche, no quiso dormir en una cama sino en el suelo, bajo las estrellas, envuelto en su gran capa negra. Guibert el Piadoso era un hombre magnífico. El cabello largo y moreno, el torso poderoso, los brazos de leñador, hermosos dientes blancos, una sonrisa carnívora, penetrantes ojos azules… Florine había sentido el fuego quemarle las entrañas. Hablaba citando versículos del Evangelio, recitaba el texto del Decretum que conocía de memoria y combatía el pecado en todas sus formas. Se había instalado en el castillo y reglamentaba la vida de todos. Exigía a Florine que portara vestimentas austeras, sin color. El Maligno se aloja en el seno de cada mujer, profesaba levantando el dedo hacia el cielo. Las mujeres son frívolas, habladoras, infanticidas, abortivas, lujuriosas, lúbricas, prostitutas. La prueba: no hay mujeres en el Paraíso. Había hecho retirar los tapices y los cuadros de las paredes del castillo, había confiscado las pieles y vaciado los joyeros. Con su hermosa voz de macho poderoso, lanzaba anatemas. Los maquillajes son bermellones para adúlteras, las chicas feas son vómitos de la tierra y de las hermosas hay que desconfiar, pues no son más que apariencia disimulando un saco de basura. ¿Pretendes querer seguir la regla de san Benito y tiemblas cuando te ordeno dormir en el suelo, en camisa? ¿Acaso no ves que es el diablo el que te encierra en ese bienestar de reina, el diablo el que ha llenado tus cofres de oro y piedras preciosas, el diablo que te murmura que cuides tu belleza y la suavidad de tu piel para alejarte de tu Esposo divino? Florine escuchaba y se decía que este hombre le había sido enviado para llevarla por el buen camino. Se había desviado por culpa de sus precedentes maridos. Había olvidado su vocación. Su voz la embrujaba, su estatura la turbaba, su mirada la atravesaba. Temblaba tan fuerte de deseo por él que le consintió todo. Isabeau, su fiel servidora, aterrorizada por el fanatismo de Guibert, huyó una noche llevándose al joven conde. Florine permaneció sola, entre criados aterrorizados. Los que no obedecían eran encerrados en las mazmorras del castillo. Nadie se atrevía a oponerse a él. Una noche, sin embargo, pasa el brazo alrededor de los hombros de Florine y le pide que se case con él. Radiante de alegría, Florine da gracias a Dios y acepta. Será una boda triste y austera. La novia lleva los pies descalzos, el novio la mantiene a distancia. Durante la noche de bodas, mientras Florine se desliza en el lecho conyugal temblando de alegría, él se envuelve en su capa y se aleja de su lado. No pretende consumar el matrimonio. Sería ceder al pecado de lujuria. Florine llora, pero aprieta los dientes para que él no lo oiga. Tiene que repetir como un rezo no soy nada, soy menos que nada, soy una mala mujer, peor que la peor de las bestias. He encontrado a mi Salvador tomando a este hombre por esposo y debo obedecerle en todo. Ella cede. Al día siguiente, él corta sus largos cabellos dorados con su puñal y le marca la frente con dos grandes trazos de ceniza. Polvo eres y en polvo te convertirás, enuncia él deslizando el pulgar sobre su frente. Florine desfallece de placer al sentir su dedo sobre su piel desnuda. Ella confiesa su placer y él redobla su crueldad. La agota trabajando, le inflige un ayuno perpetuo, le ordena hacer ella misma todas las tareas de la casa y beber el agua sucia de lavar. Despide uno por uno a todos los criados cubriéndoles de regalos para que no hablen. Ordena que le entregue todo su dinero y que le indique dónde ha escondido su oro, el oro que te ha dado el rey de Francia tras haber asesinado a tu marido, y que tú has escondido. Ese oro está maldito, debes dármelo para que yo lo tire al río. Florine se resiste. No es su dinero, sino el de su hijo. No quiere desheredar a Thibaut el Joven. Guibert la somete entonces a una verdadera tortura, la encadena en una celda hasta que hable. A veces, para ablandarla, la toma en sus brazos y rezan juntos. Dios me ha enviado a ti para purificarte. Ella se lo agradece, agradece a Dios que la conduce por la vía de la sumisión y la obediencia.
A punto está de renunciar a todo, de perder su fortuna, cuando la fiel Isabeau vuelve con una tropa de caballeros para liberarla. Al registrar el castillo para socorrerla, Isabeau descubre un verdadero tesoro: el de Guibert y todas las viudas que ha embrujado antes de encontrar a Florine. Se lo entrega a Florine que ha recobrado la cordura. Florine decide entonces dejar de perseguir la perfección y retomar una vida normal, sin esperar la santidad en la tierra, pues es pecado de orgullo creerse igual a Dios en pureza. Mira cómo Guibert arde en la hoguera y no puede evitar llorar al ver a ese hombre que tanto ha amado convertirse en antorcha ardiente sin gritar ni pedir perdón. ¡Irá derecho al infierno y lo tendrá bien merecido!, declara Thibaut el Joven. Y ella quedará viuda de nuevo y aún más rica que antes.
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